Stefano Branca

Stefano Branca

El poeta de nos comparte una selección de poemas.

La foca de encaje

 

el mar me lamió los tobillos

como una vaca tierna de espuma

me dijo: vení,

traje un caracol con tu nombre

 

yo fui,

desnudo de médula,

con las costillas abiertas

y los dientes llenos de higos

 

me metí por su lengua

hecha de médanos,

y al fondo

crecía un bosque submarino

 

una estrella de mar

se subió a mi pecho

y empezó a rezar en voz muy baja

 

yo lloré

porque entendí

todo lo que no sé decir en tierra

 

más allá,

una foca vestida de encaje

me ofrecía una semilla

—“si la tragás,

verás con los dedos”—

 

yo la tragué

y de mis uñas

brotaron tentáculos

con olor a menta salvaje

 

el mar me besó

como besan las hienas dulces

y después me echó

con un zarpazo de alga

 

me dormí

sobre la piel de un pez muerto

que murmuraba en un idioma vegetal

y exhalaba perfume de iglesia rota

 

cuando desperté,

tenía un alga en el ombligo

y un pezón nuevo en la espalda

 

nadie me creyó

 

pero el mar

a veces me guiña

cuando paso cerca.

 

Ampollas

 

El sol me lamía la cara,

un animal dorado pegado a mi piel;

sus dientes abrían ampollas,

pequeñas lunas de carne,

globos temblorosos donde mi infancia

hervía en silencio.

 

En el velero, el agua era todo:

una planicie azul sin orillas,

un altar de vidrio donde el día

enterraba sus agujas.

Viajábamos allí,

mi familia y yo,

agazapados bajo sábanas saladas,

una guarida de toallas y sombras.

 

Aquel astro rabioso

perseguía mis mejillas,

quería marcarme,

dejar su firma quemada,

un sello feroz que aún despierta

cuando el verano vuelve

para arrancarme la piel.

 

Lucero de leche

 

En Colonia mordí un durazno:

se abrió como un corazón encendido,

y mi diente de leche cayó en su altar.

 

La boca era un cántaro rojo,

lleno de frutas extranjeras;

reía con la encía ardida,

como si el sol me consagrara.

 

El durazno sangraba conmigo,

sus fibras eran velos nupciales,

sus jugos, un río de vírgenes.

 

El fruto respiraba,

en su centro los ángeles bebían

mi saliva, su néctar, mi herida.

 

Solo entonces la noche cayó,

y el diente flotó en la corriente;

un lucero de leche

que al amanecer floreció en la orilla

como un lirio nocturno,

todavía húmedo de mi sangre.

 

El muelle

 

El río abrió la boca.

Una tabla cedió

y caí en su garganta de hierro.

 

Entonces saltaste.

Tu cuerpo rajó el aire,

y la corriente, desconcertada,

se apartó un instante.

 

Te vi bajo el agua:

no madre,

sino un fulgor vegetal,

un animal de fuego entre los peces.

 

Tus manos me arrancaron del fondo

como quien arranca un fruto

que aún respira en la rama.

 

Regresamos.

El mundo aullaba de pájaros mojados,

el muelle cerraba sus dientes.

 

En tu pecho

mi cuerpo ardía todavía,

una brasa rescatada del agua.

 

Stefano Branca (La Tablada, 2002) es estudiante de Bibliotecología en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dictó talleres de literatura queer latinoamericana y de poesía argentina. Integra grupos de investigación sobre editoriales independientes. En 2025 publicó Este lugar era un cuerpo, participó del III Festival Americano de Poesía en Hurlingham y fue residente del FIPR 33.

 

Obrera, la poesía reunida de Paula Jiménez España

Obrera, la poesía reunida de Paula Jiménez España

Sonia Scarabelli nos comparte unas palabras sobre la presentación del libro.

“Esta verdad tan grande” 

Palabras para la presentación de Obrera, de Paula Jiménez España

Sonia Scarabelli

En su prólogo para este libro precioso que hoy estamos celebrando, Obrera, que reúne la poesía de Paula Jiménez España, Claudia Masín escribió que “cada uno de [los libros de Paula] además de hermoso, es más y más sabio”. Y sentí de inmediato que eso era cierto y que esa palabra, sabiduría, era algo que daba perfecto en el blanco de lo que querría compartirles hoy sobre la poesía de Paula. Pero debería empezar antes por otro lado, debería empezar por contar, hasta donde me sea posible, el efecto —algo del orden de un temblor que es sorpresa y regocijo— que tiene en mí leer sus poemas desde hace muchos años, desde que llegó a mis manos con sus tapas rojas La casa en la avenida, y después La mala vida y después Espacios naturales, por ejemplo, y más cerca El cielo de Tushita o El latido que pulsa entre tus cosas

Y entonces la palabra que viene es esta: emoción. Esa emoción tiene, por así decir, muchas capas. Porque así es también la poesía de Paula, me parece a mí, hecha de capas finísimas, depositadas con delicadeza, en las que el sentido se va plegando a una cadencia única, cada palabra como traída de alguna parte justo a su lugar, justo a su tiempo. Sin ningún empeño en ser retenida, sino como llegando con la precisión más encantadora, como si ese equilibrio cadencioso fuera en sí mismo una forma de justicia. Una justicia que se le hace al poema, y a través de él, al gran misterio de la vida, que tanto está sujeta a las formas del mundo y su caducidad como es “madeja eterna” donde estaremos “Por fin yo en vos / y vos en mí, sin diferencias, como el oro /del tiempo diluido”, según escribe en “Mas polvo enamorado”. Esa justicia la podría nombrar también como justeza, belleza del límite que ofrece, como en el primer poema de Ser feliz en Baltimore, ese soñado ojo de buey “para mirar / pequeñamente /el inmenso caudal de agua revuelta”. Ese gran caudal, ese océano, esa agua lustral y sobrecogedora es una sustancia persistente en los libros de Paula, antes que una imagen, un movimiento donde el caos de lo vivo, y más, de lo existente, es siempre contraparte de un orden provisorio y amoroso que le exige al ser humano un compromiso íntimo y, por eso mismo, político. 

Y ahí encuentro otra capa de lo que tanto me emociona en estos poemas. El modo en que la voz, yendo atenta al ritmo viviente, con sus sobresaltos y sus momentos de seda, se entrega a un acento pulido y noble, ganado con la humildad serena del trabajo. Ese que esta obrera ha dejado inscripto a lo largo de los años, en versos casi tangueros por momentos y en otros de un esplendor oracular o visionario, como los de La suerte. Y también en aquellos que nombran, con una extraña dulzura comprensiva y no por eso menos herida, la belleza de todo lo que existe, donde basculan, impredecibles y constantes, lo ligero y lo atroz, que se reparten el viaje de una vida. 

De ese viaje, que es también el nuestro, habla, creo yo, cada uno de los libros que componen esta poesía reunida de Paula Jiménez España, en la que se enlazan lo luminoso y lo subterráneo, los amores con su felicidad o su tristeza, la pesadilla o el sueño, la muerte con su horror o su consuelo y lo que siempre pulsa por sostenerse o rehacerse, como si se tensaran al modo de esa flecha del poema “Mudanza”, que apunta “al corazón de la pena/ y como una epifanía, a la par da en el blanco/ del milagro, el chispazo / exultante”. Las diversas formas de pérdida entonces que, igualmente, atraviesan esta poesía no se vacían en pura carencia, sino que más bien ciernen lo tenido, no como posesión, sino como una manera —a veces trabajosa, a veces redentora— de destino. Y de ese modo, cada poema termina siendo la clave de algo atesorado, y en especial, de “esos tesoros /por los que nadie /pagaría un centavo”, y que revelan así ser los verdaderos dignos de guardar.

Cuando no hace tanto tuve por fin la oportunidad de encontrarme con Obrera, hallé ahí algo más, el cuerpo de un largo poema que cualquier lectura atenta revelará, y que me trajo a la memoria esas palabras de Truman Capote que Paula incluyó en un epígrafe de Espacios naturales. El epígrafe dice así: “Solo sé esta verdad tan grande: que el amor es una cadena de amor, del mismo modo que la naturaleza es una cadena de vida.”

Esa verdad tan grande brilla en estas páginas con la luz extraordinaria de esta poeta para mí tan admirada y querida. Las leo y releo con agradecimiento, ese agradecimiento revelador, esa emoción profunda y secreta, ese temblor que produce “un estallido de esplendor / como la rosa estalla / sin reveses, cuando llega noviembre”. Ha llegado noviembre, ha llegado, por fin, Obrera, la sabia rosa florece una vez más: ¡festejemos!

 

A continuación, una selección de poemas:

 
Los pájaros 

 

Si yo fuera el gorrión

que una noche calurosa de diciembre

se sentó en una rama junto a otro

y se puso a cantar.

Y yo quisiera serlo,

silbar el tiempo que dure la canción,

cosquilla en la garganta o nerviosismo

por el ritmo inevitable.

No cantar más que eso, ni volar

si el aire está tan quieto que no ayuda.

Quedarme junto a otro repitiendo

la intimidad, la forma del amor,

vivir con calma las pausas solitarias.

Quiero decir, si yo

tuviera esa sapiencia que indicara

una razón real para quedarme

o salir a buscar.

O si supiera dónde y cuándo

los momentos elevan su señal,

si mirara el azar con ojos plenos

sin estos torpes

fragmentos de memoria,

no quedaría nada en el camino

ni sentiría vergüenza del error

o del deseo

que a veces son lo mismo.

 

Desierto

 

El paisaje ondulante y antiquísimo, las fallas de la tierra

y el relato de un mundo derrumbado.

Nunca hubo nadie acá, por eso no hay tragedia en tus palabras

por eso es que no cae más que el viento

en la grieta de tu voz.

Apenas animales alborotados vuelan

con alas de murciélagos sobre la arcilla y la roca.

Todo esto era la nada

y la nada fue todo: cordilleras, glaciares, fondo acuático

petrificado al sol. La muerte persiguiendo

la vida y viceversa. Charlamos de estas cosas y otras más

en la intimidad del auto, tan lejos de tu boca

está la mía

donde antes hubo amor.

 

Japón

 

La tierra no da más. Los caminos se abren y se tragan

la vida breve. Esto es temblar. La estabilidad perdida.

Porque la tierra no da más, mi amor. El pecho abierto

como un león cazado, los colmillos inútiles, inútil su fiereza.

¿Resistirse? Aunque te aten de pies y de manos, aunque contenga

una pared el viento

se escaparía, de cualquier modo. Entonces, ¿con qué sentido?

¿cómo pedirle a la tierra que obedezca

al destino maleable

de las cosas pequeñas? Y más aún, me pregunto

mirando la luna desde mi cuarto, sola: ¿cómo puedo esperar

una quietud así de mi propio corazón?

 

La Emperatriz

 

Yo soy la tierra

las líneas repetidas del segundo hexagrama

la redondez compacta, el círculo de hormigas

el reptar de lombrices apretadas circundando mi ombligo.

Lo excipiente abona mis entrañas,

el resto del amor, lo que secreta el goce cuando llega a su fin

y el corazón se vuelve a su propio destino solitario.

Nada me saca el don de concebir y si estoy seca

voy a crear el llanto

nutrido de las sales del océano, las lágrimas: mis hijas.

Nada hay detrás de mí, pero al futuro

le antepongo un escudo que defiende con hierro a la iniciada.

Capaz de rapiñar, declarar guerras, matar para cuidarla

o proteger esta matriz que crece

debajo de mi vestido azul, como la noche. Esta matriz

que es molde

de la especie, de la raza imponiéndose a la raza.

Adentro mío, dios

hierve como una bruja en una olla, porque yo soy la tierra

y estoy para quemar su frío, el nombre hueco

la madera hecha cruz, el poder de su cielo disgregado.

Soy la concentración.

Estoy para que dentro de mí

se originen volcanes, la erupción insensata.

Y soy mi propia rajadura, por donde caigo

hermafrodita y llena, para gestarme.

Es mi poder de magma: el invencible.

Yo engendro los berridos y la materia que se multiplica

porque soy primavera

la exultante de todo florecer

y me opongo al vacío, a su árbol despojado

y al desierto.

Si la esterilidad gana esta guerra

si gana esa semilla híbrida, el no espacio,

lo que sigue es retorno. En mi vientre

albergo lo que sea, lo que quede, para otra vez crear

un movimiento de gusanos milenarios ovando entre los huesos

el aserrín de las generaciones, el olor hediondo de lo inmenso

convertido en pasado y desazón.

Yo soy la tierra y soy

los ojos ciegos húmedos

los ojos apretados contra el suelo, la puja

del cuerpo acuclillado a la orilla del río.

Miren los peces

salir de entre mis piernas, nadar

bajo el agua cristalina y rozarse uno al otro

para reproducir solo un destino, un futuro de espejos

que estallarían si

otra vez un Big Bang, pero inverso y centrifugo,

me tragara de pronto, atropellada

por sus siete jinetes de ceniza.

No lo dudo: después, suave como una brisa

volvería a ser brote de jarilla en la arena

micromundo escondido, la proteína

que alimenta a las raíces invisibles.

No se queden tranquilos.

Sientan mi aliento verde abriéndose al oxígeno,

tiene la fuerza total de las catástrofes.

 

El tilo

 

De la noche a la mañana reverdecen

tus escuálidos brazos y la calma

se anuncia en hojas como espigas

valvas abiertas de un fruto que desgrana

la brisa sobre el pasto.

Bajo tu sombra, antes de morir

durmió la siesta Chola

y al despertar, henchida de tu oxígeno

oyó que preguntaba ¿Qué cosa

habré hecho mal

para andar tan nerviosa? Y ella

mirá a tu alrededor, me contestó,

no te digo más nada.

Era noviembre, la suavidad flotaba

buscando tu materia entre los huecos

que urdían la red

brillante de la copa. Por estos días,

la misma savia acopiada en las raíces

del invierno, como entonces

retorna en sutileza liberada

que vela nuestro sueño.

Mientras, las calles de mi pueblo

estallan otra vez de pasionarias

trepando por los muros y alambrados

para ablandarlos, como si fuese arcilla

el hormigón, hilos de luz

los rombos de metal entretejido.

Es una fiesta sin grandes pretensiones

acá, la primavera

hablando con tu voz del tiempo austero

que nos retiene para dejarnos ir y florecemos

después, en esa exultación fugaz cuya promesa

es siempre acompañarnos.

Me parece escucharla a Chola todavía

que me enseña a vivir sin proponérselo

o a Diana, mi maestra de poesía

que lo que tiene, tiene

y eso alcanza. Mirá a tu alrededor,

corazón confundido

no te digo más nada.

 

Sonia Scarabelli nació en Rosario, en 1968, ciudad en la que vive. Ha publicado los siguientes libros de poemas: La memoria del árbol (Los Lanzallamas, 2000), Celebración de lo invisible (Premio Municipal de Poesía Felipe Aldana, EMR, 2003), Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras (bajo la luna, 2008), El arte de silbar (bajo la luna, 2014), Últimos veraneantes de febrero (bajo la luna, 2020), La felicidad de los animales. Poesía reunida 2000/2021 (bajo la luna, 2021), que incluía dos libros inéditos, y Las cosas comunes (bajo la luna, 2025). En 2009, publicó La orilla más lejana, en la Colección de crónicas de la EMR (Editorial Municipal de Rosario). En 2023 recibió el Premio Provincial de Poesía José Pedroni para obra publicada por Últimos veraneantes de febrero.

Paula Jiménez España nació en Buenos Aires. Es poeta y narradora. Publicó varios libros de poesía, entre ellos La mala vida (2007), Espacios naturales (2009), Paisaje alrededor (2015), La suerte (2021), El cielo de Tushita (2022), El latido que pulsa entre tus cosas (2024) y en México la antología El corazón de los otros (2015). Su libro de cuentos Pollera pantalón (2012) lleva varias ediciones. Publicó las novelas La doble (2018) y Desde está noche cambiará mi vida (2024). En 2005 obtuvo el 1º Premio de poesía Tres de Febrero; en 2007 el 2º premio de Relato corto LGBT Hegoak (País Vasco); en 2008, el 1º  Premio Fondo Nacional de las Artes, y en 2015 un reconocimiento del Premio Nacional. Acaba de ser publicada Obrera, su poesía reunida. Como periodista colabora con “Soy” y “Las 12”, suplementos del diario Página/12.

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