Tres

La travesía de Mariana y Christian continúa con una hora de auto por una ruta llena de semáforos. Después, la espera en otra terminal fluvial y un viaje en lancha hasta desembocar en el mar y atracar en un muelle. Caminar seis cuadras empinadas hasta la esquina desde donde salen los tractores que cruzan el médano hacia el pueblo de Pachorra. Todo con más de cuarenta grados de térmica y una humedad cercana al cien por cien.

El pueblo resulta un sueño: una bahía de agua cristalina en la que a pocos metros de la orilla hay nenes jugando entre botes mecidos por la marea. Un martín pescador azul se lanza en picada y después se instala a disfrutar de su presa en la punta de un muelle derruido frente al manglar. Mariana se levanta las botamangas y mete los pies en el agua, como hizo hace casi treinta años en Puerto Pirámide cuando llegaron al mar. Y grita, pero no de alegría como entonces, sino para que Christian escuche:

—¡Las rueditas en el orto nos metemos, bolú, teníamos que venir con mochilas! 

¿Vos te olvidaste lo que te dijo la osteópata? 

Además de cambios de humor aún más intensos que los de toda la vida, con la menopausia Mariana empezó a tener algunos achaques que la llevaron, por ejemplo, a reemplazar el kick boxing por clases de Pilates. Aunque no admite que es por eso: dice que se emboló del entrenamiento y que en unos meses va a empezar a practicar fútbol femenino. Eso lo sostiene cada vez que mira algún partido con Nahuel. A Christian nunca le interesó el fútbol. No se da cuenta lo grosero que es que ella diga “LTA” cuando comprueba que tiene razón en algo, ni que la idea de mostrarles tres dedos a los brasileros para humillarlos por el mundial ganado es completamente absurda.

—Boe… voy a ver cuánto nos cobran esos pibes de las carretillas para llevarnos el equipaje —dice ella ahora.

Se enfrasca en una comunicación en media lengua con uno de gorrita que por suerte conoce a Pachorra y le dice que están a menos de cinco minutos de su rancho. El pibe carga las dos valijas en una carretilla y arranca por la costa sin darse vuelta para confirmar que lo están siguiendo. 

La arena es blanca y sus pasos van dejando huellas perfectas. En un barcito con hamacas y sombrillas rústicas hay tres gringos bastante mayores tomando tragos largos. Christian se pregunta si estarán arrancando temprano o todavía no se habrán ido a acostar. Los ojos enrojecidos lo hacen sospechar lo segundo.

A los doscientos metros el pibe de la carretilla dobla en un sendero escarpado que se interna en la selva. Mariana y Christian apuran el paso para alcanzarlo. Se escuchan chicharras, gritos de pájaros y todo tipo de sonidos extraños. Christian avanza espantando unas mosquitas con la mano. Mariana trata de sacarle conversación al pibe que, aunque le entiende, se limita a contestar con monosílabos. El sendero se convierte en una picada entre yuyales. Entonces el pibe detiene la marcha, se saca la gorra para secarse la frente y señala un portón verde despintado. 

—¿Es acá? —pregunta Christian como si existiera otra posibilidad.

Mariana aplaude las manos y nombra a Pachorra varias veces hasta que se escucha el ruido de un pasador y por el portón se asoma una cabeza llena de rastas canosas. 

—¡Pacho! —grita Mariana y se tira en sus brazos.

Con una sonrisa dibujada, Christian espera que Mariana los presente. Pachorra pregunta cómo estuvo el viaje y cuánto tuvieron que esperar para pegar ferry. El pibe de la carretilla carraspea. Christian le paga y el pibe desaparece. Ahora Mariana y Pachorra hablan de fechas, lugares, y apodos que a Christian le resultan desconocidos, todo regado con risas cómplices y varias tocaditas de brazo. Recién a los diez minutos, Mariana se seca una lágrima de risa y dice:

—Ay, qué bestia. Él es Christian —Christian siente un nudo en el estómago: le molesta ser el presentado como si el otro fuera más importante.

Pachorra le tiende una mano y con la otra lo envuelve en un abrazo cariñoso y langa a la vez. Tiene la piel curtida por el sol, pero las manos son lozanas para los casi sesenta que Christian le calcula. 

—Hola… —dice una mujer bastante más joven apareciendo desde el sendero 

—¿Juanjo? —mira a Pachorra esperando una explicación.

—Son mis amigos de Buenos Aires… —dice Pachorra un poco nervioso—. ¿Te acuerdas que llegaban hoy, schatzi?

—Ah, verdad —contesta ella tratando de disimular que la situación no le gusta.

—Encantada, Schatzi, yo soy Mariana y él es Christian —dice Mariana con una sonrisa amistosa.

La mujer frunce la boca.

—“Schatzi” en alemán significa tesorito —se apura a explicar Pachorra y Mariana le revolea los ojos a Christian con hastío y complicidad—. Herta es de Stuttgart, ¿te acordás que te conté, Marian?

—“Schatzi” sólo es como dice Juanjo… Mi nombre es Herta pero pueden decirme Nina, que es como me llaman amigos —dice sin demasiadas ganas.

Dentro de un rato cuando estén instalados en la cabaña y a solas, Mariana va a imitar a Nina hasta el cansancio. Y la va a rebautizar “la tereso” para el resto del viaje.

Marina Arias (Buenos Aires, 1973). Creció en Haedo. Publicó las novelas Fioruchi, Bondi, Neoprene y Mochila que forman la saga sobre Mariana y Christian, los libros de relatos Cuentos blancos y Hacia el mar y el de poesía La felicidad ajena.

Es doctora en Comunicación por la UNLP.

@marinariasok

 

Revista Excéntrica

Revista Excéntrica

Share This
Certificados SSL Argentina