Reconstruir nuestra tradición, releer nuestro siglo XX
Atravesamos un periodo en el que las verdades absolutas o totalizantes han sido desterradas de nuestro horizonte epistemológico. Además del escepticismo y desencanto que genera la crisis de la modernidad, abre, por otro lado, las puertas a una pluralidad de interpretaciones sobre los fenómenos culturales. Esta crisis nos reformula la experiencia de la verdad como interpretación. Y más que relativismo o solipsismo, la verdad débil despliega la posibilidad de un conocimiento horizontal y abierto: “Queremos movernos libremente, pero sin ninguna ‘redondez’ clásica, entre muchos cánones, entre muchos estilos –de ropa, de vida, de arte, de ética– viviendo como un auténtico deber ético y religioso la ‘thlipsis’, el tormento de la multiplicidad” (Vattimo). Es en este escenario en el que una antología, si no desea verse anacrónica desde su preparación, debe plantearse.
Sigifredo E. Marín y J. A. Sánchez (137) aciertan cuando proponen una nueva conformación de las antologías a partir de la función del diálogo, cuyo argumento se desprende de la reflexión de Paul Auster cuando afirma que una antología no debe ser la última palabra sino la primera sobre el espectro que pretende abarcar. Éste fue el espíritu que impulsó a nuestro primer trabajo antológico sobre la poesía escrita por jóvenes, La luz que va dando nombre. Veinte años de poesía en México 1965-1985, y que de nueva cuenta forma parte de los principios que animan El oro ensortijado. Antología de poesía viva.
No obstante, la primera trampa que acecha a quien pretende elaborar una antología consiste en universalizar una experiencia subjetiva de lectura. En el mejor de los casos sólo es una ingenuidad, una falta de espíritu crítico y en el peor, una omisión premeditada. El antologador se asume como depositario de la verdad y de la justicia poética. De allí que Jorge Fernández Granados refiera que toda antología es un “ejercicio de poder” (10). Su juicio es certero porque en los últimos años –de acuerdo a nuestra conjetura- se ha falseado el gusto. Se ha pretendido imponer una poética tanto al interior del país como señalar, cara al extranjero, que ésa es la única poesía mexicana que merece ser leída.
La corrupción del gusto no es un fenómeno nuevo en la historia de nuestras letras. La segunda mitad del siglo xvii –la época de Sor Juana– es un espejo en el que nuestro actual mundo literario encuentra significativas correspondencias. Irving A. Leonard (191-212) nos informa acerca del notable florecimiento que tuvieron los torneos poéticos durante aquel siglo. Hacia 1683, la Universidad de México organizó un certamen de gran participación (se recibieron más de quinientos trabajos) (205). No obstante, aquellos poetas ofrecen poco material rescatable porque siguieron mal la lección culterana de Luis de Góngora. José Joaquín Blanco (144) ha hecho notar que el encumbramiento de Carlos de Sigüenza y Góngora –sobrino de aquél- sólo demuestra el terrible gusto de los criollos novohispanos.
Determinar las razones que segregaron a Sor Juana dentro del parnaso literario de aquellos tiempos no es asunto de este prólogo, sino reflexionar por qué en los últimos años viene sucediendo un fenómeno parecido. ¿Por qué en México hay una poesía cuyo prestigio y difusión no corresponde con la calidad que presume poseer? Lo cual conduce a plantearnos un objetivo: reconstruir nuestra tradición, releer nuestro siglo xx, a partir de los presupuestos arriba señalados; una antología que se sostenga, además, por un gusto honesto y una idea de la poesía.
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