Una y otra vez

Una y otra vez

Miró hacia la ventana para confirmar que estuviera bien cerrada. Sabía que en cualquier momento iba a sonar el timbre del teléfono, la voz ronca y tabaquera de Saldaña, su arrogancia, su triunfo, su pesado y penetrante resumen de posibilidades. La muerte. Llevaban como tres horas interminables entre estas paredes a las que nunca deberían haber regresado. Por muchas vueltas que le diera al asunto, Martínez no le encontraba salida alguna. Su cabeza era un torbellino de posibilidades, todas frustradas ni bien se las prefiguraba.  Justamente él, que llevaba una vida entera jugando las piezas con la prolijidad de quien reconoce todos los hilos invisibles que mueven a los hombres y sus asuntos, había caído en la trampa más previsible de todas.

El Gordo seguía retorciéndose en un rincón de la sala principal. Ya no se quejaba. Ya no perdía sangre. Ya no pedía agua. “Todavía estás a tiempo para desaparecer, Negro. Hay una amiga. No la conocés. Es la única casa desmarcada en cientos de kilómetros a la redonda. Nunca dejé que nadie la quemara. La había guardado para el momento más jodido de todos. A mí ya no me sirve. Es buena piba. Salvate vos”. Iba a agregar algo más, pero tuvo que soltar una tos de espanto, llena de catarro y flema densa. Debía ser tarde ya, porque no se escuchaba ni un ruido en la calle. Sólo el lejano trajinar del paso del tren, cada vez más espaciado. El tiempo se iba deshaciendo y estirando hasta desvanecerse en un presente perpetuo y vacío.

Martínez dejó por un momento la sala. Al fin y al cabo, el teléfono podía oírse desde cualquiera de los rincones del departamento. Comenzó a fantasear con la idea de irse, salvarse, dejarlo al Gordo tirado, moribundo, darle el placer a Saldaña de arremeterle el tiro de gracia. La manzana ya debería estar rodeada por su gente. Aunque ese no era problema para él. Tantas otras veces había zafado de situaciones peores. Hasta podía desvanecerse, muy fácilmente, entre las propias huestes del operativo. O acaso, quién no lo sabía, no eran todos unos mocosos que si andaban en esas era porque no podían conseguir otra cosa.

Si Saldaña todavía no había llamado seguramente se debía a que se le estarían complicando las autorizaciones políticas: el tan conocido dominó de teléfonos, pero con fichas que ascienden en lugar de caer. Y más a esas horas en las que algunos de los eslabones finales tardan en atender, ya sea porque están durmiendo o andan en medio de una fiesta impostergable. Disfrutó un tanto, imaginándolo putear entre sus bigotes crespos ante cada nuevo tono cayendo al olvido. Encontrarse con un pez gordo en la mano y tener que andar paseándolo por la red hasta que a los señores se les ocurra dar el visto bueno para pescarlo. Martínez, como nadie quizás, conocía perfectamente el odio mudo que Saldaña sentía por sus superiores, y más ahora que el Viejo había partido para siempre. Tantos trastes tuvo que lamer en su vida, tantas veces había tenido que agachar la cabeza, tanta ira masticó. “Pensar que esos tipos andan por ahí sonriendo, comiendo en las reuniones, dando entrevistas, mandando, gracias a negros como nosotros que les hacemos el trabajo sucio”, le dijo alguna vez. Pero todo eso fue antes que corriera mucha agua debajo del puente y lo partiera, como a todo lo demás en este país, en dos mitades opuestas.

El Gordo había vuelto a sus severos ataques de tos. Ahora un poco más espaciados. Más sordos, también. Martínez, que para cuidar gente era el menos indicado de todos, entró al dormitorio y buscó una frazada. Volvió a la sala y lo tapó. Por mucho que se lo propusiera, no podía abandonarlo así al Gordo. No en la más fulera de todas. Aunque si salían airosos de ésta, no le faltarían ganas de vaciarle él mismo el cargador de su Colt en todo el inmenso cuerpo. Por confiado, por soberbio, por pelotudo. Varias veces le había advertido que Saldaña tenía infiltrados hasta los caracoles. Que el asunto del coronel Macías era para ellos dos y nadie más. Que se dejara de romper las pelotas con los pibes del sindicato. “Mirá Gordo, una cosa es la política y otra el laburo. Esta gente sabrá mucho de clases, de justicia social, de retórica. Pero a la hora de hacer un trabajo limpio y no dejar rastros, son los menos indicados. Fijate el zafarrancho que han hecho en el Judas, por ejemplo. Más ahora, que tenemos la respiración del quetejedi en la nuca. Dejate de joder, querés…”, le había dicho tan sólo unos días atrás, cuando el Gordo se empecinó en que la cosa era demasiado grande como para ellos dos, nomás.

De repente comenzó a oírse el ruido metálico del ascensor subiendo. Martínez podía diferenciarlo claramente del sonido más sutil que emitía cuando iba de bajada. Se mantuvo alerta. Sólo desenfundaría si se detenía en el piso. El Gordo retornó al gargajeo y Martínez lo paró en seco con un chistido autoritario. El ascensor se detuvo en el piso de arriba. Peor aún. De tal manera que Martínez se descalzó, abrió la puerta sin emitir sonido alguno y atravesó el pasillo hasta situarse del otro lado de la escalera central. Arriba, alguien descorrió la puerta de hojas de hierro a lo bestia, haciéndola estrellar contra el marco. Y, una vez que el golpe dejó de resonar, se pudo escuchar el tintinear de un gran manojo de llaves. Martínez suspiró aliviado. Volvió a entrar.

Saldaña, Martínez y el Gordo habían trabajado juntos durante muchos años. No tenían ni oficinas, ni cuentas bancarias, ni figuraban en ninguna membresía oficial, pero cobraban bastante más que muchos de los funcionarios del gobierno. Bastaba una llamada desde la central y todo se activaba en instantes. Trabajaban bien, eran elegantes, no dejaban rastros. Fueron años turbulentos, pero las cúpulas confiaban más en ellos que en muchos de los altos mandos militares. Una vez terminado el asunto, se daban a silencio y jamás se enrollaban en el chantaje político posterior. Así operaban. La confianza era lo primero. Eso hasta el 66, año en que el Gordo se bajó argumentando obvias razones políticas. “Meter plomo por el plomo mismo nunca fue lo mío. Menos, laburar para el enemigo”, le dijo una madrugada a Martínez y desapareció sin dejar rastros, aunque el Negro se enteró después que anduvo asesorando a El Kadri, unos meses antes de lo de Taco Ralo. Martínez lo entendió y hasta odió, en ese momento, no haber tenido los huevos para seguirlo. Saldaña, en cambio, no volvió a mencionar el asunto. Más de una vez se arriesgó a cambiar planes para ver si se lo topaba en medio de algún trabajo y poder arremeterlo a balazos. “Quizás nos encontremos a tu amigo hoy…”, le decía jodiendo a Martínez, dando a entender que presentía que todavía mantenía contactos con el Gordo.

El silencio se volvió más hermético aún, luego de la partida del último tren. Martínez lo reconoció debido a que se sostuvo pitando más de la cuenta en la estación, esperando a que algún trasnochado tuviera su última oportunidad de evitar quedarse varado en el pueblo. El Gordo había logrado finalmente conciliar el sueño y sus ronquidos comenzaron a invadir toda la sala. Al Negro se le revolvieron las tripas y recién ahí se percató que no había comido nada desde el mediodía. Fue hasta la cocina y empezó a revolver en las alacenas, pero nada. En la heladera, nada tampoco. Se apoyó sobre la mesada y comenzó a repasar el boceto del día a ver si, en una de esas, quedaba algún escondrijo por dónde eludirse.

Hubiese deseado retroceder las agujas de todos los relojes hasta ese mismo mediodía en que lo vio aparecer al Gordo con el Hueso Fajardo, el pibe estrella del sindicato. Evitar la discusión de sordos. Desaparecer de todo por un tiempo. Olvidarse de Macías y de la tácita e implícita competencia con Saldaña por ver quién era más astuto. Son dos cosas muy extrañas la vida y el tiempo: ya que ese mediodía es hoy, es casi el presente, pero no. Ya no. A ese cuasi presente definitivamente extinto, y éste vívido presente al borde de desaparecer para siempre, los separa la frontera ineludible de la tragedia. Una imperceptible línea divisoria que parte a la vida de los mortales en dos universos completamente irreconciliables. Martínez odió no haberla podido percibir a tiempo, tal vez, en el momento en que vinieron a este mismo departamento para ultimar los detalles. Y ya era tarde cuando, de salida para lo de Macías, se subieron al Peugeot del Gordo y, ni bien llegaron a la esquina del boulevard, se les cruzó el Falcon platino del que bajaron los tiradores a sueldo de Saldaña. Y verlo al pibe Fajardo, con los ojos bien abiertos, con la cabeza muerta, boca arriba en el asiento. Y bajarse en movimiento, repeliendo los disparos. Y cubrirse mutuamente con el Gordo hasta llegar a un Gordini destartalado que los salvó de la muerte y los depositó en un descampado. Fue allí mismo que tomaron conciencia de la herida del Gordo y resolvieron volver al departamento.

Ahora sí que, sin contar los ronquidos del Gordo, no se escuchaba absolutamente nada en muchas manzanas a la redonda. Ningún motor. Ningún murmullo. Ningún teléfono. El Negro comenzó a ilusionarse con la posibilidad de que ni el Gordo, ni Fajardo, estuviesen infiltrados y, por ende, el departamento se encontrara libre de monitoreo. ¿Existía la posibilidad que alguien los hubiese reconocido en el pueblo y Saldaña improvisara al tuntún un operativo sin estructura? Era poco probable, pero ya no se entendía la demora. Ni el silencio. La cabeza en ebullición del Negro comenzaba a serenarse. Encendió una vieja radio portátil y tanteó una vez más, como por acto reflejo, el bolsillo a la altura de la tetilla de su camisa, pero hacía varias horas que había fumado su último Benson. Puso el volumen casi al mínimo y sonrió cuando reconoció uno de sus tangos favoritos, interpretados por el Quinteto de Miranda. Sólo y recién allí permitió recalar sus pensamientos en Gabriela. Hacía varios meses que no la veía. Desde que se había abierto de Saldaña y pasó a la clandestinidad que no sabía nada de ella. Se prometió lo que siempre: si zafaban de ésta, la buscaría y se irían a vivir lejos, bien lejos. Lejos de tanta argucia, de tanta ausencia, de tanta muerte. Siempre se lo prometía, y siempre volvía a caer en el mismo círculo como si fuese Sísifo condenado a levantar la misma piedra, una y mil veces, para dejarla caer de la cima de la montaña a los pies de su cobardía. Una y otra vez.

En esas andaba Martínez, buscando un claro, aferrándose a una mínima esperanza, cuando resonó el teléfono en la oscuridad. Y, con él, todas las piezas de sus ilusiones se desbarataron de una vez por todas. La noche, el encierro, la agonía del Gordo y la derrota mortal con Saldaña se le vinieron encima y le apretaron la garganta, dejándolo sin aire. Se acercó a tientas hasta el aparato, guiado por el sonido, y descolgó el tubo acercándoselo hasta la oreja, pero sin responder.

 —Negro… sé que sos vos Negro, no te hagas el pendejo… —la voz de Saldaña sonaba muy lejos de la arrogancia, como si todavía no terminara de consolidar los últimos pasos de su victoria.

 —Soy yo…  —respondió Martínez, y reagrupando el aire que se le había quedado atorado en algún lejano rincón de su cuerpo, añadió: “Pero olvidate que me vas a atrapar vivo”.

 —No seas boludo, Negrito… no te matés al pedo. Aprovechá que todavía te podés parar y salí caminando tranquilo. Esperá a que amanezca y tomate el tren a Buenos Aires. Pasá a buscar a la secretaria esa que te gusta y desaparecé del mapa. Este país ya no está hecho para tipos como vos… —dijo Saldaña, ahora sí con la voz más clara y rimbombante, como si hubiese esperado toda una vida para pronunciar esas palabras.

Martínez quedó absorto en un silencio críptico. Ahora sí que no entendía nada de nada. ¿Cómo que podía salir caminando? ¿De qué clase de broma se trataba? ¿Saldaña se había vuelto definitivamente loco de remate? ¿Qué estaba tramando? La respuesta lo tomó tan desprevenido, que estuvo a punto de colgar el teléfono. El Gordo riñió con un gargajo a escasos metros. Y cuando, muy lentamente, todas las piezas de sus pensamientos volvieron a acomodarse, Saldaña arremetió socarronamente:

 —Mirá que sos soberbio, Negro. Siempre creíste que vos eras el importante. Jamás se te cruzó por la cabeza que mi verdadero problema, y el de la gente que está por encima mío, era el Gordo. Gente como vos se compra, se vende o se descarta. En cambio, el tipo que está por ahí agonizando, además de hábil, es intratable. Vos no te das una idea lo que le sacaba el sueño al Viejo el turro que tenés a tu lado, desangrándose… —las frases de Saldaña retumbaban en el auricular del teléfono, como si provinieran de un pasado muy remoto en el que Martínez ya no era más que una sombra.

 —Siempre fuiste igual, Negro. Tu mayor, tu único, defecto es estar tan enfrascado en el murmullo de tus pensamientos que no te permite asomarte a mirar qué es lo que pasa más allá de lo que vos creés que pasa. —Saldaña hizo una nueva pausa, manejaba sus frases como si fueran estocadas que necesitaban de un aire para volver a irrumpir con más fuerza—. Pero espero que te quede bien claro: vos no te fuiste, yo te dejé ir. Sabía perfectamente que eras la única pieza que me podía llevar hasta el Gordo. Y me aferré a esa última carta con una fe ciega que casi me hace desbarrancar definitivamente de este juego de locos, Negro.

Un imperceptible halo de luz comenzó a perfilarse por entre la ventana, preludio inminente del amanecer. Martínez seguía con el teléfono en la mano, a una leve distancia de su oreja derecha, pero ya no escuchaba las frases que transmitía Saldaña desde allí. El mundo, su mundo, se había desbaratado de una vez y para siempre. Tanteó su Colt depositada en la mesita del velador. El insinuante clarear le permitió distinguir la gruesa figura del Gordo, ya sin sobresaltos. Se acercó a la ventana y observó la situación de la calle. Nadie. Abrió lentamente la puerta principal del departamento, vigiló que el pasillo estuviera franco y bajó hasta la planta baja por las escaleras de servicio.

Afuera arrancaba pausadamente el movimiento matutino pueblerino. Martínez pudo distinguir la voz del Chueco García en otra radio a lo lejos: “… perdoná si al evocarte se me pianta un lagrimón…”. Ni bien llegó a la esquina, pasó un convoy de autos que bajaban por la Belgrano a toda velocidad y se dirigían inminentemente hacia el departamento. Lo lideraba un Dodge color mostaza en el que reconoció a uno de los mercenarios a sueldo de Macías. Ningún retén lo frenó en las esquinas siguientes, ni en la plaza principal, ni en el boulevard repleto de lapachos brotados de flores, rosadas unos y blancas otros, que anunciaban prematuramente la llegada de una primavera calurosa.


Adriano Prandi se crió y creció en el conurbano bonaerense. Estudió Historia en la Universidad de Buenos Aires y en la actualidad se desempeña como profesor de Historia y como músicoterapeuta. Entre 2006 y 2015 realizó un extenso e intenso viaje por América Latina, publicando artículos periodísticos en diversos medios alternativos sobre la actualidad política y socioeconómica del continente. También ha publicado artículos periodísticos, históricos y fotorreportajes en medios mexicanos, ecuatorianos, nicaragüenses, bolivianos y europeos. Desde hace algunos años se dedica escribir columnas radiales e incursionar en géneros narrativos como el cuento y la novela. También colabora en publicaciones de reflexión sobre educación y políticas socioeducativas en la ciudad de Luján, donde actualmente reside.

Una y otra vez

La deuda

Un cuento de Federico Rodríguez (Río Grande, Tierra del Fuego, 1979), publicado originalmente en la revista fueguina Caleuche.

 

La deuda

 

Está hermosa durmiendo. Espero que algún día me perdone. Debo tranquilizarme. Ya abrí la cartuchera y está todo listo. Codicié esta cartuchera de cuero rojo desde mi niñez; aún antes de saber para qué servía. Si cuento mi historia, quizás me entiendan.

 

Mi nombre es Pedro Barría. Nací en Río Grande en 1961. La casa de mi familia está en la calle Obligado casi llegando a Thorne. Enfrente está la ferretería Ilnao. Durante muchos años fue un almacén que tenía una barra donde se juntaban a beber los paisanos. Pese a las advertencias de mi abuela, yo solía visitar el lugar.

Junto al fuego, acompañada por el mate o el vino, mientras veíamos dorarse el pan de papa, mi abuela recordaba con alegría su infancia: historias de una niña que jugaba descalza por las calles de Castro. Las sonrisas terminaban cuando, ya con los ojos húmedos como perro viejo, contaba del Trauco (ese enano fiero sin patas que seduce a las mujeres en los bosques de Chiloé). Mi abuela llegó a la isla en 1940, con mi madre en brazos, fruto de esa unión forzada con el monstruo. Mi madre se casó y tuvo dos hijos: mi hermana y yo. Mi padre, hechizado por alguna bruja, al tiempo nos abandonó. Poco después, mi hermana murió de una enfermedad en los pulmones por estar todo el día tocando el trombón. Mi madre no pudo soportar la pena. Mi abuela decía que era una suerte que Dios se las haya llevado juntas porque se amaban tanto que no podían vivir separadas.

Mi abuela no se cansaba nunca de hablar del Caleuche, de los brujos que lo habitan, de los ahogados que pescan y los obligan trabajar en la bodega del barco, y de la niebla verde que se esparce cuando atraca de noche en un puerto, capaz de fecundar a las mujeres. Y en el barrio, todos saben que Ilnao hizo un pacto con el Caleuche para que su negocio sea próspero.

Yo escuchaba sin dar crédito a tantos embrujos y necedades. Quizás inventaba esas historias para no reconocer que le habían hecho una hija de soltera o que mi padre era un mal nacido que se fue detrás otra pollera, o que simplemente le caía mal Ilnao y no quería que su nieto frecuente lugares donde se bebe.

Una madrugada, escuché ruidos en la calle y vi un carro que se detenía en la puerta de la ferretería. Un grupo de hombres encapuchados comenzaron a descargar unos cajones de madera que chorreaban agua.

A la mañana pasé por la puerta del negocio y había algas sobre el barro de la calle. Entré, recorrí los estantes y encontré algo nuevo que me fascinó. Era una cartuchera roja que contenía pequeños cuchillos, unas herramientas largas y unos tubos.

Yo había cumplido trece años, no creía en esas leyendas de muerte, y nunca tenía más dinero que el suficiente para comprar cigarrillos o golosinas. Ese verano, apadrinado por un amigo de mi abuela, trabajé en esquilas y junté algo de plata. Lo primero que hice fue comprarme esa cartuchera. Mi abuela me dio unos buenos cintazos cuando descubrió que faltaba dinero; imaginó que lo había gastado en bebida y mujeres. La cartuchera roja la escondí. La abría y ponía su contenido sobre la cama y miraba fascinado el brillo metálico de las distintas piezas.

Otra madrugada, me despertó el aullido de un perro y el chillido de decenas de gaviotas. Miré por la ventana. Una niebla muy espesa y de extraño brillo cubría la ciudad. Abrí la ventana y la habitación se llenó de olor a mar y peces muertos.

Pasaron unos meses y conseguí trabajo en una despensa. Esa tarde una noticia agitó al barrio: la señora de Ilnao estaba embarazada. Tanto él como ella, debían tener más de cincuenta años y nunca habían tenido hijos.

Una noche brumosa y de marea alta, nació la criatura. Era un bebé sano y fuerte, de piel negra. No es que tuviera rasgos de raza negra. No tenía la boca grande ni la nariz ancha, ni siquiera el pelo ondulado. Era muy parecido de aspecto a su padre, pero la piel era de un tono cercano al negro. También eran negras las palmas de sus manos y de sus pies.

Mi abuela fue a visitar al recién nacido. Quedó impresionada con lo tranquilo que era y la madre le dijo que nunca lloraba. (No me refiero a que lloraba poco; no lloraba y nunca en su vida lloró.) Doña Rosita, una vecina que lo tuvo en brazos, lo besó.  Sintió gusto a sal de mar en ese beso.

El niño creció y la familia fue feliz. Sólo tuvieron un par de sustos, relacionados con objetos que aparecían quemados cuando el bebé se quedaba solo, pero nunca llegó a ocurrir ningún incendio.

Cumplí 17 años y mi abuela murió y no lloré cuando la encontré muerta. Parecía que estaba durmiendo. Pasó el entierro y unos días después me convertí en un mar de lágrimas. ¿Quién iba a abrazarme como lo hacía mi querida viejita?

Una de esas noches de luto, yo estaba acodado en la barra de la ferretería bebiendo una bebida turbulenta, dos ovejeros charlaban y el niño negro jugaba con unos autitos en el piso. La puerta se abrió por el viento, entró un vaho marino y vimos la figura de un hombre muy alto. Tenía aspecto de viejo lobo de mar: el pelo largo, un sombrero de tres puntas, las orejas perforadas, y las manos, el cuello y el pecho, cubiertos de tatuajes. Ilnao se asustó. Le acercó una botella de pisco y lo llamó capitán. No escuchaba bien porque susurraban. El capitán mencionó una deuda. Ilnao negó con la cabeza y dijo: ¨Yo no sabía¨. El capitán bramó blasfemias de puertos y tiró al suelo la botella gritando: ¨¡Las deudas de tu mujer también son tus deudas!¨. Acarició la cabeza del niño, sonrió de manera siniestra y se alejó tan rápido como vino.

Los años pasaron, el negocio se deterioraba pero el viejo Ilnao era cada vez más rico. El niño negro seguía creciendo y siempre se lo veía muy afectuoso, rodeado del amor de sus padres, inocente como un cordero.

El relinchar de los caballos interrumpió mi sueño. Miré por la ventana y los seres encapuchados bajaban del carro un bote de madera.

Al otro día, Ilnao se fue a juntar róbalos que atrapaba cerca del Cabo Domingo. Llevó a su hijo. La tormenta que hubo esa tarde fue recordada por años. El mar sólo devolvió, en la desnuda playa de gruesa arena, al viejo medio muerto enredado en su red y nunca se encontraron los restos del niño o del bote nuevo.

Una semana después de la tormenta, me casé con María en la capilla de la Misión. Sin éxito intentamos ser padres. Llevamos cinco años casados y ayer ella entró feliz a casa,  me abrazó, me besó y me dijo que íbamos a ser padres, que estaba embarazada de dos meses.

No puedo hacerme el ciego. Dos meses atrás vi la tenebrosa niebla, sentí el olor del mar…

Ahora estoy esperando que la droga haga efecto. Le paso alcohol al instrumental que guarda mi querida cartuchera roja.

Amo a María, es todo para mí. Siempre quisimos tener hijos, pero no así.

Hay cosas en la vida que son como piezas de rompecabezas que no entendemos cómo colocarlas, pero de repente encajan y vemos la imagen que estaba oculta.

¿Habrá sido mi madre, cuidándome desde el Cielo, la que me hizo comprar la cartuchera roja que contiene el instrumental para hacer un aborto?

Veo la sangre, mi pulso es firme… Me parece escuchar afuera el sonido de un trombón.

Esta será una cicatriz que vamos a tener juntos.

 

 

* Imagen de portada: Fragmento intervenido de la ilustración “Caleuche”, de Omar Hirsig.

 


f-rodriguezFederico Rodríguez (Río Grande, 1979). Escritor, editor, guionista y docente. Estudió letras en la UNLP. Participó de la Antología de Cuentos Fueguinos (Ed. Cultural TDF, 2011), la antología de cuentos Vidas Urbanas (UNTDF, 2015), en el Jergario Latinoamericano Ilustrado (Editorial Universitaria de Guadalajara, 2016) y en la antología de Conspiradores (Poetas Marcianos/Chile, 2016). Junto con Germán Pasti y Omar Hirsig, es autor del libro El origen del viento: relatos y aventuras gráficas sobre la Tierra del Fuego (1ra. edición Ed. Cultural TDF, 2014 / 2da. edición Viento de Hojas, 2016) y Leyendas de la Tierra del Fuego (1ra. edición Viento de hojas, 2015 / 2da. edición Viento de hojas, 2017). Junto con Hirsig, dirigió la Revista Caleuche (historietas & cuentos de misterio y terror). Ha publicado cuentos en diversas revistas del país y del exterior; actualmente se encuentra trabajando en distintos proyectos de escritura, de guión y de difusión de autores fueguinos.

Una y otra vez

Un cuento y dos historias de Javier Villafañe

 

Presentamos un cuento breve y dos historias del maestro Javier Villafañe, con selección a cargo de su hijo Juano Villafañe: “El chingolo” y “El gorrión”, pertenecientes al libro “Historias de pájaros” (Emecé, 1957), y el cuento breve “La cucaracha”, del libro homónimo publicado por Hachette en 1967. 

 

La cucaracha

 

Una vez había un hombre que vivía solo. Era periodista. Trabajaba en un diario desde las seis de la mañana hasta la medianoche. Cuando terminaba de trabajar salía del diario; caminaba unas cuadras; comía en un restaurante y después iba a un bar a tomar cerveza. Al amanecer regresaba a su casa. En su casa –era un pequeño departamento– no tenía un solo mueble; ni cama tenía, ni una silla en que sentarse. Había unos clavos en la pared en donde colgaba el saco, el pantalón y la camisa. Dormía en el suelo. En invierno o cuando hacía frío se envolvía en una frazada.
Le gustaba tomar cerveza. Todo el día tomaba cerveza: a la mañana, a la tarde, a la noche. Siempre llegaba a su casa con dos o tres botellas de cerveza.
Una madrugada, cuando se acostó en el suelo para dormir, vio a una cucaracha que salía de un agujero del zócalo. La vio caminar, detenerse y acostarse cerca de su cabeza.
Esto pasó varias veces. Una vez, cuando la cucaracha salía del agujero del zócalo, tomó la tapa de una botella de cerveza y la puso a su lado, y allí se acostó la cucaracha.
Al día siguiente el hombre llegó más temprano a su casa. Traía un poco de algodón: lo desmenuzó y le hizo una cama en la tapa de la botella de cerveza para que durmiera la cucaracha.
El hombre se acostó como siempre en el suelo. Vio salir a la cucaracha del agujero del zócalo: caminar y subir para acostarse en la cama que le había hecho en la tapa de la botella de cerveza.
Al otro día el hombre fue a trabajar. Estaba muy contento. Salió del diario. Iba silbando por la calle. Llegó al restaurante, comió, y después fue al bar a tomar cerveza. Se encontró con un amigo y le dijo:
–Ya no estoy solo. Cuando me acuesto, una cucaracha sale de un agujero del zócalo y viene a dormir a mi lado.
El amigo se rió.
–¿Cómo sabés que es la misma cucaracha? –le preguntó–. Tu casa debe estar llena de cucarachas.
–No, la conozco. Es la misma –respondió el hombre.
–¿Serías capaz de hacer una prueba?
–Sí. ¿Qué hago?
–Le arrancás una pata a la cucaracha. La dejás renga. Y si al día siguiente ves a una cucaracha renga que viene a dormir a tu lado, es entonces la misma cucaracha.
El hombre llegó a su casa. Se desvistió. Colgó en los clavos el saco, el pantalón y la camisa. Se acostó. La cucaracha salió del agujero del zócalo. Caminó y cuando iba a subir a la cama para acostarse, el hombre tomó a la cucaracha con el pulgar y el índice de la mano izquierda, y con el pulgar y el índice de la mano derecha, le quebró una pata y se la arrancó. Tiró la pata y puso a la cucaracha en su cama.
La cucaracha durmió: pero el hombre no pudo dormir. Vio el sol, la mañana. Él, tendido en el suelo, y la cucaracha a su lado dormida. Después la vio despertar, caminar renga y meterse en el agujero del zócalo.
El hombre se levantó, se vistió y salió. Ese día tomó mucha cerveza. Llegó al diario a las seis y media. Trabajó hasta después de medianoche. Fue al restaurante; comió. Fue al bar. Llegó a su casa. Se acostó. Vio salir a una cucaracha renga del agujero del zócalo. La vio llegar, subir y acostarse en la cama de algodón que él le había hecho en la tapa de una botella de cerveza.
Es la misma –se dijo el hombre–. Yo sabía que no estaba solo.
Pero no pudo dormir. Vio el sol, la mañana. Vio cuando se despertó la cucaracha. La vio caminar renga y meterse en el agujero del zócalo.
A la madrugada siguiente volvió la cucaracha. Llegó caminando lentamente y se acostó al lado del hombre.
El hombre no podía dormir. Miraba dormir a la cucaracha. Estaba desnudo, sentado en el suelo, tomando cerveza. Tomó una botella, dos, tres botellas de cerveza. Sintió el sol en los ojos, la mañana.
La cucaracha se despertó. Bajó de la cama. Caminaba arrastrándose y se metió en el agujero del zócalo.
Y no volvió nunca más.

 

El chingolo

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Tiene la cabeza gris con dibujos negruzcos y un gorro oscuro que termina en un ligero copete, el lomo, las alas y la cola, marrón, gris y canela, una pechera clara con dos botones, el abdomen blancuzco, marrón el pico y las patitas grises.
Camina dando saltitos. Manso y confiado entra en las casas como de visita; se pasea por los jardines y los patios comiendo migas de pan, granos, semillas e insectos y, de paso, suele probar la carne que se orea en las ramas de los árboles o en las vigas de los aleros.
Hace el nido generalmente en el suelo con cerdas y lo recubre con pajas y raíces.
Es alegre y madrugador. Se oye su música al apuntar el día; a veces interrumpe el sueño y canta a la medianoche para anunciar buen tiempo.
Cuando pía insistentemente en la puerta de una casa, avisa, y no se equivoca, que llegarán parientes o una carta con noticias agradables.
El gorrión lo corre de las ciudades y el tordo le da trabajo: le regala los huevos para que se los empolle.

El chingolo era un muchacho rubio y delgado. De tarde paseaba por el pueblo montado en un caballo blanco. No tenía amigos, ni quería tenerlos. Nadie sabía de dónde había venido, ni quiénes eran sus padres. No hablaba con ningún vecino; sólo le conocían la voz por haberlo oído cantar. Eso sí; era buen cantor y buen guitarrero.
–¡Lástima de muchacho –decían algunos viejos aficionados a la música– que sea tan arisco y pendenciero!
Durante el día se lo veía por todas partes con su caballo y su guitarra, cantando. Por los senderos del monte, en los cañaverales, a orillas de los arroyos, en las quebradas y en las lomas. Y al atardecer, cuando se encendía la primera estrella, salía al galope y se perdía en el camino como si huyera de la oscuridad.
Muchos se preguntaban: ¿Dónde vive el muchacho del caballo blanco y de la guitarra? ¿En qué lugar del monte tiene su guarida? ¿Quién se encontró con él durante la noche?
Cierta vez llegó como de costumbre al pueblo. Era una tarde de fiesta. A la sombra de un jacarandá se había formado rueda en torno a un forastero, quien, sentado en una piedra, tocaba la guitarra y cantaba.
El muchacho se detuvo para escucharlo. De pronto se apeó del caballo, se abrió paso entre la gente y cuando llegó al lado del forastero le dijo, desafiándolo:
–¡Cierre ese pico, amigo! ¡Aquí no hay más cantor que yo!
El forastero sonrió y sin hacerle caso siguió cantando.
Entonces el muchacho le arrancó la guitarra, la partió en dos con un golpe de rodilla y la arrojó a los pies del auditorio que, en silencio, retrocedía ensanchando la rueda.
–¡Aquí no hay más cantor que yo! –volvió a repetir.
Se incorporó el forastero. Era inevitable el duelo. Ambos, a un mismo tiempo, desenvainaron los cuchillos. Estaban frente a frente, inmóviles. Los pechos jadeantes y un fuego filoso en las miradas.
El forastero fue el primero en atacar; erró el golpe y encontró la muerte. Cayó al pie del jacarandá, mirando el cielo, enredado en las cuerdas rotas de su guitarra.
–¡Aquí no hay más cantor que yo! –gritó el muchacho del caballo blanco.
Y cuando se disponía a huir, lo detuvieron. Lo engrillaron y lo encerraron en un calabozo. Al día siguiente, al alba, escapó por entre las rejas convertido en un pájaro.
Ésta es la historia del chingolo. Quizá sea verdadera. Porque si lo vemos bien de cerca, observamos que aún lleva puesto un gorro de presidiario y que todavía conserva los grillos que no le permiten andar sino dando saltitos.
Y desde que los gallos despiertan el día hasta las últimas luces de la tarde, vuela por los montes, por los cañaverales, por las orillas de los arroyos, por las quebradas y las lomas, como si anduviera buscando a su caballo blanco y a su guitarra.
Y aquellos que saben interpretar el lenguaje de los pájaros, dicen que el chingolo pide en su canto que le quiten los grillos y el gorro de presidiario. Y aseguran –yo lo creo– que por eso canta.

Otros nombres populares: en la Argentina, chincol, chuschin, cachilo, cachilito, coludo, iquincho, icacú, vichú, afrecherito, bitiche, cabeza atada, chisca, joyerito, icancho, ppachiuschis; en el Uruguay, chingolo, tico-tico; en Bolivia, pfichitanca, gorrión, huaichu, hortelano, tres pesos; en el Perú, gorrión, pfichitanca, tanca, pichinchurro, pichurro, pichirro, pichiusa, pichuchanca; los guaraníes, nanimbé.

 

 

El gorrión

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Sus abuelos vinieron de lejos, en barco. Los trajo en una jaula un cervecero suizo-alemán, un tal Biekert. En la aduana, para desembarcarlos –eran varias parejas con algunos pichones nacidos en alta mar– le exigían el pago de un arancel. Al cervecero le pareció ridícula la suma pedida. No quiso discutir. Soltó los pájaros y dijo:
–Todos juntos no valen un cobre. Que regresen a Europa si quieren.
Y bajó del barco con la jaula vacía.
Este episodio ocurrió en el puerto de Buenos Aires en el año 1871.
Los gorriones, libres, volaron sobre el río de la Plata. Desde el aire vieron unos arbolitos verdes en la ribera, unas casas con los frentes pintados de rosa, unos nidos de hornero, unas carretas en fila, el campanario de un templo y una veleta girando.
Les gustó la ciudad y descendieron. Cuando picotearon los primeros granos caídos en la arena ya tenían cara de ciudadanía.
Entraron al país sin pagar derecho de aduana. ¿Qué iban a pagar estos pillos que saben burlarse de las tramperas y esquivar los hondazos, que duermen y anidas en los bolsillos de los espantapájaros y caminan por las calles con el andar insolente del orillero!
En Buenos Aire tuvieron sus hijos, sus nietos; en pocos años –se pueden contar con los dedos–, se desparramaron a lo largo de toda la República, de norte a sur, de este a oeste, como el territorio les fue quedando chico invadieron los países vecinos.
Aplicaron la ley del más fuerte y expulsaron de la ciudad, corriéndolos al campo, al chingolo, a la ratona, al misto.
Gordos, panzones, comen con la misma avidez todo lo que tienen al alcance del pico, ya sean grandes insectos, frutas o carne. Para ellos el comer no ocupa lugar; ésa es su filosofía.
¿Cantar? ¿Para qué? Saben que el pájaro cantor tienta a la jaula, y para entenderse les basta y sobra con las dos o tres notas de su destemplada música, que se extiende y dulcifica cuando el macho enamorado llama a su hembra.
Hacen nido en las cornisas, en los huecos de las paredes, en los tejados, en los árboles, o sin pedir permiso se instalan en el de otras aves y ponen unos huevos de color blanco con manchas castañas.
Tienen sus apologistas y sus detractores. La opinión pública está dividida en gorrionistas y chingolistas.
Para los primeros, son pájaros útiles por la cantidad fabulosa de insectos que devoran (se calcula que una sola pareja llega a comer en un año más de doscientos mil insectos) y los protegen poniéndolos en los árboles y en los techos de las casas –como tienen en París y en Londres– cajitas de madera para que puedan vivir y anidar. En cambio, otros –lógicamente los chingolistas– los acusan de inútiles, malos cantores y dañinos, y piden su cabeza por los perjuicios que ocasionan con los frutales y cosechas. Ellos fueron los que organizaron en la provincia de Mendoza, en el año 1937, con el pretexto de defender los viñedos, una campaña para exterminar al gorrión, y durante una semana, del 9 al 14 de agosto, desparramaron granos envenenados por los campos y en los paseos públicos, que los gorriones o pásulas, como también se les llama, apenas si los probaron.
Eduardo L. Holmberg, en Aves libres en el Jardín Zoológico de Buenos Ayres (Revista del Jardín Zoológico, año 1893), trata al gorrión de entremetido y sinvergüenza, y por los grandes daños que causa pide la guerra a muerte a este gringo intruso “cuyo canto no vale un centavo”, que desalojó al criollo chingolo, y es tan desfachatado –son sus palabras– que en las calles de la ciudad hasta se mete por debajo de los carruajes. Y recuerda el caso de un cura que veía con gran dolor cómo los gorriones le devoraban el granero; entonces, para ahuyentarlos, hizo un espantapájaros con un viejo levitón y un sombrero raído. Lo dejó de guardia en el medio del granero y se marchó seguro de que los gorriones iban a asustarse y huir al ver a ese extraño e inmóvil caballero. Al poco tiempo apareció el cura, encontró el granero sin granos y halló en los pliegues del levitón y en las alas del sombrero varios huevos de gorriones.
¡Guerra pues, al gorrión! –termina diciendo Holmberg. ¡A la sartén los pichones! ¡Abajo los intrusos inútiles e hipócritas que hacen sus nidos hasta en los faldones del viejo levitón del buen cura!”.

 

 

 

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Javier Villafañe en los Bosques de Mérida (Venezuela) transportando un pack de cervezas.


Javier Villafañe (Buenos Aires, 1909-1996). Fue poeta, escritor y, desde muy pequeño, titiritero. Con su carreta La Andariega viajó por Argentina y varios países americanos realizando funciones de títeres. En 1967, su libro Don Juan el Zorro es objetado y retirado de circulación por la dictadura militar imperante en Argentina. Villafañe decidió entonces abandonar el país y radicarse en Venezuela donde, trabajando para la Universidad de Los Andes, fundó un Taller de Títeres para formar artistas de esa disciplina. En 1978, con el auspicio del gobierno venezolano, repitió su experiencia trashumante en el Viejo Continente: con un teatro ambulante recorrió el camino de Don Quijote a través de La Mancha, en España. En 1984 retornó a la Argentina. Fue autor, entre muchos otros libros, de Los sueños del sapo (Hachette), Historias de pájaros (Emecé), Circulen, caballeros, circulen (Hachette), Cuentos y títeres (Colihue), El caballo celoso (Espasa-Calpe), El hombre que quería adivinarle la edad al diablo (Sudamericana), El Gallo Pinto (Hachette), Maese Trotamundos por el camino de Don Quijote (Seix Barral), y el libro póstumo Hay que regar antes que llueva (el suri porfiado).

 

©Fotografías:

Del chingolo (original): Carlos Bo.

Del gorrión (original): Francisco Pérez.

Fotografía de Javier Villafañe: cortesía de Juano Villafañe.

Una y otra vez

“La última nevada”, un cuento de Marcelo Gobbo

“La última nevada”, cuento inédito del escritor y poeta Marcelo Gobbo (Buenos Aires, 1966), fue el trabajo ganador en la categoría relato de la LXXVIII Edición de los Juegos Florales Hispanoamericanos (2015), el certamen literario más importante de Guatemala y uno de los de más trayectoria en América Latina.

Tenemos el honor de compartirlo completo, a continuación, por cortesía del autor y de la Municipalidad de Quetzaltenango, Guatemala.

 

LA ÚLTIMA NEVADA

 

―La cuestión fue así. ¿Viste que los yanquis usan letras para designar las notas, los acordes? Usan A para La, G para Sol, C para Do… Bueno. Durante un año, más o menos, la policía de Missouri fue encontrando cadáveres, apenas ocultos en distintos lugares de la ruta 70, entre Kansas City y Saint Louis. Cuatro, para ser exactos. Los cuatro compartían unas marcas en las muñecas y los tobillos y todos habían muerto desangrados por un corte en el cuello. Las marcas y el corte del cuello, fueron descubriendo los forenses, habían sido hechas con una cuerda para guitarra eléctrica.

Aquí Domingo hizo una pausa y me miró la mano. No terminaba de recobrar el aliento. Sin embargo, continuó.

―Al descubrir el cuarto cadáver, la policía se vio obligada a hacer público el hallazgo. Ocultando algunos datos, por supuesto, para evitar eso que ellos llaman copycats…

―Los que copian los modus operandi de otros ―lo interrumpí.

―Tal cual ―me dijo, y de inmediato vino a mi memoria ese latiguillo escuchado un centenar de veces de su boca, instalándose en mis oídos a través del parlantito de la radio, subrepticiamente, mientras preparaba el desayuno y prestaba atención a sus comentarios sobre música; mi programa de radio favorito con la mejor música que, en ese instante me percaté de eso, nunca más volvería a escuchar―. La cuestión es que la policía hizo público el hallazgo y, como suele hacerse en esos casos, pidió la colaboración de los ciudadanos.

Domingo miró hacia algún lugar lejano, perdido, aunque pareció mirar sobre mi cabeza. Luego continuó.

―Creo no equivocarme: los nombres de las víctimas eran Lena Bag, Sylvia Fedba, Ronald Deade y Michelle Bageda. Te das cuenta, ¿no? Ningún Smith, ningún Berg, ningún Walsh, ningún Gold, menos todavía un Rossi o un Pérez, que es lo mismo.

Asentí con la cabeza.

―Un mes después ―prosiguió―, la policía encontró el cuerpo de un hombre que, después se dieron cuenta, en orden estrictamente cronológico, había sido la segunda víctima, un tal Elmer Gada. Al mismo tiempo, apareció otro cadáver; esta vez fue un latino: Manuel Cebade. Y entonces recibieron la llamada.

Como si fuera la primera vez que me contara la historia, sentí esa excitación que, cuando niño, me provocaban las historias de muertos y aparecidos contadas entre primos en la sobremesa de alguna reunión familiar. Domingo ya me la había contado en unos de los miles de viajes de colectivos compartidos entre la Vega y el centro, pero en ese instante sentí que estaba contándomela por primera vez y como un niño al que le narran un cuento cuyo final conoce pero ansía que se lo repitan, pregunté:

―¿Qué llamada?

―La del profesor de música ¬―me respondió Domingo―, un muchacho que daba clases en Columbia y que había asistido a un concierto en la universidad de su ciudad una semana antes del hallazgo del último cadáver.

Aquí Domingo hizo otra pausa y metió las manos en el bolsillo de la campera. Había empezado a refrescar. Giré la cabeza: la chimenea humeante señalaba la ubicación de la casa de Wood.

―El profesor les dijo a los policías que creía que existía un patrón musical en la selección de las víctimas ―continuó Domingo―. Les explicó que venía siguiendo la noticia y que, después del último hallazgo, y tras haber asistido al concierto, creía tener algo para aportar. Les señaló que tenía que ver con una cuestión musical. La policía, advertida por la cuerda de la guitarra eléctrica, prestó atención al dato y mandó a un oficial a hablar con él.

»El asunto era así: por las manos del profesor pasaban las partituras de todos los compositores que presentaban sus obras en la Universidad, o al menos de los que lograban que allí se interpretaran. Había escuchado el primer llamado a la ciudadanía mientras estudiaba una de esas partituras y le había llamado la atención que el apellido de la última víctima encontrada, Bageda, coincidía con la sucesión de acordes de esa partitura que estaba estudiando, pero no le había dado importancia.

Domingo volvió a detenerse, aspiró una bocanada de aire y me interrogó:

―¿Entendés no? Bageda. BAGEDA. Si, La, Sol, Mi, Re, La ―dijo, remarcando cada letra y cada sílaba.

―Sí ―le contesté con una sonrisa.

―Y entonces les contó lo del concierto. Les explicó que en la obra de aquel mismo compositor cuya partitura había estudiado y que se había interpretado unas semanas antes en la Universidad, la sucesión de acordes coincidía con las letras del apellido del último cadáver encontrado. Cebade: Do, Mi, Si, La, Re, Mi.

»El oficial le preguntó si existía la posibilidad de que revisara partituras más antiguas para verificar que la sucesión tonal de otras composiciones se correspondieran con los apellidos de las otras víctimas. Bah, no lo dijo en esas palabras pero en síntesis le pidió eso.

»Unos días más tarde, el profesor llamó al oficial para decirle que tenían que encontrarse, que había dado con la solución al enigma. Efectivamente, acertó a registrar los apellidos de todas las víctimas en la sucesión de acordes que figuraban en distintas partituras del mismo compositor.

»Unos días después, daban con el “asesino de la segunda cuerda”, como lo llamaron entonces, gracias a las obras que había compuesto.

―Pero la historia no termina ahí ―le acoté.

Domingo frunció la boca y, mientras aspiraba aire profundamente por la nariz, movió la cabeza como si se lamentara.

―Es cierto. Hay dos datos más, ambos interesantes.

»Por un lado, el profesor indicó a la policía que, a partir del análisis de las partituras, había, por lo menos, dos víctimas más. Les explicó que el serial killer composer, tal como lo llamó el muchacho ante la prensa, trabajaba en series de dos, no solo por cantidad de acordes en el apellido sino, también, por género, y que, por ende, antes de Lena Bag a la policía le faltaba hallar los restos de un tal Fed y, luego de Fed y antes de Elmer Gada, lo que quedara de una tal Bafa. ¿Será peor si me siento?

Tan absorto estaba yo en el relato que me sorprendió la pregunta.

―Se le va a congelar el culo.

Sin hacerme caso, Domingo se sentó sobre la nieve.

―Por el otro, simultáneamente con la detención del asesino de la segunda cuerda, la policía encontró otro cadáver, el de Abe Le Beage.

»Este último hallazgo les traía varias complicaciones. En primer lugar, se trataba de la primera transexual que había sido elegida como víctima. En segundo lugar, tal como lo señaló el profesor-detective, existía una sucesión de acordes tanto en su nombre como en su apellido: A-B-E y B-E-A-G-E. El profesor no pudo dar con ninguna partitura que presentase esas sucesiones armónicas. Y, por último, esta nueva víctima solo presentaba marcas en el cuello.

»Luego de ser declarado demente por la defensa, el asesino de la segunda cuerda aceptó los cargos por todos los asesinatos excepto el de Abe Le Beage. Aún hoy niega haber asesinado a la travesti.

»Durante este último año, dos teorías han ganado mayor peso en opinión de los especialistas: a) que ese último cadáver fue víctima de un copycat y b), que Abe Le Beage fue asesinada por el mismísimo profesor, el muchacho que ayudó a la policía. Por supuesto, hasta ahora, ninguna de las dos teorías pudo ser comprobada.

―¿Y a usted cuál le cierra mejor? ―le pregunté.

―La verdad es que me da lo mismo. Lo único que siempre me interesó de esa historia fue el vínculo entre crimen y música, la curiosidad de un profesor de música devenido detective.

―Y tal vez asesino…

―Posible pero nunca probado ―acotó, con un dejo de tristeza, e hizo una pausa. Miró en dirección al Lanín, cuya lejana cumbre parecía encenderse como una brasa con la luz del crepúsculo. Y después, como si no estuviese cambiando de tema, dijo: ―. Pronto va a nevar. ¿Notaste cómo en el silencio de la nieve se deslizan los sonidos que nos devuelven a la vida?

A lo lejos escuché una frenada y estiré el cuello. Cientos de metros más abajo, unos rollizos prolijamente apilados cruzaron sobre las copas de unas araucarias y desaparecieron de mi vista en dos o tres segundos. Supuse que allí debía estar la ruta; más precisamente, una curva en la ruta, y que aquello había sido el acoplado de un camión que se dirigía a Junín o más allá. ¿Por qué no correr hasta allá, correr cuesta abajo reventando el aire, exigiéndole lo imposible a esas extremidades que me salían del tronco como protuberancias ajenas, como fláccidos parásitos adheridos a esa superficie de carne que revestía mi columna vertebral, o rodar hasta allá, sin temerle a las rocas, los troncos caídos, los arbustos, o incluso arrastrarme hasta ese lugar donde asfalto y amnesia podían ser lo mismo, llegar allí para llegar más allá, a otro sitio, a otro nombre donde fuese posible recomponerme? ¿Por qué no hacerlo aunque en ello dejara el último aliento, se me acalambraran todos los músculos, perdiera todo lo que todavía creía tener? ¿Por qué no podía dejar a Domingo ahí, sentado sobre la nieve, y olvidarme de todo?

Durante varios meses, Domingo había sido para mí “el Hombre-eco”. Al menos así me refería a él en las charlas de sobremesa, en casa. Coincidíamos en la parada de colectivo, temprano por la mañana.

―Buen día ―le decía, acompañando la frase con una leve inclinación de cabeza.

―A ―me respondía, sin mirarme, siempre con la cara cubierta por un pañuelo hasta la base de los ojos y un gorro de lana multicolor.

Luego esperábamos en silencio, dos o diez minutos, que el colectivo nos recogiera. A veces yo lo miraba sin que él se diera cuenta, simulando interés por la nieve que caía sobre la ruta y preguntándome desde dónde vendría. Vestía siempre una campera verde que en la parte de atrás llevaba abrochada una capucha que, a menudo, cargaba nieve acumulada, seguramente, en el trayecto desde su casa hasta la parada. Las botas también eran siempre las mismas, de goma negra y con barro adherido a la suela y en los costados; los días de nevada se le blanqueaban los empeines. Mientras aguardaba, permanecía quieto en la banquina, a dos o tres pasos de la rudimentaria construcción de madera bajo la que yo permanecía con la esperanza de no sentir tanto frío. Cuando soplaba un viento helado, se pasaba las manos por los antebrazos, masajeándose con fuerza. Jamás lo vi usar guantes. Cuando el colectivo llegaba, él subía primero y le daba el billete al chofer, quien de inmediato le entregaba el boleto, sin mediar palabra alguna entre ambos. Una vez arriba, él se ubicaba cerca de la puerta delantera y yo me escabullía entre la gente hacia el fondo, imaginando que la nieve en la capucha del Hombre-eco se derretía y un hilo de agua le caía por la espalda hasta formar un charco bajo las botas negras.

Cuatro meses más tarde, una mañana de inusitado sol, se había quebrado la rutina del Buendía-A.

―¡Buen día, por fin llegó la primavera! ―le había soltado, sin darle tiempo a que hiciera de eco.

―No crea ― me había contestado y, de inmediato, me miró, para luego bajarse el pañuelo de la cara y sonreírme amablemente―. El servicio meteorológico anunció ayer que las condiciones climáticas variaban solo por hoy. Mañana vuelve el frío, seguro. No hay que descuidarse: no es lo mismo un calorcito que un verano. Hay que saber separar la paja del ojo ajeno.

Sorprendido por la inesperada verborragia me había animado a corregirle:

―Del trigo.

―Disculpe, sí, tiene razón ―había dicho inmediatamente, acompañándose con un balanceo conjunto de cabeza, brazos y manos―: “la paja del trigo”. “La paja en el ojo ajeno” ―había agregado, impostando la voz― pertenece a la esfera de lo privado. Y quién es uno para juzgar el gusto de los otros.

Ambos nos habíamos reído.

Es curioso: había visto su fotografía en el diario un centenar de veces y desde hacía añares escuchaba su voz en la radio, todos los domingos. Sin embargo, recién había podido reconocerlo al escuchar su risa. Sin poder dejar de reírme le había dicho:

―Yo a usted lo conozco. ¿Usted no es “Melómano Domingo”?

―El mismo ―y había estirado el brazo para estrecharme la mano―. Para servirlo.

―Encantado. Yo me llamo Abel Lupone.

―Ah, entonces somos colegas.

Su reconocimiento me había tomado por sorpresa. Me sentí halagado. Sin embargo, mi cara debió haber expresado algo distinto, porque se apresuró a decirme:

―Aunque trabaje para la competencia, escucho sus móviles todas las mañanas. Y también he leído sus artículos en ese pasquín que no merece tenerlo entre sus colaboradores.

Le sonreí, seguramente sonrojado. Nunca me atreví a preguntarle qué le interesaba de las notas que yo escribo sobre botánica y que aparecen mensualmente en “Mi tranquera”, una revistita local que publica mi hermano, hecha con seis hojas fotocopiadas a doble faz, y con la que, gracias a los auspicios, suma un dinero adicional a los importantes dividendos que le genera el vivero.

A esa charla inicial sobre la banquina, le habían sucedido otras, muchísimas, siempre de lunes a viernes. Nunca sobrepasaron los veinte minutos (salvo una vez que el colectivo tuvo un desperfecto mecánico y tuvimos que esperar quince minutos más a que llegase el reemplazo). Tal vez a muchos le resultase extraño que nunca las prolongáramos en el bar o en alguna de nuestras casas, pero creo que los dos suponíamos que esa brevedad y ese marco beneficiaban al trato que nos frecuentábamos.

Aunque “charla” tal vez no sea la palabra más exacta. La mayoría de las veces era Domingo el que hablaba y yo quien escuchaba, intercalando, a lo sumo, aquí y allá, alguna nota al pie o una pregunta. No es que el hombre fuera descortés; tampoco era una de esas personas que disfrutan escuchándose a sí mismas. Sencillamente, a mí me gustaba escucharlo y, por eso, lo instaba a continuar hablando.

Con el tiempo descubrí que aquel primer mote de “hombre-eco” tenía algo de cierto. Una de las fascinaciones de “El Melómano”, como lo llamaban en el medio radial, era “capturar”, como si él mismo fuera un radar, todas las noticias, los chismes e, incluso, las conversaciones que había oído al pasar en el bar o en la calle, para luego reproducirlos (en su columna, en su programa, en nuestras charlas de colectivo) sin perder los giros idiomáticos, los tonos, las expresiones, del original. Según me dijo una vez, él vivía ese talento como un castigo: “Es una deformación insoportable de mi oído absoluto”.

Más allá de su erudición musical, Domingo era un enciclopedista. Él mismo bromeaba sobre esto, definiéndose como un “homo enciclopedicus”. Pero la inserción de frases populares, modismos, idiotismos y refranes (cuando no, lisa y llanamente, un chiste verde) en sus disertaciones aligeraban la carga de ese saber enciclopédico y provocaban, en el oyente o el lector, incondicional simpatía.

Sin embargo, eran muchas las veces que Domingo me instaba a ponerme en el rol de orador.

―¿Qué le pasa hoy, Lupone? ¿Discutió con la patrona? Cuénteme usted, vamos, algún chanchullo reciente de esos que llaman noticias. No es que hago como el hombre aquel que no le hablaba a su esposa porque él no podía oírla. Hoy tengo ganas de que usted me parle, nada más.

A veces le contaba sobre cómo y para qué habían traído a la zona tal o cual especie forestal o le narraba alguna anécdota que mi esposa traía de la EPET donde ella da clases de Educación Física. Pero Domingo prefería que le narrara hechos policiales. Como en el pueblo no había muchos, a menudo yo recurría a información que me llegaba desde otros rincones de la provincia. Domingo disfrutaba de esos informes. Me decía que le hacían acordar a las historias que su ex esposa le contaba sobre su infancia en Córdoba, donde, como en casi todas las provincias, los pobladores resolvían los enigmas mucho antes que la policía pudiera dar con las pruebas.

Pero ahora la situación era distinta: yo le había pedido que hablara para distraerlo, para distraerme, para que ninguno de los dos pensáramos en lo que acababa de ocurrir y en lo que estaba por suceder.

Domingo dejó de mirar al Lanín. Yo lo miraba a él, sentado sobre la nieve, recortado contra el lago que, kilómetros abajo, esplendía un tono anaranjado. Otra vez me miró la mano, frunció levemente el entrecejo y me dijo:

—Ahora le toca a usted, Lupone. ¿Qué pasó con Wood?

Me asombraba lo metódico que era Domingo para abandonar el tuteo y empezar a tratarme de usted. Yo, en cambio, nunca me había animado a tutearlo.

―¿Qué? —me defendí, tal vez con demasiada vehemencia―. ¿Es amigo suyo?

—Sé que suena a un juego de palabras en inglés —agregó, con tono paternal—, pero los dos sabemos que ese tipo no es buena madera. ¿Usted de veras cree que yo puedo ser amigo de alguien así?

―¿Y qué hacía en su casa, entonces?

—Vine a buscar un disco. El domingo pasado, llamó a la radio y me dijo que tenía un disco de Profiaco que podía interesarme. ¡Cómo no iba a venir!

Alcé las cejas y me mordí el labio inferior, pero me mantuve callado.

—En uno de nuestros viajes me contaste que habías conocido a Wood en esas reuniones donde los ricachones del pueblo se juegan contratos y mujeres al póker entre litros de etiquetas negra y mucha cocaína —me dijo, para luego acotar con una sonrisa:—, además de la poco saludable provisión de Viagra a la salida. Pero nunca me dijiste cómo habías caído vos ahí…

—Es cierto —le dije, mientras me apoyaba contra una roca alta y sin nieve en la punta—, usted me lo preguntó pero ya habíamos llegado a mi parada y nunca le contesté.

―¿Tiene algo que ver con aquella noche?

Lentamente asentí con la cabeza.

—Ahí empezó todo —dije, casi para mí.

Domingo se inclinó en dirección hacia donde yo estaba.

—Abel —me susurró, como si estuviéramos en una habitación llena de gente y nadie allí tuviera que escuchar lo que estaba por decirme—: vos nunca estuviste en esa reunión.

A causa del contraluz, no podía verle los ojos, pero adiviné la mirada penetrante en los ojos de un verde casi grisáceo, esa mirada que se le instalaba en la cara cuando prestaba atención a un relato. De pronto sentí que un enorme cansancio me invadía y que tenía ganas de dormir dos días seguidos. La mano empezó a dolerme.

—El que estuvo en aquella reunión fue mi hermano. Siempre va a esas reuniones, desde hace años. Mi hermano es un boludo, usted ya sabe, pero es mi hermano, después de todo. No sé a qué va, qué encuentra allá. Un par de veces quiso llevarme, pero yo no quise. En realidad, no es que no quise. A veces me dan ganas, ¿sabe?, me dan ganas de saber qué se siente ser como esa gente: tener plata, poder, mujeres, poder manejar los hilos de todo lo que pasa en el pueblo sin nunca quedar pegado, hacer lo que a uno se le venga en ganas sin temor a un castigo, poder andar por la vida despreocupado de todo excepto de…

Algo cercano al pudor me obligó a callarme. Me percaté del silencio que nos rodeaba y pensé: “Tiene razón. En cualquier momento se viene una nevada”. Después volví a hablar:

—Esa noche mi hermano apostó el vivero al póker. Y perdió. Usted me dirá “que se joda”, y puede que tenga algo de razón, pero eso es porque usted no sabe, no conoce la historia, no sabe todo.

Hablaba sin mirarlo a la cara, como si estuviera contándole todo a la nieve que tenía bajo las botas.

Y entonces solté todo como si se tratara de una grabación que llevaba conmigo y a la cual le di play y ya no pudiera ponerle pausa. Le conté todo como si por esa narración obtuviese como premio los dos días de sueño ininterrumpidos que anhelaba o como si no me quedara otra alternativa.

—Usted no sabe, por ejemplo, que ese vivero, antes de ser de mi hermano, fue de mi viejo. Que mi viejo dejó en ese vivero toda su vida. Que murió intentando apagar un incendio al fondo del vivero, donde estaban las araucarias, un incendio provocado por los Heiligens, por el hijo de los Heiligens, ese viejo hijo de puta que ahora sigue fajándola a la esposa porque es mujer, nada más, porque él quisiera estar con un tipo que le rompa bien el culo pero eso es algo que nunca se bancaría, y le prendió fuego a las araucarias solo porque mi viejo le había ganado en un concurso de hacheros, fíjese usted, nada más que por eso, y lo mató de ese modo pero nadie nunca le hizo nada, y todo el mundo sabe que fue él el que provocó el incendio que mató a mi viejo. Y como mi hermano es el primogénito heredó todo, él que nunca le había dado bola al vivero y que, peor, le rompía las pelotas tener que ayudar a mi viejo con los árboles, los arbustos y las plantas y que solo soñaba con rajarse de acá, ir a Buenos Aires, irse allá para ser actor y salir en televisión o en el cine, que nunca le importó un carajo la tierra… Pero descubrió que el vivero podía dejar plata. La verdad es que no lo descubrió solo, se lo dijo mi mamá cuando volvimos del entierro y a él le brillaron los ojos, me acuerdo como si fuera hoy. Y se hizo cargo del vivero y tres meses después se mató mamá, se tragó todo un frasco de pastillas, la encontré yo, así muerta, en la cama, cuando le llevé el desayuno, el mismo día que yo había decidido que quería ser guardaparque. Entonces, mi hermano empezó a hacer de mi padre, a actuar de padre mío y, porque se le cantó, me mandó a La Plata a estudiar periodismo. Pero al año y medio yo me volví, qué mierda, me volví a cuidar el vivero, como lo hacía cuando vivía mi viejo, porque la que ahora es mi mujer me había contado, ya entonces, mire, y pensar que en ese tiempo éramos nada más que amigos y nos hablábamos una vez por mes por teléfono, yo la llamaba de un público que había en la esquina de enfrente donde alquilaba con otros tres amigos un departamentito de dos por cuatro, me había contado que mi hermano estaba haciendo desastres con el vivero y sin dar vueltas me tomé el micro y me volví y le expliqué cómo tenía que hacer las cosas, para no echar a perder todo, para cuidar lo que era de la familia, y mi hermano me prestó atención y aprendió, así, de golpe, y empezó a ocuparse y a ensuciarse las manos, y contrató a un japonés que era pariente de una abogada que recién había llegado al pueblo, y el japonés terminó de poner todo a punto, de poner todo en marcha, y después que lo dejó todo listo y mi hermano supo qué hacer, le dio una patada en el culo, lo despidió, mi hermano que cuando era joven se la daba de socialista y ahora andaba explotando gente, porque, por supuesto, a mí también me usó, dos, tres años, y cuando vio que los clientes me buscaban a mí y no a él para consultar, me consiguió el trabajo como movilero en la radio de uno de los sátrapas con los que se junta los viernes en esas reuniones. Y me lo consiguió porque yo ya me había casado y todos le habían criticado que con la guita que tiene había sido incapaz de ayudarme a comprar un ranchito siquiera, y que como regalo de bodas nos diera apenas un reproductor de dvd y un televisor. Pero a mí me hubiera gustado seguir en el vivero, y se lo dije, y él, a cambio, me dejó escribir los artículos esos que aparecen en “Mi tranquera” y también me deja ir todos los sábados a ver cómo está todo en el vivero, como para despuntar el vicio.

Cuando volví a alzar la vista hacia Domingo descubrí que estábamos en penumbras. Él no decía nada, pero yo alcanzaba a oír su respiración pesada y lenta.

—Por eso, cuando mi hermano me contó lo de la apuesta, lo increpé, pero él me dijo que no podía hacer nada, que las deudas de juego eran sagradas. Estuve toda la semana sin dormir, se habrá dado cuenta, ¿no?, por eso le prestaba poca atención en el colectivo, no era que no me interesaba lo que me contaba ni que no tuviera ganas de hablarle, nada más tenía sueño. Y hoy, al final, me decidí, y vine a encararlo a Wood, vine a decirle que es un hijo de puta, que uno no puede ganarle a otro toda una vida con una baraja, qué una vida, varias vidas juntas solamente porque los naipes fallaron a favor.

El viento comenzó a soplar y los diminutos copos de nieve, a caer. La voz de Domingo llegó a mis oídos con la liviandad de esa nieve.

―¿Sabés qué pasa, Abel, cuando dejás que otros toquen la melodía que uno compuso? Tu creación depende de una ejecución que te es ajena, a menos que vos la dirijas. Eso, a veces, no está mal: a menudo los planetas se alinean y el sincronismo se produce. Pero el problema no está allí, realmente. El problema es cuando sos músico de una orquesta y tenés que tocar una melodía que, al leer el pentagrama, descubrís que fue compuesta por vos y firmada por otro. Eso es peor. Porque, en el primer caso, si el ejecutante falla, te estropearon la obra; pero en el segundo, te la birlaron. Más raro es, todavía, cuando te piden que le hagas los arreglos a una pieza que, en el transcurso de su estudio, descubrís que te pertenece, pero también descubrís que la pieza tiene errores, aquí y allá, y que los arreglos te dan la posibilidad de enmendarlos. Es una situación en la que tenés que decidir entre la belleza de la obra y el reclamo de su autoría. No sé si tiene mucho sentido todo esto que te estoy diciendo, sinceramente. Me siento como borracho. Lo que quiero decir es que a vos te tocaron todas las más difíciles y que no es el turro de Wood el más culpable sino el cretino de tu hermano. Hay que saber diferenciar al enemigo del oportunista. Por algo nunca fuiste a esas reuniones. Que no me vengan con esas pelotudeces de que todo es relativo. Todos podemos, ¡debemos, ja!, diferenciar el bien del mal, y vos sabés por dónde pasa la cosa. Pasa la cosa, ¡qué expresión más ridícula! ¿Qué cosa, la de Hawks o Nyby o la de Carpenter?

Domingo soltó una carcajada para luego empezar a toser. Por fin dijo:

—El profesor que descubrió al asesino de la segunda cuerda podría haber sido mi mejor amigo. Pero tuvo que inventar a Abe Le Beage, y con ello perdió mi simpatía.

Domingo aspiró una profunda, sonora bocanada de aire, y luego agregó:

—Una vez, poco tiempo después de haber visto “Venga esta noche a dormir a casa”, conocí a una mujer que era igual a Ornella Muti. No digo parecida, sino igual. La Muti me había vuelto loco. Yo ya estaba casado y mi hija ya había nacido. Más aún, las cosas con mi esposa no andaban bien. Y esa Ornella porteña, con la excusa de una guitarra o unas partituras, se me insinuó… Mejor dicho, se me entregó, justo a la hora de cierre del local que tenía en esos años. Y yo pensé: ¿vale la pena? Quiero decir: ¿valía la pena arrojarme a esa imitación, a ese plagio, a esa suerte de belleza parida por la imaginación y preñada por el sinsabor, por la amargura de un matrimonio que fracasaba y de una hija a la que no podía mantener porque se estaba fundiendo la empresa familiar? ¿Era, incluso, justo para ese símil, que cediera a su deseo por un mero reflejo de mis frustraciones? Siempre, en algún momento, tocamos la música de otros, pero hay que ser cautos al hacerlo, hay que ver si vale la pena hacerlo, hay que entrenarse mucho para ese instante porque, cuando llega, lo mejor es dejar de tocar o improvisar y hacer fugas, variaciones, citas. No hay que soplar la nota de una trompeta ajena a menos que ese sea tu último recurso. Hoy, por ejemplo, iba a ir a almorzar alguno de esos platos elaborados, riquísimos, que preparan los chicos de Piedra Kenaz, pero, después me di cuenta, el primer impulso había sido porque ayer leí una nota sobre frutos del mar, y cuando me di cuenta caminé unas cuadras hasta La Rosa de Los Andes y ordené media docena de empanadas, que fueron mi manjar de mediodía, ¿entendés? Es como cuando te convertís en padre y te ponés a tocar la partitura que te enseñaron y te das cuenta que mejor es reescribirla porque o vos desafinás o tenía errores de armonía, porque si no te das cuenta te convertís en el asesino serial de tus hijos, serial o dodecafónico, ja, entendés, qué chiste culto, boludo, putamadre, lo que quiero decirte, ay.

La cabeza de Domingo golpeó contra el pecho; un ruido seco acompañó al golpe. Me quedé unos segundos mirándolo. Los copos de nieve fueron cubriendo su calvicie mientras él permaneció inmóvil: caían lentamente, con respeto, diría, sobre él, y no sé porqué pensé en Tony Bennett, en ese cantante que a Domingo le gustaba programar después de algún pianista argentino, Iaies, Díaz, Jodos o Larumbe, en Bennett cantando “Gone With The Wind”, y de pronto me encontré tarareando “Sometimes It Snows In April”, de Prince, que es la canción más triste que se haya escrito.

Me miré la mano. Había dejado de sangrar, tal vez por el frío. La tenía congelada, casi no la sentía. La sangre formaba una costra que cubría toda la superficie del dorso. Al menos se había aliviado el dolor.

Deslicé la espalda contra la roca hasta que me senté sobre el suelo. Se me vino a la mente la imagen de Domingo escapando de la casa de Wood, luego del altercado; yo corría tras él. Más aún, el detalle de los discos que Domingo había soltado en la carrera: uno en cuya tapa llegué a leer “El alma por la belleza”, y dos discos de pasta que atiné a tomar al vuelo: uno con el sello de RCA Victor que de un lado tenía impreso “Claire de lune” y del otro “Greensleeves”, cuyo intérprete era George Melachrino y su orquesta, y otro del sello Odeon con “Para Elisa” en la cara A, y en la B, “Nocturno del plenilunio”: P. Kalender, solo de piano. Me asombré de la precisión del recuerdo. Los discos se me habían caído en el ascenso, se habían hecho añicos contra unas rocas.

Si yo no hubiese irrumpido en lo de Wood en aquel instante para insultarlo y, al mismo tiempo, rogarle que no le quite el vivero a mi hermano, reclamándole lo que consideraba un bien de familia, ¿se habría calzado el Remington para disparar a diestra y siniestra por todo el terreno?

¿Podría haber evitado que las balas disparadas por ese ícono siniestro del venerable pasado de este pueblo, por ese demente hijo de puta, nos hiriesen a Domingo y a mí?

¿Acaso soy yo el culpable de todo? ¿Soy yo el culpable de que Domingo se interpusiera entre el Remington y yo, de que yo pusiera la mano entre el rifle y él, de que Wood disparase atravesando mi mano y que la bala diera, fatal, finalmente, contra Domingo, contra “Melómano Domingo”, contra el “Hombre Eco”, contra lo más parecido a un amigo o a un padre que he tenido desde que volví de La Plata a este pueblo?

¿Por qué no deja de nevar, no deja de oscurecer, no dejan de dolerme los hombros?

Cargo el cuerpo de Domingo, rumbo a la ruta. Algún auto tiene que pasar a esta hora, alguien tiene que recogernos. A veces, cuando me detengo para descansar un poco, sin querer, meto los dedos en el agujero que Domingo tiene en un costado del pecho.

Nieva como si nunca hubiese nevado en esta zona. Ya no se distinguen ni el Lanín ni el lago. El cielo es nieve, el aire es nieve, los párpados están cubiertos por la nieve. Camino a ciegas, cuesta abajo, el peso de Domingo contra mi espalda. No siento la mano, solo el golpe de la campera de Domingo contra el brazo.

Oigo las aves, los pasos, las ramas y todo aquello que quiebra el silencio de la nevada. Tropiezo, tres, cuatro veces. Todo me es ajeno. Lo único que reconozco son las lágrimas que me caen por las mejillas y se congelan donde me nace la boca.

 


 

MARCELO GOBBO (18 de febrero de 1966, Buenos Aires, Argentina) es escritor y realizador audiovisual. Ha publicado: Contra la fatiga del arte. Notas sobre cine, literatura y otras yerbas (Ediciones de La Grieta, 2012), Barbarie y civilización (cuentos y relatos, Ediciones El Camarote, 2012), El humo de la noche (poesía, ilustrado por Viviana Errecalde, La Grieta, 2013), Olvido la marcha que tiene música (poesía, en colaboración, La Grieta, 2014), Mini (microficción y poesía en prosa, Vela al viento Ediciones, 2015 y segunda edición 2016), El repliegue (poesía, El suri porfiado, 2015), Comoe (poesía, en colaboración, La Grieta, 2015) y Bodega (novela, Ápeiron Ediciones, 2018). Otros textos de su autoría figuran en antologías de distintas partes del mundo. Obtuvo una veintena de distinciones nacionales e internacionales. Vive en San Martín de los Andes (Neuquén, Patagonia Argentina) desde 2004.

 

Fotografía: cortesía de Lucas Newton.

 

Una y otra vez

La muerte viaja en una Olivetti

 

En la línea del cuento moderno cultivado por Cortázar y Rulfo —como observó Giardinelli—, pero arrastrando la tradición de la novela negra que es ya un sello de la escritura de Molfino, “La muerte viaja en una Olivetti” sin dudas se sitúa en la categoría de los grandes cuentos argentinos.

Un cuento genial, memorable, escrito por primera vez en la cárcel, en el período en que Molfino estuvo preso durante la última dictadura militar. Allí, contó en Página/12, había escrito muchos relatos, pero al ser liberado, al cabo de cinco años, salió de la cárcel con las manos vacías y la voluntad de escribir mortificada. Y sin embargo, con el tiempo, el mismo viejo ruido que surgía en la celda y lo impulsaba a escribir, volvió a dejarse escuchar. “La muerte viaja en una Olivetti” fue el primero de todos los cuentos que recuperó de a poco, con paciencia, buceando en la memoria de las palabras.

Publicado originalmente en 1994 dentro del libro de relatos El mismo viejo ruido, ha sido desde entonces una joya difícil de conseguir. Este año, al fin, la colección Mulita acaba de reeditar el libro. Y aquí va, entonces, una muestra del talento de este escritor nacido en Buenos Aires pero criado en el Chaco, su patria adoptada.

 

 

LA MUERTE VIAJA EN UNA OLIVETTI

 

Noticia preliminar

 

Ralph Endicott, de origen estadounidense y sin más datos de filiación, fue hallado muerto de bala en horas de la tarde del 16 de junio, a un costado de la Ruta 11, en las afueras de la ciudad de Resistencia, provincia del Chaco. El occiso presentaba dos impactos, presumiblemente de calibre 38, en el espacio intercostal izquierdo, uno de los cuales perforó las aurículas provocándole la muerte.

El cuerpo se encontraba en posición decúbito dorsal, semioculto en los últimos dos párrafos de un cuento titulado “La muerte viaja en una Olivetti”, cuyo autor se trata de individualizar.

 

I

Viejos sueños de papel

 

A Ralph Endicott le fastidiaban los atardeceres y las mujeres excesivamente flacas. Lo sabía demasiado bien y sobre ese andén había todo eso: un atardecer y muchas mujeres flacas.

Buscó un banco vacío, se sentó y apoyó su maleta contra un basurero. Aflojó el nudo de la corbata, con ambas manos estiró hacia afuera los puños de la camisa e intentó un gesto resuelto, distraído.

El aire empañado y sucio de la estación flotaba fosfórico, casi triste, teñido de humo y voces muertas. Debajo de su viejo traje de gabardina azul se sentía un marciano en Buenos Aires.

Mundo de mierda, dijo a nadie Ralph Endicott. Se sorprendió alentado, como abrigado por “mundo de mierda”. Lo repitió y tuvo la impresión de haberse bebido un doble de Old Forester, sin hielo, claro.

El andén se empezaba a llenar: hombres, valijas y humo. Resopló la locomotora, los pistones le apuraban el asma. Echaba nubes de vapor entre las ruedas como quien dice cosas sin sentido. El olor ya era insoportable. Cualquiera hubiera dicho que estaban fritando grasa sobre los rieles. Hacía frío y Ralph Endicott tenía hambre. No probaba bocado desde dos días atrás y a su edad eso era injusto. Se hallaba sin empleo y sus últimos pesos los había jugado en una apuesta en la que no creía: viajar al Chaco.

Ralph había sido personaje secundario en una novela de Scott Fitzgerald, en Hermosos y malditos. Nada importante por cierto, sólo un extra anónimo que cruza por White Plains. Así y todo, fue su trabajo más significativo. Trabajar para el talento de Scott había sido un placer. Odiaba un poco a Zelda. Jamás se borraría de su mente aquella noche en que Zelda, borracha como una cuba, discutió con Scott sobre el pasaje donde Ralph aparecía. Poco faltó para que su presencia en Hermosos y malditos se fuera al demonio. Borracha, murmuró Ralph, borracha y cagadora.

Desde entonces, la suerte le había mezquinado oportunidades. Sólo papeles sin relieve, intrascendentes, en historias de escritores fracasados, incapaces de unas cuartillas más o menos doradas. ¿O es que acaso alguien recuerda a Archibald Dawn, por ejemplo, o a Denisse Murphy? Sólo escoria, pésima literatura.

Dawn fue el único que llegó más allá de la esquina de su casa: su cuento Ruedas de asfalto fue premiado por The New York Review of Books, en 1947. Y hasta le pagaron trescientos dólares. Allí Ralph hizo de jardinero en un dra­ma doméstico con aristas policiales ubicado en la clase alta de Bay City.

Echó una ojeada a su reloj. Aún faltaba media hora para que su tren se pusiera en marcha. Abrió su anotador y revisó una vez más el nombre del escritor que le habían recomendado visitar. Hace calor en el Chaco, Ralph, le habían dicho.

Es como un trópico: mosquitos, plantas verdes, enormes, que impresionan como venenosas; serpientes, mujeres morenas, mucha cerveza y noches pegajosas. Y sobre todo, historias de campesinos, seguro. Ojalá te vaya bien, le habían dicho.

El maldito olor a estación lo estaba descomponiendo. Le dolía la espalda, aunque más le molestaban las tripas vacías. Era tan desconsolador como ver el Madison Square Garden deshabitado. O peor.

Se recostó contra el respaldo del banco y decidió que el único basurero era el andén. Había de todo, un supermercado de inmundicias: desde vasitos de papel abollados hasta una sandalia que debió pertenecer a Cleopatra. El basurero metálico de su lado, comparado con el paisaje, parecía un quirófano.

Un tipo ridículo de traje de franela gris perla con un clavel mayor que una dalia cruzó frente a Ralph y lo saludó con suave cortesía.

Con Denisse Murphy logró atravesar la década del cincuenta sin apurones. Denisse era una fotógrafa de Kansas que intentó la literatura. Sus cuentos eran muy malos y su única novela todavía debe servir para amenazar a los niños que no quieren tomar la sopa. Hizo de todo con Denisse: mecánico que va a la guerra y es herido en el Pacífico, un amante ocasional de Brenda en Agua de nácar, cuencos de plata, y hasta personificó a un sargento de policía que arresta al doctor Zweig, cortándole una brillante carrera de estafador de corazones femeninos. Por temor a pasar hambre es que duró tanto tiempo entre las insulsas páginas de Denisse.

Durante los años sesenta las cosas cambiaron. En New York se vivía una verdadera epidemia de novelas y cuentos. Los muchachos se las traían, querían contar todo de golpe y de paso le hacían ojitos a Hollywood.

De aquella época recordaba con emoción esa mañana en que poco faltó para ingresar en un texto de Norman Mailer. Hubiera sido consagratorio, pero no pudo ser. El relato La traición y la duda fue destruido por Mailer después de que se intoxicara con una buena cuota de Seconal.

Sobre el andén las cosas iban de mal en peor. La noche rojiza de Buenos Aires lanzaba lenguas negras en los rincones y los fluorescentes lloviznaban su luz dura, de hielo, sobre viajeros y parientes que chillaban como si la despedida les importara. Un hombre se le acercó y le pidió fuego. Ralph creyó que merecía fumarse uno. Le quedaban seis cigarrillos más un atado, el último, un Lucky envuelto cuidadosamente entre sus camisetas: era todo su capital.

Chupó el cigarrillo y dejó que el humo escapara por la nariz y la boca. Lo necesitaba. Se sentía decididamente mal, abandonado en un mundo desconocido, sin más armas que su experiencia.

Su gran amigo Meggs Gilmore, protagonista de tantas novelas de misterio en los fines de los cuarenta, había dejado todo para refugiarse en una biblioteca de Chicago. El Chaco sonaba a Chicago. Ligeramente feliz, hizo un orificio de su boca y comenzó a silbar “You are my sunshine”. Sonrió, porque a Charles W. Smiley le gustaba teclear su vieja Underwood tarareando ese tema. Smiley era un gran caso de estupidez. Se creía el heredero de Hemingway. Si bebía como un corsario no era por otra cosa. Se ufanaba de conocer a Tom Wolfe y no era cierto. Ralph había trabajado con Smiley en dos relatos. El único que merecía algún recuerdo era “Escenas macabras, publicado por The Horror Magazine. El otro, “Luces bella, Ligeia”, fue comprado por un editor de Boston al que le faltaron las agallas para llevarlo a una imprenta.

La locomotora relinchó y volvió a descargar vapor como si se fuera enardeciendo de a poco. Chaco, dijo Ralph, y se levantó cargando su maleta. Buscó en su bolsillo y extrajo el pasaje. Vagón 9, asiento 94. Marcado con tiza rápida, el vagón mostraba un 9 enorme. Ascendió. Llegó hasta la butaca 94, ventanilla; acomodó la maleta en el contenedor aéreo, se alisó el saco y se sentó con un bufido.

Su asiento no daba al andén, lo cual le pareció perfecto. Odiaba las despedidas. Su paisaje era penumbroso, daba a otros andenes gemelos, cruzados muy de vez en vez por siluetas atareadas en cuestiones incomprensibles. Se repasó el pelo con la mano y una vez más sintió el alacrán del hambre tironeándole el pellejo del estómago. El escritor del Chaco acabaría con ese monstruo. Carne asada, ensaladas y sopa bien caliente. Tal vez whisky. No sería Old Forester pero tendría lo suyo. Y café, mucho café. Más allá los rieles se enturbiaban, mezclándose. Sólo Dios o un escritor sabrían hacia dónde marchaba esa maraña.

El tipo ridículo de traje de franela gris con enorme clavel en la solapa se acomodó en uno de los asientos del costado. Volvió a sonreír con un leve golpe de cabeza. Un idólatra de los buenos modales, evidentemente. Ralph le devolvió una sonrisa tan expresiva como un cenicero de plástico. El tipo ridículo pareció apaciguarse y se reclinó contra el respaldo, blandamente, como si estuviera convencido de que el mundo es una delicada pelotita de algodón.

Sus últimos trabajos habían dejado mucho que desear. Bien pagos pero detestables. El Puente y los álamos de William Corso (un asco) y Réquiem para Zoe, fiasco experimentalista a cargo de uno de los pesos pesados de la neurosis: Donald Pearson. Ralph casi enloqueció con Pearson: lo hacía beber Coca Cola vestido de astronauta durante el velorio de Zoe, y en el capítulo final –que en realidad era el principio– no había hecho otra cosa que tropezar entre adjetivos poco felices y batallado con una puntuación tan arbitraria como demente. Si alguien intentó comer un helado de látex, sabrá de qué se trata Réquiem para Zoe. Es que había que durar hasta tanto se abrieran las puertas doradas de la gran oportunidad. Algún día tendría que llegarle. Como a su amigo Dave Garrison: de personaje más que secundario a semi protagonista en Féretros tallados a mano. Si bien fue muy duro trabajar para Truman Capote, aquello fue un golpe de suerte.

No acertaba a saber si era el cansancio o una corazonada; lo cierto es que Ralph notaba una inquietud eléctrica en su cuerpo. Conocía demasiado bien los climas y los tempos de los cuentos. Desde su asiento olía que algo no caminaba bien, como que algo se había puesto en marcha sin su consentimiento. Siempre que fue contratado, Ralph impuso como condición saber de antemano su suerte. No soportaba verse expuesto a un destino desconocido. Era una regla de oro. No se explicaba cómo hacían los autores para vivir ignorantes de lo que pasaría con ellos un día después de una página.

Desasosegado y difuso, los ojos arenosos por el sueño, vio sobre un lejano andén a dos ininteligibles hombres hablando. El corazón le dio un vuelco. Por un instante supuso que el tema de aquella distante charla era él mismo. Giró el rostro hacia el hombre ridículo y se serenó: leía un diario.

El alarido de la locomotora lo despabiló. Los chorros de vapor crecían a los costados del vagón. El tren trepidó como si los metales se hubieran encolerizado. Pero todo quedo allí. Le llegaban, ajenos y afilados como pequeños vidrios molidos, los rumores de las despedidas en el otro lado. Entrecerró los ojos, y al rato Ralph dormía profundamente. La barba le crecía desde hacía trece horas y ya le sombreaba la mandíbula. Una mueca negligente había quedado congelada en los labios finos.

El vagón viajaba con poco pasaje. Ningún niño, unas pocas mujeres y otros tantos hombres que, minutos después, atacarían patas de pollo, empanadas, se engrasarían las manos y beberían de botellas recubiertas con pudorosos papeles de diario. El tren se puso en marcha.

Buenos Aires empezó a desaparecer entre relámpagos de neón. Ralph roncaba. Las luces parpadearon y el vagón quedo semi iluminado. Algunos fumaban y miraban la ventanilla rugiente, ciega, mientras cruzaban la noche. El hombre ridículo del traje de franela gris con enorme clavel en la solapa, cruzado de piernas, envaneciendo el cuello, más parecía asistir a una velada del Colón que a ese traqueteo isócrono que zarandeaba el vagón. Un viento de orines llegó desde el baño. Aquello ya era un viaje.

Cuando el hombre grandote, vestido de sobretodo de pelo de camello, estaba por arrojarlo al acantilado y Sheila hojeaba un libro del cual chorreaba una sangre oscura y humeante, Ralph despertó. Su pecho subía y bajaba al ritmo de una rumba. La boca parecía de piedra pómez o una cloaca. Calambre en el brazo izquierdo, chirridos y telarañas en la nuca, los párpados de plomo, la sensación de que su pelo servía de nido a una gallina gorda: Ralph se sentía menos un hombre que una desvencijada máquina de coser. Se encaminó hacia el baño.

En la fría sombra del pasillo, un hombre fumaba recostado en el aluminio del lavabo. Ralph lo rozó al entrar al baño. Orinó largamente, sin respirar: aquel aire competía en peligrosidad con el de Hiroshima, minutos después de la bomba. Se lavó la cara con el chorrito mezquino de la canilla. El hombre que fumaba en la sombra existía sólo por la brasita del cigarrillo.

Ralph regresó secándose con el pañuelo. Meneó la cabeza. Algo no encajaba en ese viaje. Quién demonios me garantiza que ese escritor del Chaco existe. Recordó que fue un tal Erdosain quien le garabateó el nombre en una servilleta de la confitería Las Violetas. Erdosain. Un tipo exitoso en este país. Protagonista de varias novelas, medio raro, más que raro, extraño. Viejo y algo excéntrico, vivía de recuerdos, retirado y haciendo beneficencia. Sintió piedad por la noche. Encendió un Lucky. El humo le hizo toser. Le dolía la espalda y su estómago estaba invadido por cientos de hormigas que le comían las paredes. Se estiró cuanto pudo y dejó que sus ojos resbalaran en la noche. Jirones de niebla espesa rayaban la oscuridad. Por qué soñar con Sheila, justo ahora. No Sheila O’hara sino Sheila Hambletton, la que hizo de enfermera secundaria en Adiós a las armas. Nada menos que con Hemingway. Ella fue algo fuerte en el corazón de Ralph Endicott. No pudo ser. Eso es todo. Estaba loca por Manny Foster, un tipo sin escrúpulos que vivía de personaje en novelas porno y coqueteaba con los intelectuales del Village. Qué piernas las de Sheila.

Todo estaba tan lejano.

El hombre ridículo del traje de franela gris ahora se dedicaba a parecerse a un profesor de Princeton observando una clase de estética. Reclinado sobre un melancólico puño miraba al vagón sin muestras de ningún cansancio. Sus ojitos huidizos de intrigante, de tanto en tanto, tocaban a distancia a Ralph y ascendían rápidamente como si buscaran mariposas del Amazonas a mitad del techo. Ralph apagó la colilla contra la suela de su zapato, se frotó la barbilla, bostezó y volvió a dormirse.

No se despertaría hasta las siete de la mañana.

 

II

Ganándose la vida a golpes

Su pasaje, señor, dijo la voz. Ralph vio todo verde. El aire verde quemado por cigarrillos. Un aire de cuerina verde. Las quemaduras de cigarrillo eran cráteres veteados de negro y marrón. La mano estaba a diez centímetros de su nariz. Había amanecido. La luz golpeó sus ojos. El inspector de pasajes seguía extendiendo la mano. Se arregló el pelo mecánicamente, se incorporó en el asiento. Buscó el pasaje y se lo entregó. Con dos clics el inspector lo perforó y se lo devolvió. Ralph se desperezó y bostezó con un gemido fastidiado. La mañana era nublada y según su reloj eran las 7,05. El frío lo obligó a ajustarse la corbata. ¿A quién se le ocurre quemar con cigarrillos el asiento delantero? Con pesadez admitió que no estaba atravesando el mejor momento de su vida. Volvió a desperezarse.

El tren se encontraba detenido a la vera de una estación, en mitad del campo. Una gorda discutía con un viejo enfermizo y flaco. Una lucha desigual. Dos gallinas y un gallo patrullaban el andén invadido por el pasto. Las tripas vacías gimieron y Ralph lo lamentó más que ellas.

El hombre ridículo estaba parado a su lado, con el traje de franela gris impecable. Notó que el clavel o estaba agonizando o ya era un hermoso cadáver blanco.

—Buenos días —dijo con voz limpia el hombre ridícu­lo—; como estamos solos en el baile de este viaje, pensé que podría invitarlo a desayunar en el coche comedor, si no lo toma a mal, por supuesto. Ralph lo miró desconcertado. Por favor, insistió el hombre ridículo. La invitación lo salvaría de una muerte segura: el estómago de Ralph ya era una pasa de uva. Dijo que sí, cómo no, pero antes me mojaré la cara. El hombre ridículo sonrió satisfecho.

En los lavabos del pasillo no quedaban rastros del fumador nocturno. El agua caía por gotas. Se restregó los ojos y logró juntar la suficiente como para hacer un buche. Cuando escupió creyó que allí se iban los pedazos de noche que había tragado mientras roncaba.

El coche comedor distaba dos vagones. Los pasajeros que vio al pasar se le ocurrieron siluetas de papel recortado mecidas por una brisa que ayudaba a convencerlo de que estaban vivos. El hombre ridículo caminaba detrás de Ralph, oliendo a lavanda. En el cruce entre un vagón y otro, el hombre ridículo arrojó el clavel muerto por una de las vertiginosas puertas. Todo dura tan poco, suspiró.

Un detalle llamó la atención de Ralph. El hombre ridícu­lo, tan Princeton, tan Míster Modales, parecía simular esa prolija condición. No atinaba a determinar qué resquicios de él alentaban esa sospecha. La puerta de madera del coche comedor le interrumpió los pensamientos.

Se sentaron a una de las mesas. Dos cafés con leche completos. En la mesa vecina, una mujer pecosa, rubia-huevo, mojaba una medialuna gigante en su taza. Frente a ella, un marido gordo, calvo y rosado, hablaba a las moscas. Más allá, un solitario de campera color ratón fumaba al borde de una taza de café negro. El resto de las mesas estaba vacante.

—Mi nombre es Larsen —empezó el hombre ridículo—. Soy uruguayo y viajo al Chaco por negocios.

Se desprendió el saco y con un golpe de mano abrió los faldones. Ese movimiento dejó al descubierto, fugazmente, la cintura gruesa de Larsen. También, la culata de una pistola.

Larsen hablaba de importaciones y exportaciones, desinteresado por saber quién diablos era Ralph. Como si ya lo supiera, pensó. Ralph anotó mentalmente: mi acento extranjero tendría que haberle despertado curiosidad; ¿es un char­latán vocacional o habla tanto de sí para que yo no sospeche nada?; ¿qué cosa podría sospechar yo? Llegaron los cafés con leche.

Ralph, en ese instante, escuchó que Larsen le comentaba que era gerente general de Astilleros Petrus, en una ciudad llamada Santa María. El mozo estibó sobre la mesa los desayunos y se retiró luego de recibir un afable gesto de Larsen, versallesco, excesivo.

Ralph devoró sus medialunas y bebió el café más pausadamente. Larsen casi no tocó su desayuno. Simplemente hablaba y hablaba, melifluo y educado como un Phi Beta Kappa demasiado presumido.

No cuajaba esa pistola en un gerente general de lo que fuere. Y en líneas generales, nada cuajaba con nada. Ralph se preguntó qué cosas sospechaba su maldito cerebro. En ese instante en que la realidad parece bajar los brazos, Ralph pudo observar, sin estupor ni sorpresa, de qué modo la luminosidad gris de la mañana roía la costra afectada con que Larsen se embadurnara durante el viaje. La sonrisa de Larsen ahora aparecía cruel y sus carnosos labios no podían ocultar más el brillo perspicaz de la saliva. La papada empolvada y los brazos cortos se movían con delicada pesadez, al compás de una voz que parecía costarle falsificar. Como una crisálida monstruosa, el hombre ridículo del traje gris perla daba paso a un Larsen definitivo, obsceno, irreparable. Ralph fue sacudido por un escalofrío. Tom Malgash le había comentado alguna vez que los verdaderos rufianes, los más arteros y peligrosos –cualquiera sea la trama– en el principio de las narraciones aparecían distraídamente aburridos, insospechados. Ralph dio por terminado el desayuno. Usted disculpará pero no me siento bien, dijo Ralph. Larsen no sólo no objetó sino que lo ayudó a excusarse. Regresaron al vagón.

Cuatro horas después del desayuno, Larsen insistía con sus atenciones: un cigarrillo, el diario, etc. Ralph creyó necesario despabilarse en el aire helado del pasillo. Junto a la puerta de los lavabos fumaba el solitario de campera que había visto en el coche comedor. El fumador nocturno, pensó.

El violento viento que arrachaba el pasillo hizo reaccionar a Ralph. Tenía que pensar.

Se recostó a dos pasos del fumador solitario y vio todo más claro.

Maldijo a Erdosain. Viejo traidor. Si todo era como se imaginaba, estaba metido hasta el cuello en un cuento. Erdosain lo había entregado por un puñado de billetes o, tal vez, por simple placer. El viejo y simple placer de traicionar. Lo que lo abismaba era que desconocía la trama.

Sólo tenía claro una cosa: él era la presa. En este punto, el corazón le retumbó en el pecho. De ser todo así, se trataba de su primer papel protagónico. Una parte de Ralph vivía una turbia alegría, la otra maldecía el precio de esa gloria. Erdosain le había conseguido empleo de muerto.

Encendió un cigarrillo, el último de ese atado. Pálido y sombrío, clavó sus ojos en el paisaje lleno de árboles, campos y vacas veloces. ¿Cómo no se dio cuenta antes? Viejo Ralph, ya no sos el de antes. Sencillo. El bastardo que está tecleando, persiguiéndome renglón tras renglón, ha sabido crear esos climas tan familiares en mi pasado. Tosió. Me siento un estúpido pececillo. Y ahora me estoy ahogando en mi propia agua.

Nadie lo ha hecho antes, sé que es difícil, pero lo intentaré: no dejaré que acaben con el viejo Ralph Endicott.

Tiró el cigarrillo y volvió sobre sus pasos. El fumador solitario seguía con su guardia silenciosa y tabacal. El tren se detuvo. El sol de las doce calentaba la estación polvorienta. Ralph sentía el ardor duro del pedregullo debajo de sus suelas. Hacia donde dirigiera su vista, la respuesta eran pastizales, campos planos interrumpidos por esporádicos grupos de árboles. Podría ser su oportunidad: escaparía hasta localizar una carretera y desde allí todo sería más fácil.

Lentamente se encaminó hasta la caseta de maderas podridas. Por la ventana, vio al encargado de la estación ocupado en una transmisión telegráfica. Ganó la parte trasera de la caseta y sus ojos chocaron contra una camioneta Ford que, a veinte metros, esperaba vacía bajo un árbol tieso y alto. Comenzó a marchar hacia el providencial vehículo. No quería correr: sería mejor hacerlo con calma, sin ruidos ni estampidas.

—Pero Ralph, ¿por qué nos deja? —la voz de Larsen era socarrona y dura.

Cuando el tren reanudó su camino, Ralph sabía dos cosas: que Larsen estaba dispuesto a cualquier cosa y que si deseaba zafar de la ratonera tendría que pelear bastante.

Larsen dormitaba o simulaba un sueño. Ralph decidió imitarlo. Su boca parecía segregar una saliva seca, espumosa, de ácido muriático.

A media tarde, el inspector de pasajes volvió a hacer su recorrido. El tren avanzaba entre altas paredes de polvo y bajo un sol aplastante, a pesar de la hora. Eso era el Chaco. El frío se había disuelto entre los fulgores y contraluces de ese corredor del infierno. Esa luz despiadada le impidió mantener los ojos cerrados por mucho tiempo. Se hallaba a dos horas de Resistencia, el punto final.

No sólo no había dormido o simulado un sueño sino que se había agotado imaginando fugas, trompadas contra Larsen, y también los balazos de Larsen reventándole las tripas. ¿Por qué no golpeó a Larsen cuando éste lo sorprendió yendo hacia la camioneta? Se dejó confundir. Como si todo estuviera dicho entre ellos, Ralph y Larsen regresaron al tren, nerviosos, bromeando, estremecidos por la tensión y el odio. Ralph buscó a Larsen de reojo.

El ex hombre ridículo no se encontraba en su asiento. Ralph respiró hondo y salió en busca de un nuevo agujero para huir de esa pesadilla. Antes de ingresar al pasillo se preguntó cómo se llamaría este cuento. Aunque era imposible, creyó sentir el repiqueteo de las teclas sobre su espalda.

Cruzó el pasillo envenenado de orines y al abrir la puerta del vagón contiguo una muchacha llevó por delante a Ralph. La contuvo con sus brazos e impidió que trastabillara. Ella acomodó la mata rojiza de su pelo y estacionó un par de ojos de lapislázuli sobre Ralph. Perdón, dijo la pelirroja y, bruscamente, su cara se llenó de asombro. Era bonita.

— ¡Oh! ¡Pero usted es Ralph Endicott! —exclamó la chica—. Deseaba conocerlo, sé que usted tiene mucha experiencia en esto. Yo estoy empezando, ¿sabe? Éste es mi segundo trabajo. ¡Oh, Dios! Cuando lo cuente no me lo van a creer. ¡Atropellé a Ralph Endicott! Ralph sonrió con labios cansados.

—Debes darte por satisfecha, linda. Hasta te han dado un bocadillo. Hay muchos que se vuelven viejos esperando que les tiren un diálogo. —La pelirroja se alejó con dramáticos cimbronazos de nalgas. A pesar de todo, Ralph sintió como una bruma de orgullo creciendo en su pecho. Aquella chica hablaría de él, seguramente, cuando todo hubiese pasado.

El coche comedor era el próximo vagón.

Larsen tomaba una cerveza con el fumador solitario. Los espió desde el vidrio de la puerta sin saber qué hacer. Si supiera la razón por la que me quieren liquidar. Por Dios, sólo la punta del hilo para saber hacia dónde carajos va todo esto.

Los ojos de Endicott tropezaron con uno de los pasamanos adheridos a los costados de la puerta del pasillo. Era de metal macizo y estaba casi desprendido. Echo una ojeada hacia el interior del coche comedor. Todo en orden. Larsen gesticulaba, ampuloso, frente al fumador solitario. Los vasos todavía contenían cerveza.

Le costó. El soporte ya era una manteca, pero como el remache estaba aplastado la cosa no fue fácil. Cedió con un clac y el pasamanos quedó, pesado y brillante, en el puño de Ralph. Sintió que tragaba lava hirviente. Oleadas rojas de calor le arrasaban las mejillas, el cuello, las axilas. La tarde había empezado a decaer. Ralph temblaba. Larsen llamó al mozo y pagó con unos billetes enormes y viejos. El tren había aminorado la marcha.

Vamos, Medina, estamos llegando, dijo Larsen. El fuma­dor solitario miró hacia afuera y dijo –como si oliera un mal perfume–: Me preocupa en qué lo vamos a llevar. Vos, tranquilo, dijo Larsen, nos están esperando en la estación.

Las primeras casas pasaban dóciles y calladas a los costados de las vías. Medina avanzó mientras Larsen, detrás, dejaba caer un billete de propina sobre la mesa.

El primer golpe de Ralph dio seco contra el hombro de Medina. El segundo estalló en la cara con un ruido húmedo de huesos rotos. Bañado en sangre, Medina resbaló de espaldas por la escalerilla y voló como una bolsa de papas fuera del tren. Cuando Larsen levantó los ojos, la descarga de metal le llegó al cuello. Gimió, rodó, chocó y se detuvo contra las patas de uno de los asientos del comedor. Ralph, jadeante, con el pasamanos ensangrentado basculando en su brazo derecho, miraba a Larsen, estupidizado por el terror: Larsen había quedado fuera de su alcance. La mano regordeta sostenía la pistola.

Ralph se arrojó al piso: el primer balazo le rozó la oreja. El segundo, un estruendo que se multiplicó en el pasillo, se incrustó en la puerta. Larsen se había reincorporado. Más gordo y enorme, disparó nuevamente. La rodilla de Ralph no encontró el piso: lo chupó una sensación de vacío mientras sus costillas crujían. Fue el vértigo lo que impidió que Ralph supiera que estaba viajando por el aire. Cuando abrió los ojos, casi en el momento de rebotar contra el terraplén, vio a Larsen, perniabierto, llenando de estampidos el atardecer, al compás lento y traqueteante del tren entrando en Resistencia.

 

 

 

Epílogo

Dio volteretas, tragó pasto, rebotó y resbaló hasta aquietarse en un pastizal. Antes de desvanecerse, creyó que su cuerpo era una vidriera hecha añicos. Se movió, y el perro que lo estaba olisqueando retrocedió para después marcharse con un trote desconfiado. Le costaba respirar. Era como tener una aguja para coser colchones ensartada entre las costillas. Ralph, se dijo, Ralph Endicott, muchacho, lo lograste. La noche empezaba a insinuarse entre los rayones malva y añil que esfumaban el cielo.

Estuvo ocupado en pararse unos diez minutos. Los dolores eran como campanadas que resonaban en su cráneo. Todo era campo, silencio, árboles y dos casitas lejanas. Las evitaría.

La idea era alcanzar una carretera, hacer dedo y huir lo más lejos posible. Larsen — pensó—, ya no nos veremos más. Y sonrió entre punzadas.

Se preguntó cómo seguiría todo en el tren. El mundo conforme, se dijo, Larsen, yo y ese escriba que lo tramó todo. Mi caída del tren bien puede pasar como mi muerte.

Con el brazo izquierdo apretándole las costillas rotas, Ralph comenzó a caminar. Cada paso era una llovizna de alfileres sobre su cuerpo. Un aguijonazo lo paralizó, lo obligó a cerrar los ojos y contener la respiración. La espalda y la cadera parecían haber soportado el paso de toda la infantería de marina de los Estados Unidos. Abrió los párpados de a poco. La luz era dificultosa. A Ralph le costó creer en lo que veía.

Las casitas lejanas habían desaparecido y ahora, a pasos de su encogido cuerpo, cruzaba una rata, tensa, vacía. A un centenar de metros, una excavadora mecánica hurgaba la tierra con su estruendosa pala. No podía asir un solo pensamiento, una sola idea. Esa transfiguración lo atemorizaba. Se llegó hasta el borde del pavimento.

Las luces de un vehículo crecían lentamente, plateando la ruta. Fría y tierna, la noche se espesaba. Oscuridad sin luna. El auto disminuyó la velocidad hasta detenerse junto a Ralph. — ¿Necesita ayuda, amigo? —dijo una cara con anteojos—. Lo puedo llevar, viajo al sur, hasta Rosario. Ralph vaciló: ladeando el rostro, con ojos rápidos recorrió el interior del auto buscando sombras, siluetas de otros hombres. Buscando a Larsen.

—Pero, usted está golpeado —exclamó la cara con anteojos—.  ¿Qué le pasó? Vamos, suba, viejo, usted necesita que lo atienda un médico.

Los temores de Ralph y Ralph mismo ascendieron al auto azul plomo, algo desvencijado. Era un Di Tella 1500.

Cara-con-Anteojos ahora tenía una frente y una barba. Era pelado, respiraba por una nariz vagamente levítica y parecía habituado a una práctica compulsiva de la serenidad; uno de esos tipos que pueden estarse horas haciendo citas literarias. Llevaba adherida también una sonrisa retórica, absolutamente prescindible.

Ralph se acomodó con cuidado en el asiento pero no pudo evitar la descarga de dolor sobre el costado. Se echó hacia atrás tratando de respirar sin hundir el diafragma en las púas de sus costillas. Cara-con-Anteojos había dejado una mano apoyada en el volante. La otra aferraba una pequeña automática del 38. Apuntaba, recta, al pecho de Ralph.

— ¡Hey! ¿Qué pasa, amigo? —Ralph percibió un sudor helado, palúdico, en la frente y la barbilla.

El ruido de la excavadora creció, empujado por el viento.

—Muy simple, pero primero vayamos a las presentaciones —dije—. Soy el escritor que te contrató para un cuento en el Chaco: Erdosain, confitería Las Violetas, ¿te acordás? Bueno, hasta allí todo bien. Pero sucede que el veterano Ralph Endicott es un tipo muy listo. Se las sabe todas y descubre que está por ser liquidado en un cuento. ¿Y qué hace Ralph Endicott? Se las amaña para fugarse de la trama aun cuando se le ofrece la gran ocasión de protagonizar un texto. ¿Eh, Ralph? ¿Hasta ahí vamos? Ralph Endicott, entonces, despedaza la cara de Medina, le amoretona el cuello a Larsen, cae del tren por accidente y lo echa todo a perder. Adiós cuento, me dije. Pero después recapacité: rehice el terreno, porque yo necesitaba una ruta para tentarte con un auto. Y acá estamos. Soy un tipo muy quisquilloso como para soportar una trastada como la tuya, Ralph. Me tiran de sisa los desagradecidos y eso empeora mi mal humor. No será muy ortodoxo como recurso pero tengo que hacerlo de esta forma. Vos me obligaste, Ralph. No será en el tren, será aquí. Algo es algo.

Y abrí fuego aprovechando que la excavadora rugía y levantaba su brazo cargado de tierra, piedras y estiércol.

 

molfinoMiguel Ángel Molfino (Saladillo, Buenos Aires, 1949) es escritor, periodista, y chaqueño por adopción. Ha trabajado como corresponsal del diario El Mundo de Buenos Aires y como redactor del diario Norte, de Resistencia. Fue miembro del Consejo Editorial de la revista Puro Cuento. Colaboró con las revistas El Porteño y Crisis y actualmente con los diarios Página/12, Miradas al Sur, El argentino.com, la revista Cuna, entre otros. Entre sus publicaciones se cuentan Versiones y per-versiones (crónicas, 1987), El mismo viejo ruido (cuentos, 1994, reeditado en 2017), Prosas Escogidas (cuentos, 2006), Un Libro Raro (relatos, prosas cortas y poemas, 2007), La Mágica Aldea del Crepúsculo (haikus, 2009) y la novela Monstruos perfectos (2010 y 2014). También en 2014 publicó “La Polio” (Wu Wei). Sus narraciones fueron reunidas en antologías de cuentos en Argentina, México, Brasil, Perú y Alemania. Ha ganado premios y ha sido finalista en diversos concursos de cuento internacionales.

 

Fotografía de portada: Wikipedia. Fotografía de biografía: María Delgado.

 

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