by Claudio Medin | 15 \15\America/Argentina/Buenos_Aires abril \15\America/Argentina/Buenos_Aires 2018 | Narrativa
No soy el mejor en mi oficio, eso está claro. Tampoco el más requerido. Que sonara el teléfono y que fuera por un trabajo me desbocó el corazón. Señal que debería haber atendido, en vez de colgarme de la pastosa voz y de su acento raro. Para cuando pude descifrarlo, la conversación había terminado. “La mafia rusa” me dije, maravillado.
Como no podía ser de otro modo, la cita fue en la calle Moscú, incongruentemente, esquina Altolaguirre; pero, ¿cuántas otras calles corta Moscú? Pocas, muy pocas en el barrio demente de Parque Chas. Mientras esperaba impaciente, pensé en el esfuerzo del viejo Luchi para transformar esos parajes mezquinos en algo mitológico.
Pero yo no me había movido mucho de los tópicos después de todo. Para causar buena impresión me había puesto un impermeable con las solapas levantadas. Fue una suerte, porque era una noche de perros. Bochornosa, pero de una llovizna persistente.
Los faros sobre el empedrado anunciaron el único auto que enderezó por esa callejuela. Para mi consternación, no era un Volvo negro, sino un Lada desvencijado, de esos que para mayor escarnio imitan un Fiat. Acá hay coherencia, creo que pensé. El gordo que manejaba se estiró para abrirme la puerta de atrás, que volvió a cerrar con un ruido lastimoso de chapa vieja. “Buenas noches” dijo, y aún así su voz sonó con varias erres. Si no hubiese sido por los barquinazos, hubiera jurado que no había puesto en marcha el auto. Todo allí era lluvia, vapor, sombras de árboles enormes y luces mortecinas de la calle.
El gordo era una caricatura de un matón de la mafia rusa. Rapado, con un cuello grueso y ojitos hundidos. Y un apestoso olor a vodka, chucrut o lo que fuera. Era evidente que me distraje, porque me sobresaltó ver a un tipo sentado en el asiento trasero, casi pegado a la ventanilla opuesta. Era flaco, narigón, con un flequillo ridículo, pulóver y campera de cuero negro. Demasiado abrigado para la estación, pensé, pero vienen de Rusia, después de todo. A la luz de un relámpago, o de apenas una luz municipal, ahogué un grito. El flaco era, sin lugar a dudas, Maiacovski.
Me le quedé mirando como un estúpido y él, con un gesto de fastidio, hundió el índice en la espalda del grandote que manejaba. El gordo me miró por el espejo retrovisor y me confirmó: “Es el camarada Maiacovski”. Miraba desorbitado a uno y a otro, pero en lo único que pude pensar fue que el gordo había comido ajo, mucho ajo. Tragué saliva para decirle algo al poeta, pero él habló en ruso, directo al gordo.
“Dice el camarada que lo conocemos. Conocemos su trabajo y su reputación, así que tenemos un encargo para usted”. Asentí estúpidamente. Quiero decir, con la boca abierta. Hubiera dicho que sí a cualquier cosa. Maiacovski siguió hablando, con voz apagada y rápida. Nunca pensé que pudiera hablar así, siempre lo pensé hablando fuerte, a multitudes. Pero así hablaba.
“El camarada es un hombre amplio, ecuánime. Comprende que los hombres hablan lenguas diferentes, y que los pueblos pueden compartir la poesía, más allá del idioma. ¿Me sigue?” Dije que sí, claro. Maiacovski siguió hablando, perentorio. El gordo tradujo:
“Así que él está dispuesto, qué digo dispuesto, feliz”, apuntó, girando un poco su enorme torso, “a escuchar su poesía en cualquier idioma del mundo, en cualquier voz de cualquier hombre, ¿me entiende?” El gordo se aplicó a intentar acelerar en una bocacalle donde parpadeaba un semáforo, con un resultado lastimoso. Maiacovski ahora hablaba más alto, más rápido.
“Pero lo que ha hecho Lila Guerrero no tiene nombre. Se le fue la mano. Nadie tiene ese derecho”. Me quedé sin habla, por más que antes no hubiera hablado. El gordo siguió, casi pisándose con las palabras del poeta. “En la poesía se puede ignorar todo: las imágenes, la rima, hasta la distribución de los versos, pero la música, ¡jamás! ¡Jamás el ritmo! ¿Me entendió?” Dije que sí con la cabeza. “Si le sacamos el ritmo a la poesía, su música, ¿qué queda?” me preguntó el gordo, mirándome con sus ojitos hundidos en la grasa. Me sentí personalmente interpelado, pero intuí que era peligroso contradecirlo. Maiacovski se echó para atrás, como cansado. Ahora las palabras eran rápidas, pero apagadas.
“No le pedimos algo peligroso. Lila Guerrero debe ser ahora una persona mayor, que no opondrá resistencia. Tampoco queremos nada cruento. Algo profesional, rápido. Elija usted el método, pero el camarada se inclina por disparos de revólver, o pistola, lo mismo da”. El poeta se calló y clavó la vista, como desinteresado, en la ventanilla mojada. Pensé en “la nube en pantalones”, en la melancolía y el suicidio del poeta. Aunque, después de todo, alguien que se descerraja un balazo en el corazón no es precisamente un blando. Pero había algo en toda la escena que me desagradaba.
Por su cuenta, sin indicaciones del poeta, el gordo siguió hablando: “Sabemos que es un profesional, que es su trabajo, así que díganos usted su precio”. Suspiré hondo antes de hablar. El encargo no me gustaba. Pero después de todo, Lila Guerrero sería, según mis cuentas, una vieja derrengada, si no estaba ya muerta de muerte natural. Seguramente ellos no lo sabían, o no lo sabían con certeza, de lo contrario no estarían acá, tratando de contratarme. Pero no me gustaba. Teníamos una ética: nada de mujeres, nada de menores, y nada de violaciones a ninguno de ellos llegado el caso. Pero el trabajo escaseaba. “30.000”, dije, para desalentar. “La mitad ahora”. El gordo me miró por el espejo. Asintió. Sentí al mismo tiempo alivio y una punzada en el estómago. Después de todo, ¿quién puede juzgar una traducción? Y, en rigor, era eso lo que me molestaba.
“Escúcheme, camarada, ¿cómo sabe usted que la traducción es mala?” Maiacovski me miró, en silencio, algo molesto por haberlo sacado de su ensimismamiento. “¿Cómo sabe que las versiones no respetan el original?” insistí. Con fastidio, el poeta oprimió su índice contra la espalda del grandote, que dándose vuelta hacia él escupió algunas frases en ruso, o eso supuse. Maiacovski pareció reflexionar sobre lo dicho, y le comunicó algo al gordo. “Me dijeron”, dijo escuetamente el gordo. Me quedé pensando. Maicovski había dicho varias frases, su parlamento fue, si no largo, bastante más abultado que un escueto “Me dijeron”. Se lo hice saber al gordo. Le dije, además, que todo idioma tiene su ritmo, su respiración, que no se puede condenar así como así una versión, por más que no respetase literalmente, li-te-ral-men-te, repetí, las palabras originales. El gordo iba traduciendo lo que yo le decía, pero entre que me miraba a mí para escucharme, y se daba vuelta para el otro lado para hablarle a Maiacovski, el auto daba bandazos y se metía en todos los pozos de la calle cualquiera pero poceada por donde íbamos, creo que sin rumbo.
Maicovski respondió. O mejor dicho, le dijo algo al gordo. El gordo me interpeló. Que quién era yo para decir eso. Que dónde había leído yo sus poemas en ruso, ¿o acaso lo había hecho? No tuve más remedio que negar con la cabeza, y una sonrisa desdeñosa paseó por los labios finos del poeta. Pero aún así, dijo el gordo, aún así, debería saber cuándo un poema arde y cuándo es una fantasmagoría. Lo miré asombrado. No podía imaginarme la palabra “fantasmagoría” en ruso. Le contesté que generaciones de argentinos, qué digo argentinos, de hispanoparlantes, se habían emocionado y vibrado con los poemas de Maiacovski en español gracias a Lila Guerrero. Qué cómo se atrevía a sentenciar a alguien que había llevado amorosamente su voz, su voz propia, a oídos y corazones impensados por él, que ni siquiera sabía que existían. El gordo traducía atropelladamente a Maiacovski, y Maiacovski atropelladamente le contestaba. No le dejé seguir. “¡Dígame, dígame si usted los escuchó en español, si usted los entiende, si entiende lo que escribió!” grité. El gordo intentó entender si me refería a que si entendía lo que Lila escribió de lo que escribió él, o si él entendió lo que había escrito él. Que con él se refería a él, al camarada. Al camarada Maiacovski, claro. Lo interrumpí. Vociferé: “¡Dígame usted y en español su verso mejor!”
Lo que siguió fue un pandemonio. Maicovski gritaba. Yo vociferaba sus versos en español. Supongo que él los aullaba en ruso. El gordo gritaba también, para ambos lados. Comenzamos a empujarnos uno al otro, gritando algo que tal vez creíamos poesía. Finalmente el gordo desde el asiento del conductor estiró un brazo descomunal y agarrándome de las solapas me estrujó contra el fondo del auto.
“¡Basta! ¡No vamos a discutir con usted crítica literaria!” gritó. Maiacovski se alisó sus ropas y se volvió a hundir en el asiento, sonriendo con desdén. “¿Toma el trabajo o no toma el trabajo?”
Dije que sí con la cabeza, tratando de componer una figura digna. El gordo tomó un sobre del asiento del acompañante y empezó a separar billetes. Había un montón. Quedaron más de los que me alcanzó en un puñado. Los agarré sin mirar, y el gordo paró el auto y abrió la puerta.
“Adiós” dijo. “Nos enteraremos cuando termine el trabajo.” El auto se separó del cordón y se perdió en la noche, con una sola luz y sacando humo por el caño de escape.
Me acomodé el impermeable para recuperar la compostura. Busqué una luz cercana para contar los billetes. Estaba junto a un paredón sombrío e inacabable. La Chacarita, me dije. Un lugar bueno como cualquier otro para empezar a buscar a Lila Guerrero. Caminé hasta una luz amarillenta y allí le eché una ojeada a los billetes. Todos escritos en cirílico, donde hercúleos obreros dibujados abrían el camino al porvenir.
Miguel Gaya (Buenos Aires, 1953). Integró el Grupo Onofrio de Poesía Descarnada junto con Javier Cófreces y Jonio González; fue miembro del Comité Editorial de la revista de poesía La Danza del Ratón, desde 1981 hasta su transformación en Ediciones en Danza en 2001; socio fundador y actual secretario del Centro PEN Argentina. Es abogado.
Ha publicado los siguientes libros de poesía: La vida secreta de los escarabajos de la playa (1982), Levanta contra el viento la cabeza oscura (1983), Colección Robin Hood (1994), Siluetas en la corriente del río (2000). En Ediciones en Danza publicó: Los Poetas Salvajes (2003); Lo efímero y otros poemas inestables (2009), El alma y otros lugares (2012), Cabeza de artista (2016). Las novelas: Contemplar ese animal sangriento (España 2008), finalista del Premio Biblioteca Nacional 2006; Una pequeña conspiración (2012), finalista Premio Novela Negra 2011, y Resurrección de un comisario (2016). Integró diversas antologías nacionales e internacionales.
Fotografía: cortesía del autor.
by Claudio Medin | 22 \22\America/Argentina/Buenos_Aires diciembre \22\America/Argentina/Buenos_Aires 2017 | Narrativa, Notas
“Otro dios ha muerto cuenta la historia de Petrona Prane. Es el relato de su vida y su desarraigo, provocado por el despojo de las tierras de sus antepasados. Un caso, como tantos, de las apropiaciones ilegales que sufrió y sufre el pueblo mapuche, cuyo mundo y cosmogonía son la urdimbre de fondo de estas páginas. Algunos hechos, nombres, y lugares, fueron recreados y modificados, por mandato de la ficción”. Con esta aclaración se inicia la última obra (y a la vez, primera novela) de María Casiraghi (Alción, 2016), que retoma, como ya lo había hecho antes la autora en libros de relatos, la escritura de historias que tienen su centro en la Patagonia. Esta vez, “dedicada a Petrona Prane y a su familia”.
A la manera de un tejido mapuche, de los tejidos que la niña de este relato mira crecer en manos de una machi –según la cosmogonía, heredados de generación en generación de lilen kuzé, la araña, la promesa tejedora–, Casiraghi va entrelazando los hilos de dos historias paralelas: la de Petrona Prane y su familia, que es también un fragmento de la historia del pueblo mapuche, y la de una joven de Buenos Aires (acaso álter ego de la autora misma) que en un viaje al sur pasa un tiempo en compañía de este pueblo, se maravilla con su manera de entender la vida, luego conoce a Petrona y establece con ella una amistad que se perpetúa en el tiempo y a través de correspondencias. En cada uno de esos encuentros (reales o en papel), la joven empieza a tirar del hilo de la vida de Petrona, y con él, a desmadejar fragmentos mayores de la historia de quienes habitaron una vez el gran País de las Manzanas.
En la novela, elogiada por escritores como Adolfo Colombres, Luisa Peluffo o Vicente Muleiro (y cuya primera versión, titulada justamente El País de las Manzanas, obtuvo una mención en el Premio Letras Sur 2011, con un jurado integrado por Juan Sasturain, Vlady Kociancich y Martín Kohan), María Casiraghi presta su voz, una voz sumamente poética, para contar una historia. Pero para prestar su voz, otros le han prestado antes las suyas, porque así es como funciona cuando la literatura se mete con la Historia, cuando se entreteje con las historias reales de hombres y mujeres que transitan o transitaron esta tierra. Y así, la voz de Petrona nos cautiva; es una voz con muchas voces dentro, tal vez porque muchas fueron las vidas que en una sola tuvo. En su voz leemos la de esa niña con una infancia difícil pero en familia, pobre pero mágica, que no ha perdido el asombro, la de la mujer que se ha vuelto aguerrida a fuerza de resistir, la de la anciana que recuerda.
Ser arañas para hilar, nos enseñaba la tía María, la machi de nuestras rukas. Ahora, con la araña entre mis dedos, con toda su vida y su muerte sumida en mí, les voy a contar mi vida. Hay verdades que uno aprende de grande, las que más duelen, las que no tienen regreso. Cuando uno es joven tiene tiempo, pero el tiempo es poca cosa si no lo acompaña el conocimiento. Como uno encuentra fallas en un trabajo terminado, y teje y desteje hasta que esté bien hecho, pasa también con nuestra vida. Pero hay que tener buen ojo para saber cuándo es posible, cuándo no es tarde, si ese pequeño error que dejamos sin tratar no está ya convertido en una mancha, de esas que empiezan adentro del cuerpo y terminan desparramadas por toda la piel. Hacer y deshacer nuestra historia, deshilacharla hasta encontrarle las fallas, ahí mismo se está trabajando en la mejora, en la limpieza de la propia persona, si es que una ha alcanzado a ser una persona ya. No todos llegamos a serlo. Hay quienes nacen y mueren como bestias. Para empezar, mi nombre es Petrona.
Así es como esa voz poblada empieza a destejer su historia.
Un acierto de la novela es incorporar fragmentos de documentos, cartas, recortes de diarios y revistas que dan cuenta de las idas y vueltas de los sucesivos desalojos, quita de tierras y traslados que el gobierno argentino viene ocasionando a los mapuches desde tiempos remotos. De eso sabe bien la machi, cuando instruye a Petrona:
… el primer desalojo mapuche fue su nacimiento. Después, vinieron muchos otros que hicimos frente hasta vencer. Así fue siempre, tenemos que usar lo que pasa alrededor para aprender sobre nosotros, sobre cómo manejarnos en la vida. Cada mapuche debe vivir su propio destierro, porque crecer nomás es ser desalojado. Hay que estar listo siempre para buscarle otra casa a nuestro cuerpo.
Porque si bien, como se aclara, hay en estas páginas una necesaria cuota de ficción, la historia de Petrona y su trasfondo son ciertos, y los documentos incluidos vienen a testificarlo. La familia de Petrona Prane, originaria de una región de Neuquén que ya no existe en los mapas, las Tierras de Pran (nombre al que luego los huincas le agregaron una ‘e’), vivían en Chinchinales, Río Negro, desde antes de 1850, y estaban emparentados con el lonco Valentín Sayhueque. En épocas en que hay quien todavía pretende relativizar lo que fue la cruenta Campaña del Desierto (épocas recrudecidas en el último tiempo), la novela funciona también como un resarcimiento por tanto daño causado. O tal vez porque la autora comprendió bien eso de que, según la sabiduría de la machi de esta historia, “hay una casa que va a estar siempre, que no puede destruir ningún huinca si el mapuche no la olvida; la palabra”. La machi se refiere, por supuesto, al mapudungun, pero ese pensamiento puede extenderse, incluir el acto mismo de plasmar una historia para que no se olvide. Y aunque lo que se narra pueda resultar doloroso, desgarrador, esto logra mitigarse por lo poético del modo en que la autora va llevando el relato.
Si, como dice Petrona, en el pensamiento mapuche los “nombres nacen por miedo, un miedo viejo, de que todo oscurezca, [p]or eso, en mapudungun, al nombrar al otro encendemos su conciencia, le recordamos que arde, que existe” (46), de algún modo (de un modo comprometido y respetuoso), Casiraghi se ha propuesto no permitir que oscurezca, alumbrar con su palabra una pequeña historia que es seguramente la historia de tantos otros y tantas otras en el territorio del sur. En el acto de entregarnos la historia de Petrona, Casiraghi enciende una llama. La llama de la conciencia, la de la alerta, la que dice esto sucedió, esto sucede. Esta gente todavía arde, existe. Aunque otros se empeñen en querer hacerla desaparecer.
*

María Casiraghi nació en Buenos Aires en 1977. Es poeta, narradora y periodista, licenciada en Letras por la UBA. En poesía, publicó: Escamas de Silencio (2004), Turbanidad (2008), Décima Luna (2011), Loba de Mar (2013) y Albanegra (2015), todos ellos por Alción Editora, y la antología Vaca de Matadero (Editorial Summa, Lima, Perú, 2017). Poemas suyos se publicaron en diferentes revistas digitales de poesía, nacionales e internacionales. Como periodista/narradora, escribió por encargo los libros de relatos y fotografías Retratos, Patagonia Sur y Patagonia Sur Santa Cruz-Argentina. En narrativa, publicó además el premiado volumen de cuentos Nomadía (Monte Ávila, Venezuela, 2010). Es colaboradora externa de la revista Lugares y desde 2014 forma parte del consejo de redacción de Boca de Sapo: Revista de Arte, Literatura y Pensamiento.
by Claudio Medin | 15 \15\America/Argentina/Buenos_Aires diciembre \15\America/Argentina/Buenos_Aires 2017 | Narrativa
Los desquiciados (HD Ediciones, 2017) es la segunda novela de Nicolás Guglielmetti, poeta y escritor bahiense. En diálogo con su ópera prima en el género, Fisher y los refugiados (17Grises, 2016), se sitúa en una Bahía Blanca caótica, donde todo pareciera a punto de estallar. A modo de un rompecabezas, los hechos se van recomponiendo (¿o descomponiendo?) de a fragmentos.
Presentamos aquí una muestra de la prosa electrizante y ágil de Los desquiciados:
Por más que nadaba, el agua reía. Ese mar que daba lengüetazos sobre los pies lodosos del polo industrial no era ni siquiera un mar. Era una ría tan mía como de cada uno de los habitantes que, en silencio, consumían los medios comprados del lugar. Un día todo empezó a irse, menos yo. Yo de acá no me muevo. A mí me van a tener que sacar con las patas para adelante. Le digo a Irsine que se ate el pelo y abotone las mangas. Que los tornos, como las rotativas, son monstruos con mandíbulas potentes. Allí ponemos parte de las píldoras para filtrarlas y que salga en polvo. El mismo color que la urea pidieron Irsine y Gascoine la última vez y todos contentos. Gendarmes, putas convertidas del trash metal e inspectoras entongadas. ¿Qué relación tendrían con el de medio ambiente y el periodista número uno del diario local?
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La cosa parece mejorar. Una cara conocida al fin. Una mujer que se parece a Sharon Stone ahora acerca una toalla. Prende la calefacción del splint y me pide que cierre los ojos y me pare, que ella me va a sacar la ropa. De poder ver bien no los cerraría pero el agua y el amoníaco han hecho estragos. Estábamos metidos en algo grande, pero no pensamos que fuera para tanto. Un regasificador, conductos de agua corriente ocultos para enfriar los caños maestros, crackers de estaño y cápsulas de azufre. Todo lo necesario para firmar un contrato de confidencialidad con renta y jubilación incluida pero, ¿qué hacer con las preguntas y el tiempo muerto cuando no se tiene miedo a la muerte ni familia ni moral? El tintinear de la cuarentona que voy a bautizar Sharon se condice con el de sus pulseras de plata. ¿Qué hace vestida con un vestido cuello bota negro la encargada de darme las malas noticias? ¿Por qué no habla y lo baja de una en lugar de hacer un rollo a la altura del cuádriceps y dejarse sentir la respiración leve y perfumada por encima de las ingles? ¿Cuánto hace que no sentía el aire cálido entre los pliegues vahosos de las piernas y los cuartos traseros? ¿Por qué no me habrán dado tiempo a descansar y pensar un poco? ¿Acaso se trata de un nuevo método creativo de esos que dan en los talleres para estimular lo omitido?
¿Qué haremos con los que nacieron sin noción de la tradición? ¿Qué harán cuando les empuñen reticentes el valor y se los escupan como un monje beduino para que confiesen? ¿En dónde la enterraste?
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Los bahienses no están vivos. Pertenecen al decorado que la planta tiene en su mega cartel institucional. Si hubiera alguien con sangre en estas dotaciones se responsabilizaría a los culpables de las masacres en todas sus formas, pero no. Tapemos el foso donde quemamos a los indios con una linda acera peatonal donde señoras botoxeadas y garcas de papada rosa puedan mirar precios de lo que sea. Nosotros, esta confrontación azarosa del peor crack del Reino Unido constituidos bajos los influjos de la promiscuidad más baja, le daremos fin al calvario de esta pobre e insípida gente.
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Un tres por ciento al equivalente a la bomba que terminó con las aldeas de Vietnam del Norte. Un regasificador al lado de una usina, una planta de urea, barcos con contenedores, obreros dóciles que regularmente mantienen el equilibrio de ese foco destructivo para la salud de los pobladores pero beneficioso para el sistema de capital rentado. Indonesia, Pakistán, Malta, Andorra, Surinam, Tahití, Unión Europea, España. Gas malo, gas licuado, ácido, amoníaco filtrándose, amoníaco aumentando una llama constante. Nadie sabe nada porque, si sabés, perdés. Una pequeña película se te hace en la retina. Se inflaman los párpados. ¿De dónde venís flaco? ¿A dónde vas? Roncha, laceración, biopsia, rayos, jubilación de privilegio para todos. Al menos su familia va a vivir bien. Sin usted pero bien, señor. Le estamos haciendo un favor, entiéndalo (esto lo dice el diario). Lo dice su consuegra. La hija de Sharon, la hermana de Gascoine, la mujer de tu hermano, la hija no reconocida de papá.
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Moxidrato, acetilenos y polietilenos varios forman parte de la combustión. Lo que transportamos bajo la lengua y se reproduce en el tacto que va a una máquina maestra. El colo Gascoine se aseguró de haber volado el cerebro de la guardia completa y parece querer y tener más. El colo Gascoine debe haber sido enviado por la contrainteligencia de la Unión Europea que, como nosotros, quiere salvar a sus familias de toda esta mierda pero, como dijo en su castellano arrastrado, “Hay que ser punta de lanza; no entender; situación sala de ensayo”.
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Balas rasantes que no matan. A nadie ahora le importa quién fue. En este caos no tienen sentido víctimas ni victimarios, sólo encontrar una manera de llegarse a un lugar donde esa sustancia, que comienza a ser hirviente y volcánica, no agujeree a ninguno de los nuestros. Después vendrán otros problemas, como reconstruir lo que se salve o salvar la especie a la intemperie de todo. Pero ahora está esto no menos complicado. Sharon y el resto de la banda corren despavoridos con unos trajes antiflama que agarramos de la sala de bomberos. A medida que el agua avanza veo que la lluvia de lava no será el problema sino sobrevivir a la creciente. Pienso en los míos y todo lo aprendido de mi oficio de pescador, en el viejo como una vizcacha en la inmensidad de la noche escapando de la balacera. ¿Qué será de la Anita y la Mile? ¿Por cuánto la habrán negociado al barco de chechenos que llegó antenoche?
Nicolás Guglielmetti nació en 1981 en Bahía Blanca. Cursó estudios de letras en la UNS y formó parte de Vox Ruta 33 y EAPP (Escuela Argentina de Producción Poética), ambos programas destinados a la formación de escritores emergentes. En 2008 fundó el periódico Ático, del cual fue director hasta 2009. Ese mismo año fundó Nexo, proyecto cultural bahiense que comanda hasta estos días y oscila entre el papel, la web, el formato radio e incursiones audiovisuales (http://agenda.nexodeluxe.com.ar/). En poesía publicó: Cesar Palace, (Semilla, 2009); Tres Dedos, (Niña Bonita, España, 2011), La adolescencia del bostezo, (Letras de Cartón, Chile, 2012), Bella Vista, (Vox, 2015), Cruzar el desierto, (Colectivo Semilla, 2017). En narrativa: Fisher y los refugiados, (17Grises, 2016). Los desquiciados es su segunda novela.
by Claudio Medin | 12 \12\America/Argentina/Buenos_Aires diciembre \12\America/Argentina/Buenos_Aires 2017 | Narrativa
Compartimos los dos primeros capítulos de Los cuadernos de Gloria, novela de Hernán Schillagi que ganó el premio de la categoría en el Certamen Literario Vendimia 2017.
Los cuadernos de Gloria (fragmento)
Nota 1/El niño literal
Mi abuela murió no una, sino dos veces. La última, de muerte natural a los noventa años. Sé que esto resulta imposible, pero qué puede explicar un nieto cuando ha escuchado una y otra vez la aguda queja de la madre de su papá decir: «Cuando nos mudamos a La Posta me enterraron viva». Esa frase me enseñó a enfrentar, al menos, tres situaciones. La primera, cuando uno es chico cree todo de los adultos sin lugar a las dudas, con una literalidad pasmosa. La segunda, toda metáfora cotidiana tiene siempre una carga desequilibrada de realidad. La tercera, las historias familiares no deben contarse nunca. Salvo cuando estas han sido escondidas, ocultadas, enterradas –justamente– a propósito.
Cuando yo tenía unos siete años, mi vecino de al lado volvió de sus vacaciones en la costa. Traía como souvenir un tajo enorme en la pierna izquierda y una historia. Todavía estaba en proceso de cicatrización, aunque la mostraba como un rojo trofeo de guerra. Recuerdo que nos reunió a todos los pibes de la cuadra y nos llevó hasta un baldío cerca de la esquina. Hacía poco que se había estrenado una de las secuelas de Tiburón y todo lo referido al mar nos daba miedo, pero nos atraía como un poder oscuro. Niños cordilleranos al fin. Mi vecino aprovechó que era unos años más grande que nosotros y comenzó a narrar, sin ponerse colorado, que en una de las playas más allá de Punta Mogotes –aclaró– estaba haciendo la planchita lo más bien y, de golpe, sintió un soplido como de perro grande. Miró para los costados, pero no estaban cerca ni su papá ni su mamá. Quiso gritar y no le salían las palabras entre las olas. Hasta que sintió un fuego líquido que le quemaba la cara interna del muslo. «Me mordió un delfín», remató. El problema aquí es que jamás dudé de la veracidad de los hechos. Diez años después me lo encontré en la pileta del Club de los Bancarios, vi cómo le nacía desde la rodilla la costura de los puntos dados en su momento por la dentellada y tuve una revelación. Me le acerqué y, luego de preguntarle por la familia para disimular, le largué –con tono más de reproche que de interrogación– la duda de cómo se había hecho tremenda cicatriz. «Me clavé el freno de una bicicleta alquilada en la plaza Colón de Mardel», y se tiró al agua como un cetáceo feliz y descarado.
Una década entera estuve sin cuestionar un hecho tan poco creíble. Letra por letra había ingresado a mi cerebro para quedarse allí como una burla tan fascinante como tosca. Debo confesar que cambiar el tiburón por un delfín fue una jugada maestra.
Entonces, cada vez que alguien contaba algo exagerado, o, sin más rodeos, mentía; mi cabeza de niño lo tomaba literal. Así, mi papá gritaba con alegría que iba a patear la pelota hasta el cielo y yo me desilusionaba cuando la veía rebotar sobre la tierra. O cuando mi hermano me hacía subir al ciruelo del patio para escapar de los monstruos de la casa, las imágenes que se me formaban eran concretas, audibles y palpables. Por eso, cuando mi abuela Gloria decía aquello de haber sido enterrada en la finca de la calle La Posta, siempre pensé que era cierto. Por eso, también, cuando decidí a los trece años que mi abuela había muerto, nunca fue tan verdadero, tan real. Para mí.
Mi abuela, al parecer, no murió una, sino varias veces.
Nota 2/La abuela amplificada
La exageración siempre ha sido parte de mi familia. Mal que mal, todos los grupos de parientes se parecen bastante. La diferencia la hacen, sin duda, los grados de amplificación y resonancia con que se toman los hechos hogareños. Un labio roto por una caída, para unos puede ser una incómoda tarde en el hospital; pero, para otros, la tragedia de ver sufrir a su hijo en manos de un cirujano que hunde con frialdad aséptica una aguja como si quisiera coser el llanto que le brota de la boca. Además, existe un procedimiento de conversión de todo recuerdo en una épica suburbana: los primeros pasos de un bebé, las diferentes mudanzas, la construcción de una medianera; cada hecho podría ser cantado en una plaza pública ante un auditorio vigilante. Así y todo, mi familia era exageradamente común.
Sin embargo, Gloria, mi abuela paterna, tenía el poder profano de darle un tono a las situaciones y a las anécdotas que hacía de la hipérbole un modo de vida. Su voz, como dije, era aguda, de una caladura penetrante y una frecuencia a destiempo; como esos discos de pasta que, al ser pasados a diferentes revoluciones, pierden fidelidad, elocuencia: «Si el año que viene estoy viva, voy a tejerte una bufanda». Frases como esas permiten que la sombra de la desgracia tenga la consistencia de un mueble de cocina.
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Un domingo, dibujábamos con mi hermano sobre las puertas de chapa del gabinete de gas. Gloria nos había dado unas tizas de colores que siempre le sobraban a mi tía de la escuela. «Yo, los platos; ustedes, garabatos», sentenció con su boca de flauta. Los rayones iban y venían amarillos, celestes y rojos. Una puerta para cada uno. Pero si mi hermano trazaba las paredes de una casa con las ventanas y la chimenea a la derecha, yo –como buen hijo menor– edificaba en espejo, invertía los colores y los detalles de mi casita. Al final, mi dibujo era más parecido a una estación espacial a la espera de ser abordada. En un momento, mi hermano se fue a lavar las manos a la batea. Se había gastado casi todas las tizas rojas en un tejado elegante a dos aguas. Volvió corriendo al minuto con una sonrisa extraña. «Mirá, Franco, parece sangre», me dijo, mientras extendía los brazos como una momia poseída. Al niño crédulo y miedoso que era yo le provocó casi un desmayo. No tuve tiempo de manifestarlo, porque enseguida me agarró de la mano y, mientras la tironeaba, me hablaba al oído: «Vamos a asustar a la nona antes de que se me seque». Entramos a la cocina a los gritos, mi abuela soltó un vaso que estalló contra el suelo. Esto no detuvo a mi hermano. «Me corté, me corté», repetía con lágrimas en los ojos. Gloria comenzó a tirarse de los pelos y afinaba la voz como una especie de chillido animal. El plan había sido un éxito, pero no contábamos con el factor amplificatorio de las reacciones de la abuela. En un solo movimiento se abalanzó sobre mi hermano, lo alzó como si fuera un bebé, mientras trataba de detenerle la hemorragia con besos frenéticos en cada una de las manos. Nos quedamos mudos, porque la sangre verdadera era la que se nos había congelado. Cuando descubrió el engaño, la boca de Gloria era la de un payaso. No obstante, con esos mismos labios, nos contó que se había asustado mucho, porque una vez a su madre también le había brotado sangre de las manos. «Ahí mismo, donde nacen», aclaró, aunque no pude entender mucho. No sabía si reír o llorar. ¿Acaso las manos no vienen al mundo junto con el resto del cuerpo?
Hernán Schillagi nació en 1976 en la ciudad de San Martín (Mendoza, Argentina). En 2002 publicó con Libros de Piedra Infinita, editorial que dirige junto a Fernando G. Toledo, su primer poemario: Mundo ventana. En poesía, por la misma editorial publicó Pájaros de tierra (2007, en la Colección de Poesía Desierta), Gallito ciego, selección de poemas 2007-2013 (2013) y Ciencia ficción (2014, por la Colección El Desaguadero). En 2011 publicó la edición digital de su primer libro de relatos breves, El dragón pregunta; en 2013, el ensayo La visión del anfibio y la novela De los Portones al Arco (ambos en formato electrónico). Obtuvo la primera mención en poesía en el Certamen Literario Vendimia 2000, el Primer premio en el Certamen Literario Vendimia de poesía 2008 con el libro Primera persona (Ediciones Culturales de Mendoza, 2009), y el premio en la categoría Novela del Certamen Literario Vendimia 2017, con Los cuadernos de Gloria. Es profesor de Lengua y Literatura en escuelas secundarias y publica sus textos en el blog Ciudadeseo y la revista de poesía y reflexión El Desaguadero.