Un ensayo del escritor cordobés Alfredo Lemon sobre el gran poeta argentino.
Casi al terminar el invierno, en agosto de 1990, falleció Edgad Bayley. Había nacido en 1919, fue el principal expositor del invencionismo en Argentina y uno de los creadores más respetados -no por ello del todo difundido- de la poesía contemporánea latinoamericana. Dicha corriente, según el autor, más que un movimiento, fue un llamado de atención hacia la necesidad de privilegiar el lenguaje, de atender, no sólo a sus proyecciones semánticas, sintácticas, fónicas y visuales, sino también, al modo de asociar las palabras integrándolas en imágenes y significados. “No se trata de negar el aporte del surrealismo, la apertura a las sensaciones del inconsciente, a la imaginación o al automatismo; sino de destacar la importancia de la organización y la elección de las palabras al momento mismo de la creación: el logos poético”.
El porvenir desata raíces
Por su actividad literaria, por su participación en memorables revistas de la época (Arturo -1944- Invención -1945- y Poesía Buenos Aires -1950-), como así también por su visión original y penetrante, su impronta se distingue dentro de ese magnífico coro de voces que fue la llamada generación del 40’/50’ en las letras de nuestro país. Y no por una mera cuestión de escuelas o de cronología sino porque su creación constituyó un punto crucial, cuando las vanguardias eran moda y los sentimentalismos de la retórica argumental de la prosa se filtraban en las operaciones mentales de los autores de la época. Bayley salió airoso de esas tentaciones aleatorias e ideológicas venidas de Europa y supo trabajar la creación en su esencia, desechando los falsos oropeles de la trivialidad: “vas a ordenar por fin tu cabeza/ hablar claro entender entenderte/ vas a tener revelaciones/ en tus manos/ vas a comprender por fin/ en la oscura mañana/ la libertad de no esperar/ de no culpar ni disculparte/ vas a ocupar el mismo interés/ cualquier ventana/ harás tuyo por fin cualquier paisaje/ la voz que tengas ese día”.
Fue propulsor de las tendencias artísticas de la modernidad, esquivó los riesgos de la frigidez del intelectualismo sin escamotearle a la palabra, el gusto por la libertad, la apoteosis de la vida: “no digo nada/ no explico/ no contesto/ no excusaré/ no espero/me acuesto/ miro al cielo/ miro al espacio/ al aire/ al río que me nombra.”
Su dicción encarna en el lenguaje y penetra en los sentidos y el espíritu, como cuando alude: “sobre el palmar tal alto/ se abre la roca del día/ caen las redes/ tras la noche/ prosigue la vertiente comunicando los nombres del mundo/ que recomienza.” Igualmente, ardiente y mesurado, apunta a la razón y al alma: “una lluvia de azufre una bandera en llamas, /cuando ella mira a lo lejos/ se disuelven las sombras y el crecimiento llega”.
Dotado de un saber libre de esquemas, dogmatismos o pedanterías, consideraba -como muchos hacedores actualmente- que el poema sirve para celebrar la existencia en contra de la muerte, cantar el milagro de sentirse vivo aun en medio del dolor, las pérdidas o la soledad: “es el momento mismo en que el amor/ brota un río verde en cada uno/ y nos vuelve a otro sueño/ en otros corredores/ un cielo nuevo nos abre su puerta lateral/ un pájaro un pulpo negro y blanco/ una arcilla un rayo un niño nos recibe/ y el aire cambia y la tierra grita/ en nuestras bocas.”
Poseedor de un discurso transparente y al mismo tiempo reflexivo, sus composiciones resultan acertadas y pulidas aunque parezcan escritas al conjuro de una expresión instantánea: “busco la marcha de cada letra/ la alegría de vivir en el descuido de mi retorno.”
Quiere encontrar en los actos cotidianos, la magia del día y sale a buscar su verdad, como el reflejo de una luz trascendente: “ando por las calles desconociendo el mar excepcional/ me paro a conversar con la larga mano de la llanura/ y sé de mí y del hondo kilómetro habitado”.
Por donde llega la mañana
Los versos se hilvanan ante la contemplación de pequeños éxtasis, ante los susurros de la naturaleza, el deambular de los hombres por aceras rápidas y la advertencia del reloj vital marcando límites: “me pregunto y es una pregunta inmoral / si servirá de algo abrir esa puerta/ que da al patio a la tierra al viento/ a los pasos de la gente/ me pregunto si servirá de algo escribir/ a estas horas de la noche/ en el silencio de mi habitación con la puerta cerrada.”
Como si nunca se aprendiera a vivir, como si cada herida fuera nueva y cada alegría algo por descubrir, se sorprende del rostro proteico de la realidad y ordena el caos circundante en contornos precisos: “hay palabras que te seducen/ quieres salvar el estupor de tu horizonte aéreo/donde se sostiene tu dispersa frescura/ el claro fondo de la estación hostil / el lienzo herido del rechazo/ el tiempo/ bóveda franca/ empuje y árbol/ retina de su vuelo.”
No duran los momentos de plenitud y la eternidad es efímera en su magnífico esplendor. No puede sostenerse más que un instante la visión fulmínea del deseo, ni permanecer demasiado en un conocimiento altivo: “y al desasirte/ al cuestionar el mundo/ al apagar tu voz/ otra voz habrá nacido/ en forma innumerable/ en otra senda/ tu día resucitado/ tu pregunta al borde de las horas/ a la fuente darán nuevo sentido”.
Perplejo, el celebrante considera que la existencia admite muchas aristas y además, la posibilidad de obtener sabiduría, experiencia y pasión, vigilia y remembranza: “los labios absortos /contradicen el móvil del día/ con el mismo fuego/ hemos llegado y partido/ ningún camino podrá hacernos diferentes.”
Con un poderoso anhelo de comunicar su espiritualidad, el escritor se ofrece a los demás, dibujando en sus composiciones, el perfil de una interioridad ascética pero abierta a otros espacios, donde no hay muros ni paredes, voces como mensajes de cara al futuro social de la humanidad: “para beber escucha/ para vivir también es necesario/ un rumor de cometas”… “sólo unas palabras/ para recordar que estas no vanas palabras, son tus manos que estrechan, latidos, señales anteriores a la torre de Babel”.
Alguien llama
Al recorrer la obra de Edgar Bayley se confirma que a través de su vida, trascendiendo su trabajo de empleado público, pudo encauzar su vocación literaria como traductor, cuentista, director teatral y dramaturgo. Supo lograr un arte poética desestructurada en lo formal pero sólida en su destreza: “he jugado he mirado es todo lo que tengo”; “poesía, esperanza viril entre los hombres”.
Remarco a su vez, que la gravitación del amor se hace presente en los diferentes ámbitos de la convivencia que el poeta observa y que en frases frescas como frutas agradables al paladar, permiten cantar y nombrar la cercanía de la mujer con fino erotismo: “a cuanto hemos vivido/ los cuerpos oponen sus últimas páginas/ al pasar/ los hábitos de tu cuerpo se inclinan sobre mi boca/ y todas las ventanas respiran cuando nacemos cada noche/ duramos en torno a nuestros brazos/ comienzan las palabras a cada seducción de los cabellos/ nacemos en la calle en el humo de las risas/ nuestro amor atraviesa las alas de los días festivos”.
Cabe mencionar que Ricardo Herrera ha sido crítico con el trabajo de Bayley. Al respecto entre otras consideraciones expresó: “Creo que muchas veces roza el kitsch en su afán de recuperar la unidad perdida, ¿o no hay algo de eso en una pareja que avanza por su sueño de felicidad recogiendo algas y caracoles?…Sí lo hay indudablemente…es mera ganga vanguardista”.
En contraposición, su compañero de ruta Enrique Molina elogió: “Carente en absoluto de todo lenguaje sublime, sin ninguna reverencia hacia la ortopedia del espíritu, la obra lírica de Bayley crea un espacio de alta tensión, una permanente apelación a la comunión humana, una respuesta al absurdo y a la muerte. Su energía se alimenta de esa fe en la poesía que arrancará a los hombres de sus televisores, de su gastronomía, de su miserable confort, para lanzarlos al mar abierto, en plena revelación, hasta que surja de cada cosa la esfinge de ojos cotidianos, el fondo de eternidad y de demencia oculto en el secreto de un vestido, de una cuchara o una jarra de vidrio verde.”
Concluyendo, estimo esclarecedor transcribir un pensamiento del propio Bayley en ocasión de una visita a Córdoba poco antes de su fallecimiento: “El poeta es quien tiene el cometido de velar para que el verbo y la vida, el amor y la libertad no pierdan solvencia. Debe posibilitar que el sueño, los hombres, las cosas, su condición y su acción individual, se hagan presente con voz y autonomía en el poema, integrándose allí en una estructura única y nueva. La poesía es un don, pleno goce de generosidad y gentileza; un sortilegio, una gracia que podemos gozar hasta la muerte.”
Gracias a una estética inteligente, su voz perdura como legado para las nuevas generaciones y su aliento nos renueva a intentar diferentes horizontes de escritura: “no esperes nada/ sino la ruta del sol y de la pena/ nunca termina es infinita esta riqueza abandonada.”
Alfredo Lemon (Córdoba, Argentina, 1960). Es abogado. Ejerció como Profesor de Filosofía en distintas Universidades de Córdoba. A lo lago de su carrera literaria recibió diversos premios. Ha publicado los libros de poemas Cuerpo amanecido, Ed. Lerner, 1988, Humanidad hecha de palabras, Ed. Lerner, 1991, Sobre el cristal del papel, Ed. Brujas, 2004.
Fotografía: cortesía del autor.