El poeta de nos comparte una selección de poemas.

La foca de encaje

 

el mar me lamió los tobillos

como una vaca tierna de espuma

me dijo: vení,

traje un caracol con tu nombre

 

yo fui,

desnudo de médula,

con las costillas abiertas

y los dientes llenos de higos

 

me metí por su lengua

hecha de médanos,

y al fondo

crecía un bosque submarino

 

una estrella de mar

se subió a mi pecho

y empezó a rezar en voz muy baja

 

yo lloré

porque entendí

todo lo que no sé decir en tierra

 

más allá,

una foca vestida de encaje

me ofrecía una semilla

—“si la tragás,

verás con los dedos”—

 

yo la tragué

y de mis uñas

brotaron tentáculos

con olor a menta salvaje

 

el mar me besó

como besan las hienas dulces

y después me echó

con un zarpazo de alga

 

me dormí

sobre la piel de un pez muerto

que murmuraba en un idioma vegetal

y exhalaba perfume de iglesia rota

 

cuando desperté,

tenía un alga en el ombligo

y un pezón nuevo en la espalda

 

nadie me creyó

 

pero el mar

a veces me guiña

cuando paso cerca.

 

Ampollas

 

El sol me lamía la cara,

un animal dorado pegado a mi piel;

sus dientes abrían ampollas,

pequeñas lunas de carne,

globos temblorosos donde mi infancia

hervía en silencio.

 

En el velero, el agua era todo:

una planicie azul sin orillas,

un altar de vidrio donde el día

enterraba sus agujas.

Viajábamos allí,

mi familia y yo,

agazapados bajo sábanas saladas,

una guarida de toallas y sombras.

 

Aquel astro rabioso

perseguía mis mejillas,

quería marcarme,

dejar su firma quemada,

un sello feroz que aún despierta

cuando el verano vuelve

para arrancarme la piel.

 

Lucero de leche

 

En Colonia mordí un durazno:

se abrió como un corazón encendido,

y mi diente de leche cayó en su altar.

 

La boca era un cántaro rojo,

lleno de frutas extranjeras;

reía con la encía ardida,

como si el sol me consagrara.

 

El durazno sangraba conmigo,

sus fibras eran velos nupciales,

sus jugos, un río de vírgenes.

 

El fruto respiraba,

en su centro los ángeles bebían

mi saliva, su néctar, mi herida.

 

Solo entonces la noche cayó,

y el diente flotó en la corriente;

un lucero de leche

que al amanecer floreció en la orilla

como un lirio nocturno,

todavía húmedo de mi sangre.

 

El muelle

 

El río abrió la boca.

Una tabla cedió

y caí en su garganta de hierro.

 

Entonces saltaste.

Tu cuerpo rajó el aire,

y la corriente, desconcertada,

se apartó un instante.

 

Te vi bajo el agua:

no madre,

sino un fulgor vegetal,

un animal de fuego entre los peces.

 

Tus manos me arrancaron del fondo

como quien arranca un fruto

que aún respira en la rama.

 

Regresamos.

El mundo aullaba de pájaros mojados,

el muelle cerraba sus dientes.

 

En tu pecho

mi cuerpo ardía todavía,

una brasa rescatada del agua.

 

Stefano Branca (La Tablada, 2002) es estudiante de Bibliotecología en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dictó talleres de literatura queer latinoamericana y de poesía argentina. Integra grupos de investigación sobre editoriales independientes. En 2025 publicó Este lugar era un cuerpo, participó del III Festival Americano de Poesía en Hurlingham y fue residente del FIPR 33.

 

Revista Excéntrica

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