El Páramo, diario de viaje

El Páramo, diario de viaje

 

El Páramo, diario de viaje

 

Por Alicia Lazzaroni

 

Mi primer viaje a El Páramo, en diciembre y con amigos fue un fracaso. Había ráfagas de 90 kilómetros por hora, no encontramos el lugar donde estuvo el lavadero de oro de Julius Popper y se rompió el vehículo en la mitad de la península.
Por eso, un sábado de fines de marzo partí nuevamente rumbo a la bahía de San Sebastián. Aunque no confiaba mucho en mi resistencia a la soledad, esta vez no invitaría a nadie. Estaba muy emocionada, con la ilusión que despiertan las tierras casi vírgenes, el tiempo que nos pertenece por completo. Llevaba una carpa liviana, más apta para una playa veraniega que para una zona chata atormentada por los peores vientos, dos bidones de agua, la cámara de fotos, una biografía de Julius Popper que me sabía tan de memoria como mi propia vida, ropa de abrigo, una pala y alimentos para tres días.

El Páramo está envuelto en un halo de misterio debido a la legendaria figura del austriaco Julius Popper, que a fines del siglo XIX intentó crear un imperio en medio de la estepa fueguina. En su lavadero de arenas auríferas trabajaron ochenta extranjeros con moneda, estampilla y ejército propios.  Me intrigaba descubrir el promontorio en el que levantó su casa con torre, desde donde desafiaba las noches silenciosas tocando el clavicordio. Sin embargo no era su figura la que más me interesaba, sino la de su hermano Máximo, que a la edad de veintitrés había cruzado el mundo para enredarse también en la locura, y a los pocos meses de llegado fue a poblar tuberculoso el cementerio de mineros.

En el viaje anterior el administrador de la estancia Cullen, en cuyas tierras se ubica el paraje, nos había hablado sobre las características de esa extraña espiga de grava de apenas 18 kilómetros de extensión, formada por la deriva litoral. Su ancho más estrecho es de 150 metros en bajamar y durante las mareas extraordinarias suele desaparecer bajo el agua por unas horas. Los pescadores construyeron allí tres casas que abandonaron cuando se creó la reserva costera de aves migratorias y se prohibió la actividad comercial. El hombre también hizo alusión al viejo faro de hierro y a la alucinante punta de Arenas, el extremo de la península, que parece enfrentar como un navío la bravura del océano.

En el viaje me entretuve juntando leña, ya que en la estepa es un milagro hallar un árbol y más difícil aún que se haya venido abajo. Liberé a un chulengo atrapado en un alambrado y tomé algunas fotografías de esa hora en que el sol parece nacer entre los coirones y alumbra desde abajo el cielo plomizo. En la loma donde se ve por primera vez la bahía, bajé a mirar la península que intenta cerrarla por el norte, internándose brumosa e irreal en el agua, como si fuese un espejismo.

Al salir de la Ruta 3 para tomar el desvío a El Páramo, anochecía. La que se avecinaba parecía ser una noche sin estrellas. Cuando finalmente alcancé el mar, cerca del comienzo de la península, decidí cruzar la camioneta en el camino a fin de protegerme del viento y usar los focos para alumbrar el sitio. No se veía mucho. El ruido del Atlántico, que estaba alcanzando la pleamar, me acompañó durante el tiempo en que intenté infructuosamente armar la carpa en una zona de zanjas angostas. La lona flameaba y no había forma de asentarla en el piso, situación que terminó por alegrarme porque desde que llegué tuve la incómoda sensación de que alguien me vigilaba. Los ojos que me miraban terminaron siendo los de una oveja, pero mi ánimo ya se había echado a perder para dormir sola en un lugar desconocido, al lado del mar que sonaba con estruendo.

Cargué todo en el vehículo y decidí abandonar la base de la península para avanzar sobre ella hasta donde sabía estaba el primer rancho de pescadores, con la intención de hacer base allí dentro, encender un fuego y acostarme. La marcha se hizo lenta, estaba obligada a conducir a diez kilómetros por hora por la huella de piedras contenida entre el Atlántico y la bahía. Cada tanto descendía del vehículo y trataba de ubicarme. Durante una de esas oportunidades pude ver muy a lo lejos la lucecita del faro. Me sentí un poco más tranquila. El camino llevaba entonces a algún lugar, no era una boca oscura que me transportaría hasta el vacío. En contra de mis presagios, se estaban retirando las nubes de tormenta, aparecían las primeras estrellas y hasta se distinguían las luces de los establecimientos petroleros asentados en el semicírculo de la ribera marina.

Fue durante el silencioso trayecto que se me ocurrió la idea. Pasaría una noche en cada una de las casas de la península, como si hubiese reservado diferentes hoteles. Y llevaría un registro de mis impresiones. Seguramente Máximo había recorrido esa lengua pedregosa infinidad de veces antes de morirse en tierra fueguina. De él nunca había podido encontrar ningún retrato ni siquiera una descripción física. De Julius, en cambio, circulaban varias imágenes, algunas donde se veía su cabeza tempranamente calva, los ojos claros; otras en el campo junto a su gente, o las polémicas tomas en las que exhibía un arma de fuego junto al cadáver de un selk’nam. No tuve más remedio que imaginar a Máximo parecido a su hermano, pero más dorado, flexible como los juncos de la orilla, con todo el pelo y los ojos curiosos, las manos muy blancas, de dedos largos, indecisos.

Dos kilómetros más adelante llegué a la explanada donde se levantaba la primera vivienda, forrada con chapa. Preparé el farol y busqué la puerta, sin apagar aún las luces del vehículo. Como suponía, estaba abierta, así que entré. Había dos habitaciones y hasta un baño en el que no me animé a entrar. Estaba sucia, desordenada, con cosas tiradas por todos lados. Alcancé a vislumbrar unos platos de plástico gastados, papeles de diario, un overoll manchado de pintura, una vieja heladera que servía de armario, en el piso un block de cartas humedecido. Encendí unos tacos de leña en una salamandra oxidada. Al poco tiempo logré caldear el ambiente principal y cocinarme una sopa de verduras. El resplandor del fuego me permitió apagar el farol y las luces de la camioneta. Se veía todo muy extraño, como si se tratara de un espectáculo teatral. El rojo encendido que salía por los agujeros de la estufa iluminaba el recinto y el contorno de los objetos. El exterior, en cambio, se perdía en la oscuridad. Mientras armaba mi carpa en el interior de la habitación, noté que se llenaba todo de humo. No hubo forma de arreglar el tiraje y tuve que usar la salamandra de ese modo, aunque cuando se me dificultaba la respiración tenía que abrir la puerta para que entrase un poco de aire.

Tomé café, comí chocolates, di dos paseos más hasta el mar. Ya casi no había nubes, la enorme luna iba despejando el misterio del paisaje y dibujaba una estela triangular sobre el océano. La noche se veía hermosa y estrellada. El viento había desaparecido. Las olas acumulaban espuma en la playa, que se veía muy blanca, como ornamentada con bordes de escarcha. Desde la orilla podía admirar mi casa más arriba, en medio de la penumbra, iluminada por un cálido resplandor. Cuando me acosté traté de leer usando mi linterna, pero no me pude concentrar. A través de la tela casi transparente de la carpa tenía que vigilar la intensidad de las llamas y más tarde, cuando ya casi se había desvanecido la luz que destacaba los bordes de las cosas, unos ruidos desconocidos empezaron a concitar mi atención. Traté de no prestarles atención y seguí pensando en Máximo, en el joven e inexperto Máximo, nombrado primer jefe de la comisaría de San Sebastián. Nadie le había advertido que en las tierras australes lo importante no era pasar el invierno sino sobrevivir a la primavera, cuando se desatan fuerzas tan primitivas y esenciales que sólo resisten los mejor preparados, los más fuertes, como Julius que era como las yemas del ruibarbo, una verdura importada por los ingleses que se afincó en los jardines fueguinos con sus tenaces tentáculos rojos. Máximo había sido muy endeble. De chico había sufrido enfermedades inclasificables que hacían posible la lectura del mapa de sus venas bajo la piel. Un día en Punta Arenas lo confundieron con su hermano, por la pinta de gringo, y casi lo matan. Lo salvó Monseñor Fagnano, que también estaba en la ciudad, y les gritó a todos que ese no era Julio, como le decían los argentinos o Julius como escribían los poetas, sino su hermano menor que acababa de llegar de la Romanía, y entonces todos dejaron de pegarle y lo miraron bien y no pudieron creer lo que vieron, un pobre muchacho traslúcido y callado, que aceptaba resignado las magulladuras y bajaba la espléndida mirada clara como dándoles el perdón.

A la mañana siguiente apenas escribí en mi diario. Quería seguir viaje, aunque antes di una vuelta por los alrededores. Unos metros más allá había un galpón con unos piletones para la limpieza de los pescados. El olor fuerte aún persistía. Como mi viaje continuaba a pie, dejé la mitad de mis pertenencias en el vehículo y partí con una mochila con lo indispensable. Llegué a la segunda casa, que estaba alejada del mar, caminando hasta donde pude por la playa. No había ni una sola nube en el cielo celeste y hacía tanto calor que a cada paso me iba sacando ropa. Durante el paseo me crucé con infinidad de gaviotas cocineras que esperaban que me acercase para levantar vuelo. La playa era larga, no muy amplia porque la marea había crecido nuevamente, con arena fina y oscura. Hallé una vieja pala de minero. El vaivén del oleaje había blanqueado el mango de madera; la pieza de chapa se desarmó apenas la alcé.

El rancho parecía hecho con restos de otras viviendas y tenía una antena de televisión. Me costó encontrar la puerta de entrada, que estaba en la parte trasera. Había muebles, cortinas rojas, mantel de plástico, un jarrón con flores de terciopelo y hasta una muñeca sin pelo sentada sobre una de las cuchetas. Todo se encontraba en muy mal estado. Se notaba que allí había vivido una familia que seguramente se había marchado a pasar el fin de semana a Río Grande y nunca más había podido regresar. La sensación de estar allí dentro cada vez me gustaba menos, era como invadir la intimidad de alguien a quien ni siquiera conocía. Sentía pudor, no quería ni mirar ni tocar nada. No podía dormir en ese sitio, aunque tampoco estaba dispuesta a abandonar mi idea.

Mientras resolvía qué hacer almorcé al sol una ensalada con aceitunas y huevos duros y tomé cerveza para envalentonarme un poco. Ya no me sentía tan sola, un enjuto zorro gris iba y venía frente al bote medio desfondado que me servía de asiento. Vi guanacos que merodeaban por los alrededores, el macho acercándose para observarme y descubrir mis intenciones, las hembras más atrás, expectantes. Llegaron aves, entre ellas unos caranchos atraídos por los restos de un vacuno. Aproveché la tarde en comunidad para sacar fotos, leí más sobre la energía casi maníaca de Julius Popper, caminé, hice conjeturas acerca del extremo de la península, cuya forma no podía ni siquiera intuir desde mi punto de vista.

Según los hombres que trajo la fiebre desatada en la isla de Tierra del Fuego, en su mayoría aventureros dálmatas, Max era más tratable que su hermano. El mal carácter de Julius había cruzado el Beagle para asentarse hasta en las islas Lennox, Picton y Nueva y ni hablar de Punta Arenas de donde los pobladores lo echaron. Pero con Max, habían dicho, era imposible enojarse. Los mineros se reían de él, ya que causaba lástima verlo  avanzar disfrazado con su uniforme de policía, arrastrando las botamangas entre las piedras de la península, ayudándolos en sus momentos de ocio a cargar las zorras del Decauville, como un chico disfrazado de adulto, fuera de ámbito, atravesado por la sombra de una muerte prematura. Para colmo de males se le había ocurrido usar un tocado selk´nam que encontró junto a un cadáver, consistente en un triángulo de piel de guanaco que se ataba alrededor de la cabeza. Julius lo recriminó por ello. Sin embargo Máximo no dio el brazo a torcer y todas las mañanas, cuando vestía el uniforme gris de policía, los botines engrasados con cuidado maternal, completaba con el adorno velludo el atuendo de máxima autoridad estatal de San Sebastián. Le gustaba por su calidez y porque lo hacía más alto. Julius decía que de lejos se confundía con los indios y que no se enojara si terminaba con un tiro entre las cejas. Todos sabían que a Julius no le gustaban los asuntos de los naturales, aunque a veces los defendiera en sus discursos ante la Sociedad Geográfica Argentina. Son como animales decía; no saben escribir, ni leer, sólo vagan por la planicie tratando de robarle a los blancos. Por eso, para esa época, ya no iban mucho por la península, pese a las fáciles presas que quedaban encerradas por las mareas.

Tal vez por el efecto del alcohol decidí pernoctar en la casa, después de haber cenado a la intemperie, aunque entré cuando ya estaba oscuro. Inflé una colchoneta, me introduje en la bolsa de dormir para tratar de separarme un poco de la angustiosa sensación que me causaban los objetos y subí a la cama próxima al cielorraso veteado de humedad. Pronto bajé a buscar otra cerveza, aunque el miedo no cedió. No tenía sueño y mis oídos amplificaban los ruidos externos. Por momentos estuve totalmente convencida de que había un hombre encadenado en los alrededores, hasta sentía el sonido de los eslabones al chocar contra las piedras, lo escuchaba respirar, imaginaba también que el sitio se llenaba de pájaros que me venían a lastimar con sus enormes picos rojos. Fue la peor noche de mi vida. Y tuve tanto, pero tanto miedo que ni siquiera pude bajar de la cama. No dormí nada. A las siete, cuando amaneció, me fui a descansar afuera. Desperté a eso de las once, recuperada y feliz, junto a un pingüino enfermo y desplumado. Yo sabía que Max no era quien Julius pensaba, ese a quien había llamado para luchar contra el gobernador de la Tierra del Fuego, su mayor enemigo. Ya con sólo verlo, cuando bajó con su bolsa de libros del transporte nacional Villarino, se dio cuenta. A pesar de que Julius leía mucho y poseía conocimientos diversos, al embarcar primero acomodaba la carabina, las balas, los mapas y más tarde la lectura. Era ante todo un guerrero, un cartógrafo y geógrafo, si escribía era para redactar proyectos y describir accidentes geográficos, en cambio supo, y no le quedaba la menor duda, que Max garabateaba poemas y que hubiese bastado un leve soplo de viento para tumbarlo. Se maldecía por haber pensado lo contrario, ahora tendría dos problemas, el gobernador y Max, fuera de otros no menores, como sus trabajadores que se enfurecían por el escaso oro con que les pagaba o los indios o los salesianos que también tenían proyectos para esa parte de la isla.

Seguí viaje. Torcí el rumbo para investigar la costa de la bahía, donde hubo una lobería y un antiguo puerto lanero para servir al comercio de las estancias. Cada hueso amarillento y poroso que levantaba del piso, entre el verde brillante de las matas de Salicornia, se desgranaba. Todo era así en esa región desolada, apariencias que se desintegraban apenas ponía una mano sobre ellas. Más adelante ni siquiera había huella. A esa altura la península estaba formada por olas pétreas que subían y bajaban, después de las cuales se alcanzaban a divisar nuevas ondulaciones de piedras redondas de todos tamaños y colores. Nunca había visto un lugar así. El calor aumentaba por la caminata y el esfuerzo cada vez más grande de caminar sobre un suelo tan accidentado. Por la playa ya no era imposible avanzar, pues la marea la había cubierto en toda su extensión. ¿Se habría preguntado Máximo alguna vez qué hacía en medio de la nada? ¿Era comisario? ¿Comisario de quiénes, de unos hombres sucios, con olor a alcohol, que se mataban unos a otros por una pizca de oro? ¿Y para qué servía ese metal? ¿Compraría acaso la admiración? ¿Alcanzaría para eso? Máximo se había ofrecido a cruzar medio planeta hasta recalar en San Sebastián, un territorio ignoto que le daba miedo, sólo para conquistar a Julius, que nunca lo había considerado un hombre. Pero sabía que la batalla estaba perdida y que tenía el semblante exacto de los que mueren por amor. Sólo era cuestión de tiempo.

La tercera casa, ubicada muy próxima al extremo de la península, consistía apenas en cuatro paredes de madera abiertas al mar y a los vientos del sur. Por una de las aberturas donde antes hubo marcos de ventanas se veía el océano Atlántico, verde y transparente; otra daba a la bahía de San Sebastián. La puerta estaba abandonada entre las rocas, a unos metros. Más que casa parecía un cortaviento. Era muy pequeña. Adentro había una mesa, dos sillas y unos estantes de madera tan descolorida como la de la fachada. Me gustó por lo despojada, por su comunicación con el exterior, pero más que nada por ser la última. No acumulaba recuerdos ni ausencias; todas las huellas habían sido barridas por las frías lluvias. Fui a buscar la puerta y la apoyé contra la pared, pensando que más tarde podría asirla con algún alambre de esos que siempre se encuentran en el campo, junté unas siemprevivas ya secas que puse en un frasco y coloqué sobre la mesa el mantel a cuadros que siempre llevaba en la mochila.

Cuando terminé de instalarme, como en cada una de las anteriores paradas me puse a pensar en Máximo, muerto en El Páramo durante la primavera de 1891. Esa última noche me quedé despierta hasta tarde al calor de un pequeño y desvencijado tacho, sin poder alejar al muchacho de mi cabeza, si es posible pensar en alguien que carece de rostro y que nunca conocí. Sin embargo, el lugar, donde reposaban sus huesos, conservaba algo de su esencia. A veces recordaba párrafos leídos, otras imaginaba instantes de su vida en el campamento a partir de los pocos datos que tenía, como, por ejemplo, su noche inaugural en San Sebastián. Máximo se había despertado y sumido aún en los desvaríos del sueño vio por la ventana una loma oscura. Lo primero que le vino en mente, aunque no quería recordar nada, ni donde estaba, ni cómo y por qué había venido, fue Filaret, un nombre de su tierra, familiar, que luego Julius agregaría a su propio mapa. Fue el único topónimo creado por Máximo y la denominación que recibiría la comisaría de San Sebastián. Esa noche en Filaret, que en ese momento aún carecía de nombre, Máximo tuvo ganas de llorar. Era el mes de abril y la noche demasiado solitaria. Se despertó transpirando a pesar del frío que trajo la salamandra apagada, encendió el farol y se asombró porque la estepa también tenía sonidos, como los tenía el bosque. Era un silbido que se arrastraba por lo bajo. Lo imaginaba zigzagueando entre los coirones, ampliándose en los gritos de los coruros y el respirar de los zorros.

A la mañana siguiente me desperté temprano y antes de emprender el regreso a Ushuaia salí a inspeccionar los alrededores. Llegué al faro, apoyado en un esqueleto metálico que parecía haber perdido su antigua solidez, y al que intenté sin éxito subir. Ante mi sorpresa vi que no emitía ninguna luz y que el vidrio que había protegido el receptáculo luminoso estaba completamente destruido. Di algunas vueltas, retrasando la llegada al final del recorrido, la punta de Arenas, magnífica y solitaria en pleno mar abierto. Cuando la alcancé, me senté sobre las piedras, rodeada por el agua que formaba pequeñas olas encrespadas. Y allí me quedé, con las plantas de los pies aún doloridas de tanto caminar, el estómago vacío, un poco mareada de respirar tanto aire puro, casi como si estuviese navegando en esa tierra de extraña morfología a la que Julius había dedicado algunas de sus páginas más floridas y Máximo ofreció su vida breve, sin ganas de levantarme, sumida en una inercia a la vez reconfortante y desesperada, sabiendo que ya no habría nada más, como a veces sucede cuando uno no opone ninguna resistencia a cumplir sus sueños.


paramo2Alicia Lazzaroni Nació en la Plata, Bs. As., aunque vive en Ushuaia desde la infancia. Es licenciada en Turismo por la UNPSJB y escribe textos de divulgación histórica y turismo sobre la Patagonia, crónicas y cuentos. Publicó los libros Monte Susana. Historia del tren de los presos de Ushuaia, Gente de Montaña (en el cincuentenario del Club Andino local, y relativo al desarrollo de los deportes invernales en Tierra del Fuego) y Celdas. Textos de presos y confinados en Ushuaia (1896-1947), que fue reeditado este fin de año. Participó en investigaciones académicas sobre el imaginario austral. Actualmente trabaja en la escritura de una obra de recopilación de leyendas urbanas fueguinas, cuya investigación realizó en 2014 mediante una Beca del Fondo Nacional de las Artes, y realiza estudios de posgrado sobre gestión del Patrimonio Cultural Inmaterial.

Este relato obtuvo una Mención Honrosa en el Concurso de Cuentos Juan Bosch de la Región Chileno-Argentina Austral (2013), organizado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile, y fue publicado en un libro junto a los otros premios.

Fotografías: Alicia Lazzaroni

El Páramo, diario de viaje

Un relato de Juan Bautista Duizeide

 

Con alegría compartimos este relato del escritor Juan Bautista Duizeide, publicado originalmente en el suplemento Verano 12 de Página/12. Duizeide ya ha navegado por los géneros de la novela, el cuento y el ensayo, y acaba de lanzar un nuevo volumen de cuentos, Noche cerrada, mar abierto, por editorial Leteo.

 

El joven Gonzaga a la deriva por el Golfo de Penas durante un blackout piensa

 

A Eric Schierloh

 

El Hornero sube y baja, lentamente, con las olas, redondeadas y largas, que lo alcanzan, desde el oeste, después de cruzar miles de millas por mar abierto. Lentamente se va cruzando a la marejada. Empieza, ahora a rolar, lentamente, pero cada vez de manera más pronunciada. A rolar sin rumbo. A rolar con abandono de bestia herida. A rolar. Lenta, lenta, lentamente.

De golpe se apagaron las luces, se detuvieron las máquinas, cesó el estrépito que los acompañaba desde la zarpada. Se disolvió la estela en el mar, lo blanco en lo verde, lo allá en lo acá. Y ahora no funciona la radio, no funciona el radar, no funciona el girocompás. Y rolan. Lentamente rolan. Sin nada que hacer en el puente, salvo mirar hacia afuera y esperar, el joven piloto oye abajo ruido de cosas que ruedan, se caen, golpean, oye risas como gritos y gritos como risas. Sugestiones de la inmensidad venciendo el adentro. Suspiros de brujas y jadeos de santas.

Todo barco es un monasterio y es un manicomio.

Todo barco.

 

*             *             *

 

A lo lejos, arriba y abajo con los bandazos del Hornero, un gris espeso, un tanto más espeso que el de las nubes bajas arrastradas por el viento del oeste, late al filo del horizonte. ¿La península de Taitao?

A lo lejos, arriba, abajo, gris, siempre lejos.

Subió a las puteadas el capitán apenas se empezó a detener el barco. Llegó agitado al puente, manoteó el teléfono para llamar a la sala de máquinas. El joven piloto lo miraba de reojo. Antes de hablar, volvió a colgar el aparato. Sí, que boludo. Eso dijo el capitán. Como si le contestara el pensamiento al joven piloto. Vaya a buscar al jefe, le gritó al marinero de guardia. No puede acostumbrarse, aunque lleva incontables viajes como capitán de este barco, a que la electricidad se corte de golpe y sin que encuentren una razón. O al menos una buena excusa. No puede acostumbrarse a que no funcione ninguna de las radios, a que los bancos de baterías sean sólo un decorado para zafar de complacientes inspecciones. Cree, lo ha dicho alguna vez, borracho, en el comedor de oficiales, que no hay peor ciego que el sordo. Y además se siente, dicen que dijo, aquella vez, una bestia encerrada en un laberinto de silencio y de negrura. Para colmo, un falso silencio.

Todo barco lleva, desde el momento mismo de su botadura, una carga de oscuridad.

Todo barco.

 

*             *             *

 

Se detuvieron los generadores. Sin aviso. No encontramos… Dice el jefe de máquinas apenas llega al puente, en un resuello lo dice, con el último escalón latiendo, todavía, en la planta de sus pies, latiendo. Eso ya lo sé. Bufa el capitán. Necesito una solución, no una queja.

El joven piloto mira hacia proa. Arreció el viento del oeste, sopla cruzado a una corriente como una larga lengua fría que viene de las islas, que sube del hielo al ecuador pasando por ese golfo, y sortea cada península, cada punta, cada islote, obstinada, constante, desde que el tiempo se mide en miedo.

Crucificado entre el viento y la corriente, el barco mira hacia tierra. Hacia donde se supone que debería estar la tierra. Hacia donde se supone que debe estar el este. Fuera del alcance visual, esa tierra, ese punto cardinal, son una creencia o una superstición. El joven piloto, hace minutos, mira hacia allá. No puede, no puede, no, dejar de mirar y mirar. ¿Hay un edificio inmenso iluminado como en fiesta o revuelta? ¿Hay una cordillera en llamas? ¿Hay un bosque rojo, tan rojo que cualquier fuego sería pálido? ¿Un desfile de gigantes? ¿Una batalla que parece nunca ir a terminar?

Todo barco es una máquina de alterar la percepción de los navegantes.

Todo barco.

 

*             *             *

 

Dejaron de discutir el capitán y el jefe de máquinas. Ya oscurece. En un claro del cielo a salvo de nubes comienzan a dibujarse retazos de constelaciones. Orion. Cetus. Capricornio. Ahora que no discuten, cuentan. Se cuentan. El capitán. El jefe. Por la oscuridad brillan historias de ésas que peregrinan, milla a milla, noche a noche, viaje a viaje, de barco en barco, de época en época. Parapetados en la negrura, sin osar a una palabra, el joven piloto y el marinero de guardia escuchan. El capitán cuenta de un viaje con trigo a Java. Cuenta que tardaron semanas en descargarlo, que llovía y llovía. Y cuando zarparon, desde el muelle decenas de mujeres perfumadas a selva se arrojaban, gritando, al agua resplandeciente y putrefacta. Y también algunos hombres. A los gritos. Más fuerte y más agudo. En una lengua hecha de leves latigazos. Mujeres y hombres tragados por el agua, por el silencio, por la distancia. Termina de contar el capitán y el jefe de máquinas le cuenta de un viaje a Hamburgo, directo desde Buenos Aires, antes de que los barcos de carga dispusieran de radares. Más de dos semanas de niebla cerrada tocando la sirena todo el tiempo, la sirena de niebla, de día y de noche, a cada minuto, más de dos semanas. Y agrega, después de una pausa, que fueron, aquellas, las únicas sirenas que le tocó oír en décadas de mar. Y el capitán, entonces, cuenta de un viaje, durante su primer año de navegación, directo de Santos a Capetown, en lastre. Y recuerda las olas de aquel cruce, color verde, color violeta, color pizarra, fáciles de nombrar, sí, pero de tonos que nunca existieron salvo en aquellas olas. Y luego las olas del Cabo, más altas, todavía, que las del cruce, y varios de la tripulación en la popa, varios que ya no cumplían con ningún trabajo, con ninguna guardia, y pasaban las horas, las horas muertas, rezándole a una virgen de latón oxidado, en la popa, la popa que subía y bajaba con aquellas olas demenciales, en medio de un olor a sal más penetrante que la peste, cuenta y se repite, como las olas, nunca igual.

Todo barco es una máquina de contar historias.

Todo barco.

*             *             *

 

Ahí en el puente, a oscuras, en silencio, están el capitán, el jefe de máquinas, el joven piloto, el marinero de guardia. En el comedor, el resto de los marineros. Dejaron hace rato de jugar a las cartas. Dejaron hace rato de hablar. Se miran a la luz de velas que empiezan a menguar. Entre chisporroteos con aroma a pasado. A recuerdos tan falsos como inolvidables. Y abajo, en las máquinas, a la luz de las linternas, el primer oficial de máquinas, y el segundo, y el tercero, y el mecánico, y el electricista, y todos los engrasadores. En lucha. En lucha con lo que no saben. No saben cómo. No saben qué. Y luchan. Encerrados. Ahí abajo. En la sala de máquinas. El jefe les dijo, y se fue, que de ahí no salen hasta que lo arreglen. Y ellos siguen, casi a ciegas, transpirando en esa cueva de acero. Y todo el resto de la tripulación, en otras partes del barco, está encerrado también. Están todos encerrados en ciento treinta metros de acero que limitan con el casi infinito del mar, con el infinito de la voz que habla adentro de cada uno de ellos, más incesante, más inclemente que ningún oleaje. Mientras el barco rola, rola, rola. Se embarcaron para ganar más dinero que los demás, se embarcaron contra la esperanza, contra la desesperanza, por el aburrimiento del mundo, por lo excitante que podría ser andar el mundo. Y ahora rolan, rolan, rolan.

Todo barco es una cárcel de ilusos reclutados por la libertad.

Todo barco.

 

*             *             *

 

Suena cada mínimo sonido del barco ahora que las máquinas no suenan. Suena el agua. Suena el viento. Suena hasta el más ínfimo desplazamiento de cuerpos, de objetos, suenan las ideas como un zumbido, suena todo lo que nunca suena y tenía una voz guardada para un momento como éste. Y suenan las respiraciones de ellos cuatro, ahí, en el puente. Callados. Y el joven piloto piensa: ¿dónde fue aquello, cuándo? Ese hombre que sale de un callejón, a la noche, un hombre al que prácticamente no llega a verle la cara, un hombre al que prácticamente no llega a oírle la voz. Un hombre que sale de un callejón, lo toma de las solapas del abrigo, lo sacude, no sabe si con entusiasmo o desesperación, y le dice algo, le grita algo que no sabe si es una pregunta, un pedido de ayuda, o alguna propuesta de esas propuestas como sólo florecen por los puertos del mundo. Algo con demasiadas consonantes. Y sin esperar, sale corriendo y se pierde en lo hondo de ese callejón por el que apareció. Y el joven piloto piensa: ¿cómo se llamaba aquella muchacha de pelo castaño que le confesó, riéndose, mi segundo nombre es…? ¿Y cuál era aquel nombre? Tenía flequillo y le gustó cómo se reía. Y el tono de su voz, su voz en un idioma que no entendía del todo. ¿Era en Marsella o en Copenhague? ¿O en algún puerto italiano después de la guerra? No puede acordarse. Tampoco se puede olvidar.

Todo barco es una máquina de urdir olvidos, una máquina de tentar memorias.

Todo barco.

 

*             *             *

 

No hay novedades de abajo. ¿Hace cuántas horas que están allá en lucha, en lucha con lo desconocido, a la luz de las linternas, mientras el barco rola y rola y rola? Siguen a la deriva. Hacia el sur van, hacia el sur mirando al este. Si su estima no los engaña. Sin luces, sin radio, sin nada que hacer ahí en el puente. El mar es grande, pero la desgracia es siempre certera. Pusieron luces de emergencia para que los vean desde cualquier barco en navegación por la zona. Luces que saben siempre insuficientes. Así como saben que ahora, sin gobierno, son un obstáculo casi invisible para cualquier barco que pudiera aparecer. Un regalo del peligro.

El mar está vivo, por eso es que se deforma. Crecen horas sin sol, sin horizonte, sin. Se intensifica el viento del oeste, las olas, de tanto en tanto, rompen contra la popa y salpican hasta la caseta de las máquinas con un hervor que oyen desde el puente, y cubre, por un momento, cada ruido, hasta extinguirse en un suspiro de sal. Y vuelven, tímidas, las voces de gente que aún insiste en hablar de tanto en tanto, el golpe de cada cosa que se suelta y rueda y cae con estos rolidos, ahora más acentuados, más veloces, rolidos que hacen difícil estar de pie, de pie como ellos cuatro ahí, en el puente.

Piensa el piloto qué pasará abajo, en las máquinas, cuándo terminarán y volverá a haber luces, rumbo, y un ruido que cubra todos estos ruidos solos, separados, hirientes. Van hacia el sur mirando al este. O eso creen. Y rolan, rolan, rolan. Por la noche del Pacífico, en manos del viento, en manos del agua. A su merced. Pero lo más terrible es cómo suena todo en esta prisión de acero a la deriva, gran caja de resonancia de lo oscuro.

Todo barco es un vacío.

Tarde o temprano, el mar, o el tiempo, lo llenan.

 


 

Juan Bautista Duizeide (Mar del Plata, 1964). Escritor, traductor, periodista y piloto de buques mercantes. Egresó del Liceo Naval Almirante Brown como guardiamarina de la reserva naval, posteriormente se recibió de piloto de ultramar en la Escuela Nacional de Náutica Manuel Belgrano. Navegó en buques de guerra así como en petroleros, graneleros y pesqueros. Estudió periodismo en la Universidad Nacional de La Plata. Publicó las novelas Kanaka y Lejos del mar; los libros de cuentos Contra la corriente y Noche cerrada, mar abierto; el libro de no ficción Crónicas con fondo de agua, los libros de ensayos Alrededor de Haroldo Conti y Luis Alberto Spinetta, el lector kamikaze, y la antología Cuentos de navegantes. Fue editor de la revista Puentes, publicación especializada en historia reciente, memoria y derechos humanos, así como del informe anual del Comité Contra la Tortura. Ha colaborado con notas para los diarios Clarín y Página12, y las revistas Sudestada, Con V de Vian, Crisis, Siwa, Carapachay, Humo, Lucha armada, ADN Cultura y Radar. 

 

Fotografía: Esteban Lobo

 

El Páramo, diario de viaje

“La mafia rusa”, un relato de Miguel Gaya

 

No soy el mejor en mi oficio, eso está claro. Tampoco el más requerido. Que sonara el teléfono y que fuera por un trabajo me desbocó el corazón. Señal que debería haber atendido, en vez de colgarme de la pastosa voz y de su acento raro. Para cuando pude descifrarlo, la conversación había terminado. “La mafia rusa” me dije, maravillado.

Como no podía ser de otro modo, la cita fue en la calle Moscú, incongruentemente, esquina Altolaguirre; pero, ¿cuántas otras calles corta Moscú? Pocas, muy pocas en el barrio demente de Parque Chas. Mientras esperaba impaciente, pensé en el esfuerzo del viejo Luchi para transformar esos parajes mezquinos en algo mitológico.

Pero yo no me había movido mucho de los tópicos después de todo. Para causar buena impresión me había puesto un impermeable con las solapas levantadas. Fue una suerte, porque era una noche de perros. Bochornosa, pero de una llovizna persistente.

Los faros sobre el empedrado anunciaron el único auto que enderezó por esa callejuela. Para mi consternación, no era un Volvo negro, sino un Lada desvencijado, de esos que para mayor escarnio imitan un Fiat. Acá hay coherencia, creo que pensé. El gordo que manejaba se estiró para abrirme la puerta de atrás, que volvió a cerrar con un ruido lastimoso de chapa vieja. “Buenas noches” dijo, y aún así su voz sonó con varias erres. Si no hubiese sido por los barquinazos, hubiera jurado que no había puesto en marcha el auto. Todo allí era lluvia, vapor, sombras de árboles enormes y luces mortecinas de la calle.

El gordo era una caricatura de un matón de la mafia rusa. Rapado, con un cuello grueso y ojitos hundidos. Y un apestoso olor a vodka, chucrut o lo que fuera. Era evidente que me distraje, porque me sobresaltó ver a un tipo sentado en el asiento trasero, casi pegado a la ventanilla opuesta. Era flaco, narigón, con un flequillo ridículo, pulóver y campera de cuero negro. Demasiado abrigado para la estación, pensé, pero vienen de Rusia, después de todo. A la luz de un relámpago, o de apenas una luz municipal, ahogué un grito. El flaco era, sin lugar a dudas, Maiacovski.

Me le quedé mirando como un estúpido y él, con un gesto de fastidio, hundió el índice en la espalda del grandote que manejaba. El gordo me miró por el espejo  retrovisor y me confirmó: “Es el camarada Maiacovski”. Miraba desorbitado a uno y a  otro, pero en lo único que pude pensar fue que el gordo había comido ajo, mucho ajo. Tragué saliva para decirle algo al poeta, pero él habló en ruso, directo al gordo.

“Dice el camarada que lo conocemos. Conocemos su trabajo y su reputación, así que tenemos un encargo para usted”. Asentí estúpidamente. Quiero decir, con la boca abierta. Hubiera dicho que sí a cualquier cosa. Maiacovski siguió hablando, con voz apagada y rápida. Nunca pensé que pudiera hablar así, siempre lo pensé hablando fuerte, a multitudes. Pero así hablaba.

“El camarada es un hombre amplio, ecuánime. Comprende que los hombres  hablan lenguas diferentes, y que los pueblos pueden compartir la poesía, más allá del idioma. ¿Me sigue?” Dije que sí, claro. Maiacovski siguió hablando, perentorio. El gordo tradujo:

“Así que él está dispuesto, qué digo dispuesto, feliz”, apuntó, girando un poco su enorme torso, “a escuchar su poesía en cualquier idioma del mundo, en cualquier voz de cualquier hombre, ¿me entiende?” El gordo se aplicó a intentar acelerar en una bocacalle donde parpadeaba un semáforo, con un resultado lastimoso. Maiacovski ahora hablaba más alto, más rápido.

“Pero lo que ha hecho Lila Guerrero no tiene nombre. Se le fue la mano. Nadie tiene ese derecho”. Me quedé sin habla, por más que antes no hubiera hablado. El gordo siguió, casi pisándose con las palabras del poeta. “En la poesía se puede ignorar todo: las imágenes, la rima, hasta la distribución de los versos, pero la música, ¡jamás! ¡Jamás el ritmo! ¿Me entendió?” Dije que sí con la cabeza. “Si le sacamos el ritmo a la poesía, su música, ¿qué queda?” me preguntó el gordo, mirándome con sus ojitos hundidos en la grasa. Me sentí personalmente interpelado, pero intuí que era peligroso contradecirlo. Maiacovski se echó para atrás, como cansado. Ahora las palabras eran rápidas, pero apagadas.

“No le pedimos algo peligroso. Lila Guerrero debe ser ahora una persona mayor, que no opondrá resistencia. Tampoco queremos nada cruento. Algo profesional, rápido. Elija usted el método, pero el camarada se inclina por disparos de revólver, o pistola, lo mismo da”. El poeta se calló y clavó la vista, como desinteresado, en la ventanilla mojada. Pensé en “la nube en pantalones”, en la melancolía y el suicidio del poeta. Aunque, después de todo, alguien que se descerraja un balazo en el corazón no es precisamente un blando. Pero había algo en toda la escena que me desagradaba.

Por su cuenta, sin indicaciones del poeta, el gordo siguió  hablando: “Sabemos que es un profesional, que es su trabajo, así que díganos usted su precio”. Suspiré hondo antes de hablar. El encargo no me gustaba. Pero después de todo, Lila Guerrero sería, según mis cuentas, una vieja derrengada, si no estaba ya muerta de muerte natural. Seguramente ellos no lo sabían, o no lo sabían con certeza, de lo contrario no estarían acá, tratando de contratarme. Pero no me gustaba. Teníamos una ética: nada de mujeres, nada de menores, y nada de violaciones a ninguno de ellos llegado el caso. Pero el trabajo escaseaba. “30.000”, dije, para desalentar. “La mitad ahora”. El gordo me miró por el espejo. Asintió. Sentí al mismo tiempo alivio y una punzada en el estómago. Después de todo, ¿quién puede juzgar una traducción? Y, en rigor, era eso lo que me molestaba.

“Escúcheme, camarada, ¿cómo sabe usted que la traducción es mala?” Maiacovski me miró, en silencio, algo molesto por haberlo sacado de su ensimismamiento. “¿Cómo sabe que las versiones no respetan el original?” insistí. Con fastidio, el poeta oprimió su índice contra la espalda del grandote, que dándose vuelta hacia él escupió algunas frases en ruso, o eso supuse. Maiacovski pareció reflexionar sobre lo dicho, y le comunicó algo al gordo. “Me dijeron”, dijo escuetamente el gordo. Me quedé pensando. Maicovski había dicho varias frases, su parlamento fue, si no largo, bastante más abultado que un escueto “Me dijeron”. Se lo hice saber al gordo. Le dije, además, que todo idioma tiene su ritmo, su respiración, que no se puede condenar así como así una versión, por más que no respetase literalmente, li-te-ral-men-te, repetí, las palabras originales. El gordo iba traduciendo lo que yo le decía,  pero entre que me miraba a mí para escucharme, y se daba vuelta  para el otro lado para hablarle a Maiacovski, el auto daba bandazos y se metía en todos los pozos de la calle cualquiera pero poceada por donde íbamos, creo que sin rumbo.

Maicovski respondió. O mejor dicho, le dijo algo al gordo. El gordo me interpeló. Que quién era yo para decir eso. Que dónde había leído yo sus poemas en ruso, ¿o acaso lo había hecho? No tuve más remedio que negar con la cabeza, y una sonrisa desdeñosa paseó por los labios finos del poeta. Pero aún así, dijo el gordo, aún así, debería saber cuándo un poema arde y cuándo es una fantasmagoría. Lo miré asombrado. No podía imaginarme la palabra “fantasmagoría” en ruso. Le contesté que generaciones de argentinos, qué digo argentinos, de hispanoparlantes, se habían emocionado y vibrado con los poemas de Maiacovski en español gracias a Lila Guerrero. Qué cómo se atrevía a sentenciar a alguien que había llevado amorosamente su voz, su voz propia, a oídos y corazones impensados por él, que ni siquiera sabía que existían. El gordo traducía atropelladamente a Maiacovski, y Maiacovski atropelladamente le contestaba. No le dejé seguir. “¡Dígame, dígame si usted los escuchó en español, si usted los entiende, si entiende lo que escribió!” grité. El gordo intentó entender si me refería a que si entendía lo que Lila escribió de lo que escribió él, o si él entendió lo que había escrito él. Que con él se refería a él, al camarada. Al camarada Maiacovski, claro. Lo interrumpí. Vociferé: “¡Dígame usted y en español su verso mejor!”

Lo que siguió fue un pandemonio. Maicovski gritaba. Yo vociferaba sus versos en español. Supongo que él los aullaba en ruso. El gordo gritaba también, para ambos lados. Comenzamos a empujarnos uno al otro, gritando algo que tal vez creíamos poesía. Finalmente el gordo desde el asiento del conductor estiró un brazo descomunal y agarrándome de las solapas me estrujó contra el fondo del auto.

“¡Basta! ¡No vamos a discutir con usted crítica literaria!” gritó. Maiacovski se alisó sus ropas y se volvió a hundir en el asiento, sonriendo con desdén. “¿Toma el trabajo o no toma el trabajo?”

Dije que sí con la cabeza, tratando de componer una figura digna. El gordo tomó un sobre del asiento del acompañante y empezó a separar billetes. Había un montón. Quedaron más de los que me alcanzó en un puñado. Los agarré sin mirar, y el gordo paró el auto y abrió la puerta.

“Adiós” dijo. “Nos enteraremos cuando termine el trabajo.” El auto se separó del cordón y se perdió en la noche, con una sola luz y sacando humo por el caño de escape.

Me acomodé el impermeable para recuperar la compostura. Busqué una luz cercana para contar los billetes. Estaba junto a un paredón sombrío e inacabable. La Chacarita, me dije. Un lugar bueno como cualquier otro para empezar a buscar a Lila Guerrero. Caminé hasta una luz amarillenta y allí le eché una ojeada a los billetes. Todos escritos en cirílico, donde hercúleos obreros dibujados abrían el camino al porvenir.


Miguel Gaya (Buenos Aires, 1953). Integró el Grupo Onofrio de Poesía Descarnada junto con Javier Cófreces y Jonio González; fue miembro del Comité Editorial de la revista de poesía La Danza del Ratón, desde 1981 hasta su transformación en Ediciones en Danza en 2001; socio fundador y actual secretario del Centro PEN Argentina. Es abogado.

Ha publicado los siguientes libros de poesía: La vida secreta de los escarabajos de la playa (1982), Levanta contra el viento la cabeza oscura (1983), Colección Robin Hood (1994), Siluetas en la corriente del río (2000). En Ediciones en Danza publicó: Los Poetas Salvajes (2003); Lo efímero y otros poemas inestables (2009), El alma y otros lugares (2012), Cabeza de artista (2016). Las novelas: Contemplar ese animal sangriento (España 2008), finalista del Premio Biblioteca Nacional 2006; Una pequeña conspiración (2012), finalista Premio Novela Negra 2011, y Resurrección de un comisario (2016). Integró diversas antologías nacionales e internacionales.

Fotografía: cortesía del autor.

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