Leemos un fragmento de La luz queda de Alejandro Pereyra
La luz queda es una nouvelle conmovedora sobre los vínculos, la memoria y las imágenes que perduran para siempre. Arturo es fotógrafo y viaja con su hija, Romina, a Buenos Aires para realizarse unos estudios médicos. Gravemente enfermo, decide bajarse del ómnibus apenas iniciado el trayecto, con la excusa de una obligación pendiente. Ese gesto inquieta a Romina, que pronto comenzará a descubrir un costado desconocido de su padre: un hombre atrapado en la búsqueda de imágenes finales, de instantes irrepetibles, de un revelado último capaz de vencer al tiempo.
EnLa luz queda (Ediciones Diotimia), Pereyra construye una nouvelle poética y conmovedora, donde lo íntimo y lo universal se entrelazan. Escrita con un ritmo contenido, casi como una letanía, la obra explora el duelo, la memoria y la transmisión de lo que permanece entre generaciones. Con un lenguaje preciso y a la vez sugerente, el autor detiene el curso del tiempo y convierte el viaje en un acontecimiento único, un caleidoscopio narrativo que revela la luz persistente de un pasado que no se deja borrar.
Ximena Pascutti
A continuación, un fragmento de la obra:
Una manada de elefantes invisibles, dijiste en voz alta y entonces pude ver nítida la figura en el paisaje: esos dóciles pastos barridos por el viento, los elefantes arrasando el pastizal, disolviendo luego el gris de sus pieles en el del día nublado. En un principio pensé que solo pretendías orinar al detenerte en la banquina así, de improviso, cuando todavía nos faltaba casi todo el viaje. O que te dolía. La posibilidad del dolor repentino me preocupó bastante. Pero no. Te quedaste parado mirando el horizonte, esperando a que yo también bajase del auto para que te escuchara decir esa frase y nada más. Después, cuando vi que te detenías antes de volver a entrar al coche, creí que era para agregar algo, algún comentario cómplice, pensé, pero solo habías tropezado contra la trompa del auto al bordearlo. Es por la columna, me informabas a veces cuando te ibas un poco para el costado al caminar. Lo anunciabas como un reproche, como si los demás fuesen responsables de la imprevisibilidad de tus pasos. Para disimular, esperé unos segundos al borde de la ruta, disfrutando del baile de los pastos hasta que los elefantes se evaporaran del todo. Ponete el cinturón: era el recordatorio obligado antes de arrancar, aunque ya lo tuviese abrochado, aunque se hubiese escuchado nítido el clic en el más completo silencio. Esta vez no lo hiciste y la omisión me alarmó un poco. Te espié de soslayo. Tenías la mirada clavada en la ruta, tan fija que parecías querer mirar y mirar hasta ya no verla. Insólito en vos ese silencio, ese oír sin escuchar, como si llevaras puesta ropa de otro. Estuve averiguando, es muy sencillo el estudio, dije desde el flanco inaugurado por mi mirada furtiva, pero como si hablara del clima, con esa falsa naturalidad que disfraza lo espantoso cuando se pretende morigerarlo. Parece que no duele nada, y es un ratito nomás ahí adentro, agregué. Me miraste distante, algo perplejo, como si fueras un experto en explosivos desarmando una bomba y yo te hubiera interrumpido para sostener con énfasis que el hombre nunca había llegado a la luna, o para opinar sobre esa vacilación evolutiva de los ornitorrincos que los volvería inaceptables. Así los habías definido alguna vez. Seguramente, ya lo habrías olvidado. Muchas veces te sorprendías al enterarte de que alguna frase ingeniosa mía, en realidad, se te había ocurrido a vos en algún otro momento. En los últimos tiempos te notaba contrariado al comprobar esos olvidos, como si te molestara que las cosas volvieran a tu mente sin permiso. Aun así, alguna forma de felicitación me concedías. Una sonrisa, apenas con los ojos. Hija de tigre. Tenemos que pasar por un lado antes… eso solo dijiste en un montón de kilómetros y no te sonsaqué nada más. Aunque traté de conjeturar qué debía preguntarte, se diluyó enseguida el momento adecuado para hacerlo. El día color elefante aplastaba todo deseo, sobre todo el de intentar conversaciones esquivas, así que busqué música en la radio para no dormirme, para aturdir ese silencio. Fijate: en la guantera hay un frasco blanco, dijiste fortaleciendo mis recelos acerca del dolor. Saqué uno de los comprimidos de metadona, pero no encontré la botella de agua mineral por ningún lado. El agua alcanzame, por favor, dijiste, y entonces descubrí la botellita en la dirección marcada por tu casi imperceptible cabeceo, encima de la guantera, casi delante de mis ojos. Si era una víbora, te picaba, te burlaste, pero lo que en verdad me molestó fue el lugar común usado como ocurrencia. Comencé a preguntarme cuándo habías empezado a mostrar esos signos de decrepitud. Porque en vos esa frase solo podía ser señal de decrepitud. Intenté recordar si ya acudías a esos clichés antes de la enfermedad. Recordé los olvidos. ¿Cuánto hacía que se te esfumaban de la memoria las frases ingeniosas, antes festejadas una y otra vez por vos mismo? O al menos polémicas. Nada te gustaba más que ser polémico. O parecerlo. ¿Para qué desviarnos de la ruta cuando empezaba a caer el día? ¿No era muy tarde ya? Me imaginé preguntándotelo, pero no lo hice. Quizá buscabas retrasar la llegada. Todo lo posible. A la localidad le quedaba grande el nombre, no solo el propio, sino incluso el de localidad. La conformaban apenas unas pocas manzanas con casas de ladrillos de adobe demasiado precarias, aunque algunas edificaciones parecían más sólidas: una o dos construcciones oficiales del siglo diecinueve que recordaban a ancianos de porte espigado, pero de andar lento. Cuando ya casi no quedaba pueblo por atravesar, pregunté al fin dónde íbamos. No es muy largo, te limitaste a contestar. La antigua vivienda asomaba en los arrabales del municipio; más allá, solo se entreveía campo abierto. Cuando el auto aminoró la marcha, la mujer que trabajaba en el pequeño huerto ubicado en la parcela delantera de la casa se incorporó y secó sus manos en el saquito de lana bordó. Pensé que ibas a preguntarle algo a través de mi ventanilla. Por detrás de la casa, el horizonte sorbía la escasa luz de la tarde, igualando los colores de todas las cosas. Es acá, hija: me llegó desde fuera del coche tu voz asordinada por los vidrios; luego, el estruendo de la puerta al cerrarse. Me quedé anclada en un descubrimiento: eran excepcionales las veces que me llamabas hija. Pasen, pasen. Siéntensen tranquilos. Siéntese, señorita, no hace nada el Chicho, dijo la mujer mientras yo eludía al pequeño perro y vos, mis miradas una y otra vez, con la excusa de escuchar a la señora, sonreír, sacarte el abrigo, tomar asiento. Ahí empiezo el mate, prometió la mujer. Dejá nomás, Matilde, es tarde ya para mate, contestaste con una familiaridad que me resultó desagradable. Aunque estarían bien unos amargos, añadiste fingiendo arrepentimiento. Me miraste a los ojos, donde habrás visto impresa la pregunta que te obligó a bajar los tuyos, a tomarme levemente de la mano y a ensayar una sonrisa enseguida disuelta, mucho antes de ser tal. Fue cuando entró ella. El pequeño perro no me había dado nada de miedo, solo las molestias de sus husmeos y el aliento asqueroso pero, cuando entró la chica a la cocina, fue como si se hubiese colado un gato montés por la ventana. Tendría más o menos mi edad; su pelo corto, seco y revuelto recordaba al de una muñeca en la vidriera de una casa de antigüedades. Nos recorrió a todos con una ráfaga de sus ojos, armas que absorbían en lugar de escupir, y que se detuvieron justo en los míos, intimidados por esos agujeros negros con dos brillos cautivos. No llegué a verme obligada a bajar la vista; la voz firme de la señora me posibilitó desviarla hacia ella: Paula, traeme más yerba de atrás. Y juntate unos huevos también. La chica miró a la mujer como si ya le hubiese contestado con un insulto y esperara su reacción aunque, en realidad, no emitió palabra alguna y salió por donde había entrado. Te miré. Diseccionabas algún pensamiento sobre la superficie de la mesa; la cabeza gacha, la mirada perdida. ¿Te sentís bien?, iba a preguntarte justo cuando la señora, retomando una dulzura dejada de lado al dar las órdenes a la chica, dijo: Tiene siempre la misma sonrisa, usted, señorita. Entonces, la reconocí. La recordé en puntas de pie, llegando apenas con el extremo del plumero a los rincones más altos de la casa. Me recuerdo, continuó Matilde, que de chiquita le gustaban a usted mucho esas (se interrumpió para agudizar la memoria)… esas masitas de limón, aventuró al fin el escaso dato. Sí, obleas eran, dijiste, mientras yo sonreía sin ganas. ¿Por qué me ponía a sonreír si lo urgente era levantarte del brazo, meterte en el auto y seguir viaje hasta Buenos Aires para hacer el maldito estudio que quizá no sirviera de nada? Lamento mucho lo de la señora, dijo Matilde con pesar auténtico. Aunque la condolencia atrasaba diez años, me trajo una vez más la imagen de mamá, evocada todas las noches en el umbral del sueño, cuando alarga su mano para arroparme y me quedo dormida como si hubiese cubierto mis ojos con su nada. Me dio furia traer el recuerdo inútilmente, derrochar la imagen ya bastante gastada por el uso diario. En realidad, hacía tiempo que no se parecía en nada a mamá esa que venía a cubrirme todas las noches con la penumbra. Te levantaste, sacaste del bolsillo de la gabardina unos cigarrillos, un encendedor, y saliste de la casa sin agarrar tus cosas ni ponerte el abrigo. Matilde insistía con los recuerdos; parecían agolpársele unos tras otros. Cómo yo de chica le marcaba las patitas en el piso recién encerado, cómo ella me corría jugando y yo reía y reía. No pude desembarazarme ni por un momento de la absurda sonrisa, ni siquiera cuando me incorporé con cualquier excusa y salí a buscarte. Necesitaba verte a los ojos, preguntarte de qué te servía esa demora en las afueras de un pueblo de mala muerte cuando estaba en juego tu vida. De mala muerte. Sentí un escalofrío, aunque bien pudo haber sido culpa del relente que despedía la tarde o anunciaba la noche y que me tomó por sorpresa al atravesar la puerta. En el auto no estabas. Tampoco en los alrededores. Las luces del día, escanciadas casi todas en la negrura, daban ganas de llorar. A lo lejos, por detrás del huerto y de la casa, entreví una mínima nube de humo y parte de tu cuerpo. La parte por el todo, pensé. ¿Y yo de qué todo soy la parte?, pensé. No tendrías que fumar, dije con poco y nada de convicción. ¿Cómo ubicaste a Matilde después de tanto tiempo?, pregunté casi como respuesta a tu nueva pitada. Sin quitar la vista del horizonte, aguantaste un segundo el humo y después sonreíste antes de cambiar de tema: fijate, ¿lo llegás a ver? Casi no se ve, pero ¿no te parece asombroso ese alerce solo ahí, altísimo, resaltado en la llanura? Hasta tiene el tupé de competirle el protagonismo al horizonte, dijiste con uno de tus inagotables giros pretenciosos al cual, seguramente, le irías a encadenar algún otro. Y solo, además, agregaste, ¿cómo no fotografiarlo? Te miré y al fin entendí un poco. ¿Sin luz?, dije con ingenuidad, esa ingenuidad tan mía, tan halagada siempre por los hombres y que detestaba. Mañana, dijiste, si se despeja. Volví la cabeza otra vez hacia el alerce y traté de imaginar la foto. Aunque costaba demasiado vislumbrar el árbol en la negrura, sí distinguí cerca de este, aunque más cercanos a la casa, a dos perros grandes jugando como cachorros; subían uno al otro por turnos, jadeaban. ¿Y con el celular vas a hacer la foto?, dije sin sacar la vista de los perros. No, traje la Hasselblad; está en el baúl. Te miré y por primera vez en varios días me sostuviste la mirada, justo antes de decirme: Es la última. ¿Por qué decís eso?, reproché sin poder disimular la desesperación. Voy a dejar la fotografía, Romina, antes de que ella me deje a mí. Y la “Hassel” guardala vos después; te la dejo, no la voy a usar más. Te puede servir para estudiar. O vendela. Antes de que se vuelva una reliquia. No te pongas trágico, va a salir todo bien, dije tratando de imponer la frase sobre la realidad misma, de escribir la realidad con palabras inocentes traídas desde la época en la que nada amenazaba y, sin embargo, ya todo parecía terrible. No entendés, Romina. No es por mi cuerpo, por esa mierda que tengo. Solo que esta foto es el punto final perfecto. La vengo pensando hace tiempo. Además, ya casi no consigo negativo. Me cansé. Es como estirar el pasado. No quiero estirar tanto que se termine rompiendo. Pero tiene que ser al atardecer la foto, y tiene que estar despejado. Los perros empezaron a separarse un poco; uno de ellos se incorporó en dos patas, recogió un bulto en el costado y se dirigió hacia la casa. Aun cuando la luz exigua desde la cocina me develó a Paula acercándose, yo no podía dejar de seguir viéndola como una perra que había aprendido a caminar en dos patas, y que, cada tanto, algo debía morder.
SOBRE EL AUTOR
Alejandro Pereyra (Buenos Aires, 1962) es escritor, guionista y director de cine. Su obra transita entre la narrativa y el cine de autor, con un estilo intimista y poético que indaga en la memoria, los vínculos y los silencios.Emergente de la Escuela Provincial de Cine y Televisión de Rosario, realizó la dirección de fotografía de varios largometrajes a nivel nacional y regional. Su actividad literaria empezó a vislumbrarse cuando algunos de sus relatos formaron parte de antologías de la Universidad Nacional de Rosario, 1999. Publicó luego el libro de cuentos El peor de los desiertos, Baltasara Editora, 2012; y un tiempo después la novela breve Todos los fríos van al zar, El Pasquín editorial, 2016. En el año 2022 publicó en Editorial Casagrande su segundo libro de cuentos, Seguro estoy del viento. Actualmente está terminando la escritura de su segunda novela, La tardanza de los ojos, mientras prepara la reedición de su novela breve, «Todos los fríos van al zar, en esta ocasión seguida de algunas consideraciones sobre literatura moderna«. Varios de sus microrrelatos fueron elegidos para la edición de la antología 2008 del certamen de la Universidad Popular de Talarrubias. Es crítico y analista de cine, escribe en la revista «El cine, probablemente». La luz queda, publicado en 2025 por Ediciones Diotima, es su libro más reciente.
Ximena Pascutti (Buenos Aires, 1977) es periodista cultural y ambiental. Se formó en TEA y en el Profesorado de Lengua, Literatura y Latín del IES “Alicia Moreau de Justo”. Comenzó a trabajar en Policiales de Diario Popular y pasó por el suplemento de investigación de Perfil. Fue editora de la revista Rumbos (Clarín) durante 16 años y de La Garganta Poderosa, colaboró en Tiempo Argentino y Caras y Caretas. Actualmente colabora con el área de prensa de Editorial Planeta y con editoriales independientes, y coproduce los Premios Tango Siglo XXI.


