Sonia Scarabelli nos comparte unas palabras sobre la presentación del libro.
“Esta verdad tan grande”
Palabras para la presentación de Obrera, de Paula Jiménez España
Sonia Scarabelli
En su prólogo para este libro precioso que hoy estamos celebrando, Obrera, que reúne la poesía de Paula Jiménez España, Claudia Masín escribió que “cada uno de [los libros de Paula] además de hermoso, es más y más sabio”. Y sentí de inmediato que eso era cierto y que esa palabra, sabiduría, era algo que daba perfecto en el blanco de lo que querría compartirles hoy sobre la poesía de Paula. Pero debería empezar antes por otro lado, debería empezar por contar, hasta donde me sea posible, el efecto —algo del orden de un temblor que es sorpresa y regocijo— que tiene en mí leer sus poemas desde hace muchos años, desde que llegó a mis manos con sus tapas rojas La casa en la avenida, y después La mala vida y después Espacios naturales, por ejemplo, y más cerca El cielo de Tushita o El latido que pulsa entre tus cosas.
Y entonces la palabra que viene es esta: emoción. Esa emoción tiene, por así decir, muchas capas. Porque así es también la poesía de Paula, me parece a mí, hecha de capas finísimas, depositadas con delicadeza, en las que el sentido se va plegando a una cadencia única, cada palabra como traída de alguna parte justo a su lugar, justo a su tiempo. Sin ningún empeño en ser retenida, sino como llegando con la precisión más encantadora, como si ese equilibrio cadencioso fuera en sí mismo una forma de justicia. Una justicia que se le hace al poema, y a través de él, al gran misterio de la vida, que tanto está sujeta a las formas del mundo y su caducidad como es “madeja eterna” donde estaremos “Por fin yo en vos / y vos en mí, sin diferencias, como el oro /del tiempo diluido”, según escribe en “Mas polvo enamorado”. Esa justicia la podría nombrar también como justeza, belleza del límite que ofrece, como en el primer poema de Ser feliz en Baltimore, ese soñado ojo de buey “para mirar / pequeñamente /el inmenso caudal de agua revuelta”. Ese gran caudal, ese océano, esa agua lustral y sobrecogedora es una sustancia persistente en los libros de Paula, antes que una imagen, un movimiento donde el caos de lo vivo, y más, de lo existente, es siempre contraparte de un orden provisorio y amoroso que le exige al ser humano un compromiso íntimo y, por eso mismo, político.
Y ahí encuentro otra capa de lo que tanto me emociona en estos poemas. El modo en que la voz, yendo atenta al ritmo viviente, con sus sobresaltos y sus momentos de seda, se entrega a un acento pulido y noble, ganado con la humildad serena del trabajo. Ese que esta obrera ha dejado inscripto a lo largo de los años, en versos casi tangueros por momentos y en otros de un esplendor oracular o visionario, como los de La suerte. Y también en aquellos que nombran, con una extraña dulzura comprensiva y no por eso menos herida, la belleza de todo lo que existe, donde basculan, impredecibles y constantes, lo ligero y lo atroz, que se reparten el viaje de una vida.
De ese viaje, que es también el nuestro, habla, creo yo, cada uno de los libros que componen esta poesía reunida de Paula Jiménez España, en la que se enlazan lo luminoso y lo subterráneo, los amores con su felicidad o su tristeza, la pesadilla o el sueño, la muerte con su horror o su consuelo y lo que siempre pulsa por sostenerse o rehacerse, como si se tensaran al modo de esa flecha del poema “Mudanza”, que apunta “al corazón de la pena/ y como una epifanía, a la par da en el blanco/ del milagro, el chispazo / exultante”. Las diversas formas de pérdida entonces que, igualmente, atraviesan esta poesía no se vacían en pura carencia, sino que más bien ciernen lo tenido, no como posesión, sino como una manera —a veces trabajosa, a veces redentora— de destino. Y de ese modo, cada poema termina siendo la clave de algo atesorado, y en especial, de “esos tesoros /por los que nadie /pagaría un centavo”, y que revelan así ser los verdaderos dignos de guardar.
Cuando no hace tanto tuve por fin la oportunidad de encontrarme con Obrera, hallé ahí algo más, el cuerpo de un largo poema que cualquier lectura atenta revelará, y que me trajo a la memoria esas palabras de Truman Capote que Paula incluyó en un epígrafe de Espacios naturales. El epígrafe dice así: “Solo sé esta verdad tan grande: que el amor es una cadena de amor, del mismo modo que la naturaleza es una cadena de vida.”
Esa verdad tan grande brilla en estas páginas con la luz extraordinaria de esta poeta para mí tan admirada y querida. Las leo y releo con agradecimiento, ese agradecimiento revelador, esa emoción profunda y secreta, ese temblor que produce “un estallido de esplendor / como la rosa estalla / sin reveses, cuando llega noviembre”. Ha llegado noviembre, ha llegado, por fin, Obrera, la sabia rosa florece una vez más: ¡festejemos!
A continuación, una selección de poemas:
Los pájaros
Si yo fuera el gorrión
que una noche calurosa de diciembre
se sentó en una rama junto a otro
y se puso a cantar.
Y yo quisiera serlo,
silbar el tiempo que dure la canción,
cosquilla en la garganta o nerviosismo
por el ritmo inevitable.
No cantar más que eso, ni volar
si el aire está tan quieto que no ayuda.
Quedarme junto a otro repitiendo
la intimidad, la forma del amor,
vivir con calma las pausas solitarias.
Quiero decir, si yo
tuviera esa sapiencia que indicara
una razón real para quedarme
o salir a buscar.
O si supiera dónde y cuándo
los momentos elevan su señal,
si mirara el azar con ojos plenos
sin estos torpes
fragmentos de memoria,
no quedaría nada en el camino
ni sentiría vergüenza del error
o del deseo
que a veces son lo mismo.
Desierto
El paisaje ondulante y antiquísimo, las fallas de la tierra
y el relato de un mundo derrumbado.
Nunca hubo nadie acá, por eso no hay tragedia en tus palabras
por eso es que no cae más que el viento
en la grieta de tu voz.
Apenas animales alborotados vuelan
con alas de murciélagos sobre la arcilla y la roca.
Todo esto era la nada
y la nada fue todo: cordilleras, glaciares, fondo acuático
petrificado al sol. La muerte persiguiendo
la vida y viceversa. Charlamos de estas cosas y otras más
en la intimidad del auto, tan lejos de tu boca
está la mía
donde antes hubo amor.
Japón
La tierra no da más. Los caminos se abren y se tragan
la vida breve. Esto es temblar. La estabilidad perdida.
Porque la tierra no da más, mi amor. El pecho abierto
como un león cazado, los colmillos inútiles, inútil su fiereza.
¿Resistirse? Aunque te aten de pies y de manos, aunque contenga
una pared el viento
se escaparía, de cualquier modo. Entonces, ¿con qué sentido?
¿cómo pedirle a la tierra que obedezca
al destino maleable
de las cosas pequeñas? Y más aún, me pregunto
mirando la luna desde mi cuarto, sola: ¿cómo puedo esperar
una quietud así de mi propio corazón?
La Emperatriz
Yo soy la tierra
las líneas repetidas del segundo hexagrama
la redondez compacta, el círculo de hormigas
el reptar de lombrices apretadas circundando mi ombligo.
Lo excipiente abona mis entrañas,
el resto del amor, lo que secreta el goce cuando llega a su fin
y el corazón se vuelve a su propio destino solitario.
Nada me saca el don de concebir y si estoy seca
voy a crear el llanto
nutrido de las sales del océano, las lágrimas: mis hijas.
Nada hay detrás de mí, pero al futuro
le antepongo un escudo que defiende con hierro a la iniciada.
Capaz de rapiñar, declarar guerras, matar para cuidarla
o proteger esta matriz que crece
debajo de mi vestido azul, como la noche. Esta matriz
que es molde
de la especie, de la raza imponiéndose a la raza.
Adentro mío, dios
hierve como una bruja en una olla, porque yo soy la tierra
y estoy para quemar su frío, el nombre hueco
la madera hecha cruz, el poder de su cielo disgregado.
Soy la concentración.
Estoy para que dentro de mí
se originen volcanes, la erupción insensata.
Y soy mi propia rajadura, por donde caigo
hermafrodita y llena, para gestarme.
Es mi poder de magma: el invencible.
Yo engendro los berridos y la materia que se multiplica
porque soy primavera
la exultante de todo florecer
y me opongo al vacío, a su árbol despojado
y al desierto.
Si la esterilidad gana esta guerra
si gana esa semilla híbrida, el no espacio,
lo que sigue es retorno. En mi vientre
albergo lo que sea, lo que quede, para otra vez crear
un movimiento de gusanos milenarios ovando entre los huesos
el aserrín de las generaciones, el olor hediondo de lo inmenso
convertido en pasado y desazón.
Yo soy la tierra y soy
los ojos ciegos húmedos
los ojos apretados contra el suelo, la puja
del cuerpo acuclillado a la orilla del río.
Miren los peces
salir de entre mis piernas, nadar
bajo el agua cristalina y rozarse uno al otro
para reproducir solo un destino, un futuro de espejos
que estallarían si
otra vez un Big Bang, pero inverso y centrifugo,
me tragara de pronto, atropellada
por sus siete jinetes de ceniza.
No lo dudo: después, suave como una brisa
volvería a ser brote de jarilla en la arena
micromundo escondido, la proteína
que alimenta a las raíces invisibles.
No se queden tranquilos.
Sientan mi aliento verde abriéndose al oxígeno,
tiene la fuerza total de las catástrofes.
El tilo
De la noche a la mañana reverdecen
tus escuálidos brazos y la calma
se anuncia en hojas como espigas
valvas abiertas de un fruto que desgrana
la brisa sobre el pasto.
Bajo tu sombra, antes de morir
durmió la siesta Chola
y al despertar, henchida de tu oxígeno
oyó que preguntaba ¿Qué cosa
habré hecho mal
para andar tan nerviosa? Y ella
mirá a tu alrededor, me contestó,
no te digo más nada.
Era noviembre, la suavidad flotaba
buscando tu materia entre los huecos
que urdían la red
brillante de la copa. Por estos días,
la misma savia acopiada en las raíces
del invierno, como entonces
retorna en sutileza liberada
que vela nuestro sueño.
Mientras, las calles de mi pueblo
estallan otra vez de pasionarias
trepando por los muros y alambrados
para ablandarlos, como si fuese arcilla
el hormigón, hilos de luz
los rombos de metal entretejido.
Es una fiesta sin grandes pretensiones
acá, la primavera
hablando con tu voz del tiempo austero
que nos retiene para dejarnos ir y florecemos
después, en esa exultación fugaz cuya promesa
es siempre acompañarnos.
Me parece escucharla a Chola todavía
que me enseña a vivir sin proponérselo
o a Diana, mi maestra de poesía
que lo que tiene, tiene
y eso alcanza. Mirá a tu alrededor,
corazón confundido
no te digo más nada.
Sonia Scarabelli nació en Rosario, en 1968, ciudad en la que vive. Ha publicado los siguientes libros de poemas: La memoria del árbol (Los Lanzallamas, 2000), Celebración de lo invisible (Premio Municipal de Poesía Felipe Aldana, EMR, 2003), Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras (bajo la luna, 2008), El arte de silbar (bajo la luna, 2014), Últimos veraneantes de febrero (bajo la luna, 2020), La felicidad de los animales. Poesía reunida 2000/2021 (bajo la luna, 2021), que incluía dos libros inéditos, y Las cosas comunes (bajo la luna, 2025). En 2009, publicó La orilla más lejana, en la Colección de crónicas de la EMR (Editorial Municipal de Rosario). En 2023 recibió el Premio Provincial de Poesía José Pedroni para obra publicada por Últimos veraneantes de febrero.
Paula Jiménez España nació en Buenos Aires. Es poeta y narradora. Publicó varios libros de poesía, entre ellos La mala vida (2007), Espacios naturales (2009), Paisaje alrededor (2015), La suerte (2021), El cielo de Tushita (2022), El latido que pulsa entre tus cosas (2024) y en México la antología El corazón de los otros (2015). Su libro de cuentos Pollera pantalón (2012) lleva varias ediciones. Publicó las novelas La doble (2018) y Desde está noche cambiará mi vida (2024). En 2005 obtuvo el 1º Premio de poesía Tres de Febrero; en 2007 el 2º premio de Relato corto LGBT Hegoak (País Vasco); en 2008, el 1º Premio Fondo Nacional de las Artes, y en 2015 un reconocimiento del Premio Nacional. Acaba de ser publicada Obrera, su poesía reunida. Como periodista colabora con “Soy” y “Las 12”, suplementos del diario Página/12.


