by Claudio Medin | 25 \25\America/Argentina/Buenos_Aires febrero \25\America/Argentina/Buenos_Aires 2023 | Narrativa
LA FORMA DEL AMOR (fragmento)
“Todavía dudando, avanza, gira el picaporte y entra. Se queda unos segundos parado en la entrada.
―Pasá, queridito ―dice una voz dulzona.
Él se acerca un paso.
―Cerrame la puertita, por favor.
Vuelve ese paso y cierra la puerta.
Mientras ejecuta ese acto, piensa: Todavía puedo irme. Es decir, este es el momento preciso para irme. Todavía no he dicho una miserable palabra. Soy solo un cuerpo en movimiento, sin nombre, sin identidad. Si me voy ahora mismo, todo esto será un estúpido recuerdo, que sepultará la memoria con una pila de recuerdos de vivencias comunes, cotidianas y narcóticas.
Cierra la puerta y vuelve a darse vuelta. Avanza dos pasos, ve a la mujer sentada en la cama. Está leyendo un libro.
―Pero vení, queridito. Acercate.
Él obedece: se acerca hasta quedar a un metro de la mujer. La cara y el cuerpo se parecen extraordinariamente a la voz. Lleva un vestido de color celeste o que parece celeste con esa luz mortecina y adulterada con un tul que emerge de un velador en una mesita.
Entonces ve dos cosas que lo impactan: una, que bajo el vestido celeste asoma tan solo una pierna, la izquierda; dos, que el libro que lee es De la naturaleza de las cosas, de Lucrecio.
Decide y dice que todo lo que está sucediendo es un error, que en realidad él quería ir a otro sitio.
La mujer se ríe violentamente, exageradamente.
―Todos estamos aquí por error, hermanito. ¿O te creés que alguien decentemente puede elegir terminar en un lugar así?
Dice que lo siente, que lamenta haberla ofendido, que no era su intención.
La mujer deja el libro abierto sobre la cama (él alcanza a ver muchas notas y marcas manuscritas en las páginas) y enciende un cigarro. Es un cigarro de hoja, oscuro y fuerte. El hedor inunda inmediatamente la pieza.
―Tenés un problemita con la voluntad, querido.
Ahora quien se siente agredido es él. Retrocede medio paso aunque la mujer pega dos palmadas suaves en la cama, indicándole evidentemente que se siente.
Duda, pero vuelve sobre su paso, avanza y se sienta en el extremo de la cama. No sabe con exactitud qué hacer. Por fin, dice lo que está pensando, que por qué la mujer dice que él tiene un problema con la voluntad.
Ella vuelve a reírse, ahora menos sonoramente.
―Llegás diciendo que no querías estar acá, que es un error. Y después te disculpás por lo que decís.
Fuma con delicadeza pero con fruición.
―En síntesis: hacés lo que no querés hacer y decís lo que no querés decir.
Él quiere decir algo pero ella lo detiene con un gesto, como si estuviera a mitad de un parlamento en un estrado ante una muchedumbre y no quisiese que las interrupciones del auditorio corten el hilo de su discurso.
―A menos que efectivamente estés haciendo lo que querés hacer y diciendo lo que querés decir y no quieras terminar de asumirlo. En ese caso, lo que te faltaría no sería voluntad sino decisión, queridito.
No sabe qué decir. La observa minuciosamente. Entiende que ella adora ser observada y escuchada: estudiada. Ahora la ve servirse un trago de su mesa de luz. Hay dos copas: le sirve una a él y se la alcanza.
Él pregunta qué es. No está muy seguro de querer beber algo en ese lugar.
―Es cognac ―dice ella―. Villarrica me hizo adicta a esta huevada.
Pregunta quién es Villarrica.
―Villarrica es el regente de este tugurio, queridito ―toma un trago y amplía la información―. Es el que te trajo hasta acá, el del ojo de vidrio.
Ahora entiende por qué le llamó la atención el ojo izquierdo del hombre, que le pareció levemente más grande que el otro, más brillante. También se detiene, particularmente, en la última palabra que ha dicho la mujer, “huevada”, el único fragmento de todo su discurso que parece ubicarla geográficamente en Chile. Por todo lo demás, ella no habla en absoluto con tonada chilena, aunque tampoco es argentina. Parece otra cosa, uruguaya tal vez. O mejor, algo híbrido: una argentina o uruguaya que ha pasado varios años viviendo en España o en México.
Él le pregunta cómo se llama.
―Kimberli ―dice ella y él recuerda que ya se lo han dicho hace un momento―. Acá adentro me llamo Kimberli ―aclara la mujer.
Le quiere preguntar su verdadero nombre o de dónde es, pero en cambio le pregunta cómo perdió la pierna.
―A los hombres les importa mucho el cómo. Como si saber de qué forma sucedió tal o cual cosa importara algo, arreglara algo.
Ella vuelve a darle una chupada al cigarro y exhala el humo prolijamente hacia el techo.
Él observa ahora (no se le ocurre qué otra cosa hacer) la circunstancia, causal o casual, de que tanto a ella como al encargado del lugar les falta una parte física. Enfatiza la palabra “física”, no quiere ofenderla. Ella parece muy susceptible a cada una de sus palabras.
Pero ella vuelve a reírse.
―Es que acá todos somos iguales de raros. ¿No sabés a dónde viniste? Nosotras somos las putas bizarras, queridito.
Pone cara de no entender, dice que no entiende.
―A la Lesli, por ejemplo, le falta una oreja. A la Melani, un brazo. Hipólita es renga. Un tiempo, tuvimos una enana, la Dorita.
Hace una pausa para tomar un trago. Él la imita.
―Era un fuego la enana, la más infantil y depravada de todas nosotras: sabíamos que no iba a durar mucho acá. Se la levantó un jeque árabe multimillonario, se volvió loco por ella. Vino tantas veces que al final habrá dicho: De seguir así, voy a terminar haciendo un surco de tanto ir y venir. Más vale tenerla siempre a mano. Y se la llevó nomás: lo habrá adornado bellamente a Villarrica y se arreó a la enana. Tuvo suerte la Dorita, nos dio mucha pena que se fuera: era la alegría de este santo puterío.
Él piensa: Habla y fuma como una actriz de Hollywood de los cuarenta, Marlene Dietrich o Lauren Bacall. Todo en ella está preparado, ensayado, estudiado. Todas las prostitutas son actrices. Y nada complace tanto a un actor como el aplauso.
―Pero ahora la estrella acá es la Eulalia: le falta un ojo ―la mujer hace una pausa y aprovecha para volver a encender el cigarro, que se le ha apagado.
Él mira con cara de despiste. Pregunta por qué la tuerta es la estrella. Ella dice, rápida:
―Porque en el reino de los ciegos, el tuerto es rey, amorcito.
Y se ríe, la risa es grave y calculada: una risa que surge y desaparece en segundos.
Él festeja la ocurrencia, sonríe. Ella agradece la sonrisa. Ahora sigue, aclara:
―Estos animales hacen fila para ponérsela en el ojo a la Eulalia ¿entendés, queridito? Es decir, no el ojo sino el lugar donde debería estar el ojo: la cuenca vacía. Están enfermos ―le pega una chupada suave al cigarro―. Están enfermitos ―se corrige.
Ahora él le pregunta qué hacía antes.
Ella suspira, duda tal vez. Después dice:
―En mi pueblo, era profesora de Lengua y Literatura. Pero me gustaba más leer que enseñar. Me sigue gustando, ¿ves? ―señala el libro de Lucrecio abierto sobre la cama―. Además, quería volar alto y ahí no podía ―hace una nueva pausa enfática―. Quería volar alto y volé.
Él piensa, ahora, mientras pega un trago breve al cognac, que a lo mejor así perdió la pierna: volando. Mientras bebe, ve a la mujer, deformada a través del fondo de la copa. Empieza a pensar que debe irse, empieza a buscar la excusa perfecta para irse.
Ella continúa:
―Ahí donde lo ves, Villarrica también es un intelectual, a su manera. Se le nota que ha leído mucho y además escribe todo el tiempo.
Pregunta qué escribe.
―No nos dice, no le muestra a nadie lo que escribe, por lo menos a nadie de este lugar. Nosotras tenemos una apuesta. Para mí que escribe una novela: una novela sobre nosotras y por eso no quiere mostrarnos nada.
Ella se ríe antes y después de decir:
―Villarrica dice que regentear este lindo quilombo es el trabajo más tranquilo y decente que pudo encontrar.
Él finalmente le pregunta lo que desea preguntarle casi desde que entró en la pieza: cómo terminó ella ahí.
―¿Y cómo terminaste vos acá, queridito? ¿Cómo terminamos todos donde terminamos? ― fuma, ahora nerviosamente―: De puta casualidad.
Él termina su trago, sin saber dónde dejar la copa se queda con ella en la mano. La sigue escuchando:
―La vida es eso que dice Lucrecio ―vuelve a señalar el libro―: Una maquinita tan imperfecta y viciosa que no pudo ser hecha por los dioses, ¿entendés? O mejor, como me gusta decir a mí, el reino de la puta casualidad.
Él la mira en silencio, la admira, la oye soliloquear, levemente excitado ahora:
―Por ejemplo, sin ir más lejos, vos viniste acá buscándote a vos mismo, amorcito. A ver si también de puta casualidad te encontrabas acá. Y ya ves que es cierto, la pegaste: estabas acá. Yo soy vos, ¿entendés? Y vos sos yo. Somos la misma cosa: los desterrados de su propia vida, los escondidos de sí mismos.
Él se acomoda en la cama, se revuelve intentando ocultar la erección que pugna por emerger. Ella sigue:
―No nos da la cara o el coraje para ser Wakefield: apenas vamos por la vida enseñándole a los otros eso que no tenemos.
Se levanta el vestido celeste y le dice:
―¿Ves? Te muestro lo que me falta, lo que no tengo. Todos hacemos eso: mostramos nuestro vacío y pedimos que nos llenen, que nos completen.
Él mira atento, minuciosa y amorosamente, el espacio vacío existente más allá de la rodilla derecha. Siente una presencia fuerte, espeluznante ahí.
Piensa: Es eso, exactamente, la sensación de saber, la certeza indestructible de que ahí falta algo que debería estar.
Ella sentencia:
―Este viaje es así, amorcito: siempre dejás algo. Nadie entra en las cosas o en los otros y sale entero.
Él piensa otra cosa ahora: que la escena del coloquio con la puta es clásica en todas las literaturas, todas las filmografías, todas las músicas.
Se va levantando, con la suficiente habilidad como para disimular la poderosa erección que le invade todo el cuerpo y el pensamiento.
Ella lo advierte (él siente que ella lo advierte) y sonríe con ternura.
―Tendrías que dejarme unos pesitos para darle a Villarrica.
Él saca unos pesos y se los alcanza. Ella no los agarra, le señala la mesa de luz, dándole a entender que los deje ahí. Sentencia:
―Ya lo dijo Schopenhauer, amorcito: Esa es la maldición de este mundo, que todo debe servir a la necesidad y a la indigencia. Somos esclavos de las necesidades de este mundo, ¿viste? Todos estamos ataditos a algo.
Él avanza hacia la puerta. Antes de salir, se da vuelta y le pregunta a la mujer lo que supone que deben preguntarle todos los hombres que la visitan: por qué no huye de semejante lugar, por qué sencillamente no se va.
Ella, que ha retomado la lectura del libro, lo mira dulcemente (él quiere creer que es dulzura lo que desprende esa última mirada) y dice:
―No hay escapatoria, extranjero. Yo ya no navego por el tiempo.
Una cita, indudablemente. Intenta grabar esas palabras en su memoria antes de despedirse para siempre.”
*La forma del amor obtuvo el Tercer Premio en la Categoría Cuento del Fondo Nacional de las Artes 2021, en un jurado integrado por Agustina Bazterrica, Mariana Travacio y Gustavo Nielsen. El volumen consta de tres relatos largos: “Las bellezas de la familia”, “La versión más tonta de las cosas” y “La forma del amor”. Fue publicada en 2022 por Espacio Hudson Ediciones, en su colección Fin Del Mundo / Narrativas.

DIEGO RODRÍGUEZ REIS es lector, escritor y profesor. Ha publicado ocho libros de poesía y narrativa. Ha participado (como autor, corrector o editor) en más de cincuenta obras literarias, de ficción y no ficción. Actualmente, prepara la edición de El lector constante, selección de sus artículos, notas y prólogos del período 2001–2023. Integra la Comisión Directiva del Fondo Editorial Neuquino. Dirige, junto a Cecilia Fresco, el sitio La Zona – Crítica y Ficción.
Fotografía: cortesía de Changuis Nan
by Claudio Medin | 16 \16\America/Argentina/Buenos_Aires febrero \16\America/Argentina/Buenos_Aires 2019 | Narrativa
Un cuento de Federico Rodríguez (Río Grande, Tierra del Fuego, 1979), publicado originalmente en la revista fueguina Caleuche.
La deuda
Está hermosa durmiendo. Espero que algún día me perdone. Debo tranquilizarme. Ya abrí la cartuchera y está todo listo. Codicié esta cartuchera de cuero rojo desde mi niñez; aún antes de saber para qué servía. Si cuento mi historia, quizás me entiendan.
Mi nombre es Pedro Barría. Nací en Río Grande en 1961. La casa de mi familia está en la calle Obligado casi llegando a Thorne. Enfrente está la ferretería Ilnao. Durante muchos años fue un almacén que tenía una barra donde se juntaban a beber los paisanos. Pese a las advertencias de mi abuela, yo solía visitar el lugar.
Junto al fuego, acompañada por el mate o el vino, mientras veíamos dorarse el pan de papa, mi abuela recordaba con alegría su infancia: historias de una niña que jugaba descalza por las calles de Castro. Las sonrisas terminaban cuando, ya con los ojos húmedos como perro viejo, contaba del Trauco (ese enano fiero sin patas que seduce a las mujeres en los bosques de Chiloé). Mi abuela llegó a la isla en 1940, con mi madre en brazos, fruto de esa unión forzada con el monstruo. Mi madre se casó y tuvo dos hijos: mi hermana y yo. Mi padre, hechizado por alguna bruja, al tiempo nos abandonó. Poco después, mi hermana murió de una enfermedad en los pulmones por estar todo el día tocando el trombón. Mi madre no pudo soportar la pena. Mi abuela decía que era una suerte que Dios se las haya llevado juntas porque se amaban tanto que no podían vivir separadas.
Mi abuela no se cansaba nunca de hablar del Caleuche, de los brujos que lo habitan, de los ahogados que pescan y los obligan trabajar en la bodega del barco, y de la niebla verde que se esparce cuando atraca de noche en un puerto, capaz de fecundar a las mujeres. Y en el barrio, todos saben que Ilnao hizo un pacto con el Caleuche para que su negocio sea próspero.
Yo escuchaba sin dar crédito a tantos embrujos y necedades. Quizás inventaba esas historias para no reconocer que le habían hecho una hija de soltera o que mi padre era un mal nacido que se fue detrás otra pollera, o que simplemente le caía mal Ilnao y no quería que su nieto frecuente lugares donde se bebe.
Una madrugada, escuché ruidos en la calle y vi un carro que se detenía en la puerta de la ferretería. Un grupo de hombres encapuchados comenzaron a descargar unos cajones de madera que chorreaban agua.
A la mañana pasé por la puerta del negocio y había algas sobre el barro de la calle. Entré, recorrí los estantes y encontré algo nuevo que me fascinó. Era una cartuchera roja que contenía pequeños cuchillos, unas herramientas largas y unos tubos.
Yo había cumplido trece años, no creía en esas leyendas de muerte, y nunca tenía más dinero que el suficiente para comprar cigarrillos o golosinas. Ese verano, apadrinado por un amigo de mi abuela, trabajé en esquilas y junté algo de plata. Lo primero que hice fue comprarme esa cartuchera. Mi abuela me dio unos buenos cintazos cuando descubrió que faltaba dinero; imaginó que lo había gastado en bebida y mujeres. La cartuchera roja la escondí. La abría y ponía su contenido sobre la cama y miraba fascinado el brillo metálico de las distintas piezas.
Otra madrugada, me despertó el aullido de un perro y el chillido de decenas de gaviotas. Miré por la ventana. Una niebla muy espesa y de extraño brillo cubría la ciudad. Abrí la ventana y la habitación se llenó de olor a mar y peces muertos.
Pasaron unos meses y conseguí trabajo en una despensa. Esa tarde una noticia agitó al barrio: la señora de Ilnao estaba embarazada. Tanto él como ella, debían tener más de cincuenta años y nunca habían tenido hijos.
Una noche brumosa y de marea alta, nació la criatura. Era un bebé sano y fuerte, de piel negra. No es que tuviera rasgos de raza negra. No tenía la boca grande ni la nariz ancha, ni siquiera el pelo ondulado. Era muy parecido de aspecto a su padre, pero la piel era de un tono cercano al negro. También eran negras las palmas de sus manos y de sus pies.
Mi abuela fue a visitar al recién nacido. Quedó impresionada con lo tranquilo que era y la madre le dijo que nunca lloraba. (No me refiero a que lloraba poco; no lloraba y nunca en su vida lloró.) Doña Rosita, una vecina que lo tuvo en brazos, lo besó. Sintió gusto a sal de mar en ese beso.
El niño creció y la familia fue feliz. Sólo tuvieron un par de sustos, relacionados con objetos que aparecían quemados cuando el bebé se quedaba solo, pero nunca llegó a ocurrir ningún incendio.
Cumplí 17 años y mi abuela murió y no lloré cuando la encontré muerta. Parecía que estaba durmiendo. Pasó el entierro y unos días después me convertí en un mar de lágrimas. ¿Quién iba a abrazarme como lo hacía mi querida viejita?
Una de esas noches de luto, yo estaba acodado en la barra de la ferretería bebiendo una bebida turbulenta, dos ovejeros charlaban y el niño negro jugaba con unos autitos en el piso. La puerta se abrió por el viento, entró un vaho marino y vimos la figura de un hombre muy alto. Tenía aspecto de viejo lobo de mar: el pelo largo, un sombrero de tres puntas, las orejas perforadas, y las manos, el cuello y el pecho, cubiertos de tatuajes. Ilnao se asustó. Le acercó una botella de pisco y lo llamó capitán. No escuchaba bien porque susurraban. El capitán mencionó una deuda. Ilnao negó con la cabeza y dijo: ¨Yo no sabía¨. El capitán bramó blasfemias de puertos y tiró al suelo la botella gritando: ¨¡Las deudas de tu mujer también son tus deudas!¨. Acarició la cabeza del niño, sonrió de manera siniestra y se alejó tan rápido como vino.
Los años pasaron, el negocio se deterioraba pero el viejo Ilnao era cada vez más rico. El niño negro seguía creciendo y siempre se lo veía muy afectuoso, rodeado del amor de sus padres, inocente como un cordero.
El relinchar de los caballos interrumpió mi sueño. Miré por la ventana y los seres encapuchados bajaban del carro un bote de madera.
Al otro día, Ilnao se fue a juntar róbalos que atrapaba cerca del Cabo Domingo. Llevó a su hijo. La tormenta que hubo esa tarde fue recordada por años. El mar sólo devolvió, en la desnuda playa de gruesa arena, al viejo medio muerto enredado en su red y nunca se encontraron los restos del niño o del bote nuevo.
Una semana después de la tormenta, me casé con María en la capilla de la Misión. Sin éxito intentamos ser padres. Llevamos cinco años casados y ayer ella entró feliz a casa, me abrazó, me besó y me dijo que íbamos a ser padres, que estaba embarazada de dos meses.
No puedo hacerme el ciego. Dos meses atrás vi la tenebrosa niebla, sentí el olor del mar…
Ahora estoy esperando que la droga haga efecto. Le paso alcohol al instrumental que guarda mi querida cartuchera roja.
Amo a María, es todo para mí. Siempre quisimos tener hijos, pero no así.
Hay cosas en la vida que son como piezas de rompecabezas que no entendemos cómo colocarlas, pero de repente encajan y vemos la imagen que estaba oculta.
¿Habrá sido mi madre, cuidándome desde el Cielo, la que me hizo comprar la cartuchera roja que contiene el instrumental para hacer un aborto?
Veo la sangre, mi pulso es firme… Me parece escuchar afuera el sonido de un trombón.
Esta será una cicatriz que vamos a tener juntos.
* Imagen de portada: Fragmento intervenido de la ilustración “Caleuche”, de Omar Hirsig.
Federico Rodríguez (Río Grande, 1979). Escritor, editor, guionista y docente. Estudió letras en la UNLP. Participó de la Antología de Cuentos Fueguinos (Ed. Cultural TDF, 2011), la antología de cuentos Vidas Urbanas (UNTDF, 2015), en el Jergario Latinoamericano Ilustrado (Editorial Universitaria de Guadalajara, 2016) y en la antología de Conspiradores (Poetas Marcianos/Chile, 2016). Junto con Germán Pasti y Omar Hirsig, es autor del libro El origen del viento: relatos y aventuras gráficas sobre la Tierra del Fuego (1ra. edición Ed. Cultural TDF, 2014 / 2da. edición Viento de Hojas, 2016) y Leyendas de la Tierra del Fuego (1ra. edición Viento de hojas, 2015 / 2da. edición Viento de hojas, 2017). Junto con Hirsig, dirigió la Revista Caleuche (historietas & cuentos de misterio y terror). Ha publicado cuentos en diversas revistas del país y del exterior; actualmente se encuentra trabajando en distintos proyectos de escritura, de guión y de difusión de autores fueguinos.
by Claudio Medin | 14 \14\America/Argentina/Buenos_Aires febrero \14\America/Argentina/Buenos_Aires 2019 | Narrativa
Compartimos el inicio de Bonarda López, la novela de Carlos Ardohain que fue finalista en el Premio Herralde de Novela 2014 y se publicó recientemente en Alción editora.
“Vivir es creer, al menos es lo que yo creo”
Marcel Duchamp
Un lugar al margen del dolor
Bonarda López entró al bar y caminó decidida hasta la barra, se paró al lado de uno de los taburetes, deslizó su mano por la superficie de cuerina marrón para limpiarla de polvo y se sentó. El mozo, nada más verla, le sirvió su trago de siempre: un gancia con hielo. En el local no había casi nadie a esa hora de la madrugada, las tenues luces amarillentas sugerían un aire teatral y contribuían a hacer menos visible la suciedad. Un borracho que estaba sentado en una de las mesas del fondo levantó su cabeza vacilante y al verla le gritó: —Che, profesora, ¿te la lavaste hoy?
Ella ni lo miró, sabía de quién se trataba, solamente alzó su mano derecha con el puño cerrado y el dedo medio extendido en dirección a la mesa. El bar era una especie de pasillo profundo con la barra de un lado y una fila de mesas del otro. El piso estaba embaldosado de blanco y negro, y un espejo sucio colgaba encima de las mesas cercanas a la entrada. Más atrás las paredes estaban adornadas con viejos carteles de publicidad y fotos de deportistas. Los grandes anteojos oscuros de Bonarda no dejaban ver sus ojos hinchados y rojizos. Tenía el cabello estirado hacia atrás y sostenido por una hebilla. Se escuchó entonces el sonido característico con el que el tren anunciaba su partida en la estación de enfrente. Bonarda prendió un cigarrillo. En ese bar se podía fumar, se podía hacer cualquier cosa; nadie prohibía ni preguntaba nada, por eso le gustaba ir ahí. Bonarda López era crítica de arte, y en este caso está bien utilizado el tiempo verbal, ya que esa noche la habían despedido del diario en el que trabajaba y donde publicaba sus reseñas y comentarios. Lo veía venir; y esa noche, cuando llevó el comentario sobre el premio ArgenGas, otorgado en la feria de arte más importante de la ciudad a una obra que era una bolsa de nylon con un par de zapatos viejos y un montón de calamares podridos, el jefe de redacción le ordenó:
—Cambiala, no podemos hacer una crítica negativa sobre ese premio.
Bonarda se negó argumentando que la obra era lisa y llanamente una mierda. Discutieron, elevaron el tono, se gritaron barbaridades y el tipo la echó. Así, sin más. Ella lo insultó y se fue dando un portazo. Estuvo caminando un buen rato sola, sin rumbo y llorando; terminó en ese bar al que iba a menudo, especialmente cuando se sentía mal. El ambiente era ideal para dejarse ir en el dolor, para vivir el tango personal. En ese sentido todos los habitués eran hermanos, todos estaban en la lona. Seres indefensos, condenados por su propia naturaleza al letargo inane de la resignación. El borracho del fondo la conocía y algo había escuchado de su actividad, por eso la había llamado profesora. Ella siempre elegía sentarse en la barra; había aprendido que, en un lugar como ese, una mujer está más protegida y es más inaccesible en la butaca individual del mostrador que en una mesa en la que se puede sentar cualquier perejil con ínfulas de conquistador.
Bonarda pensaba en forma de relato, pensaba por medio del lenguaje construido, de manera que se puso a pensar.
Pensó en Bonarda López entrando a esa hora avanzada de la noche al bar mugroso que estaba frente a la estación de trenes. Había llorado y caminado sola por horas. Ahora quería tomar un par de copas en ese lugar perdido en la ciudad. Se había sentado en la barra y cuando el mozo la vio le trajo lo de siempre: gancia con hielo en vaso alto con un poco de limón. Escuchó ese grito tembloroso que venía del fondo del local y estaba dirigido a ella, una forma grosera y tosca de saludo con ribetes agresivos. Sabía de quién provenía, del borracho que siempre se sentaba en la última mesa. Tuvo el impulso de sonreír ante la ingenuidad casi adolescente del insulto, último recurso del marginal para enfrentarse con el mundo que lo había puesto al borde del nocaut. Pero no sonrió. En cambio le pidió al mozo que le llevara a la mesa otra copa de lo que estuviera tomando, que resultó ser ginebra. Bonarda era alta, flaca, huesuda y fuerte. Antipática según muchos, y temida, acaso odiada, en el medio del arte por sus críticas implacables y sin concesiones. Pero ahora se había quedado sin trabajo. Tal vez le había llegado la hora, el momento de ver rodar su cabeza. Se puso a pensar en las razones por las que podrían cortársela. Y le dio por trazar planes, algo que se le daba mal, pero igual lo hacia. Mientras su pensamiento seguía construyendo un relato mental, se fue tomando tres o cuatro gancias con hielo y limón.
Después caminó hacia el fondo del barsucho, se sentó a la mesa del borracho, que la miraba con la vista perdida, y le preguntó cómo se llamaba. Le contestó, con voz trabada, que su nombre era Severo. Ella le dijo, mirándolo a los ojos:
—Muy bien, Severo, yo te voy a transformar en un artista.
El cronista inesperado
Cuando conocí a Albertina, ella era una celebridad olvidada. Sobrevivía gracias a la pensión que cobraba por haber ganado el premio municipal de poesía y de lo que obtenía dando talleres de escritura. Tomé contacto con ella después de haber leído todos sus libros y la traducción magnífica que había hecho de la poesía completa de Auden, coronada por un riguroso ensayo en el que arrojaba luz sobre su obra y su vida. La admiré más después de leerlo. La busqué y empecé a ir una vez por semana a su casa para un taller individual. Congeniamos de inmediato. Había sido una mujer hermosa y de algún modo lo era todavía, aunque los años la habían deteriorado. Conservaba su larga cabellera sin teñir y eso le daba un aire clásico, fuera del tiempo. Hacía a menudo un gesto que al principio me intimidó y más tarde entendí como una reafirmación de ciertas autocomplacencias interiores: al terminar alguna frase especialmente feliz levantaba la barbilla y enarcaba las cejas, y después de un instante sonreía, como disculpándose por haber estado tan genial. Con el tiempo empecé a quedarme a cenar con ella después del taller y a disfrutar de sus historias y anécdotas, a pesar de que algunas resultaban un poco incoherentes o acaso inventadas. Albertina bebía mucho, tomaba dos o tres whiskys previos a la botella de vino que nos bebíamos con la comida. Después seguía con el whisky. Y así fue como llegué a conocer a Bonarda, fragmentariamente, mediante los monólogos nocturnos de la poeta que había sido su compañera y, siempre según ella, su gran amor. Albertina y Bonarda se habían conocido en una inauguración de pintura e inmediatamente sintieron una fuerte atracción intelectual. Bonarda era filosa y seca, y Albertina volcánica y barroca. Descubrieron que en muchas cosas se complementaban. Recuerdo especialmente la manera en que Albertina me definió su primer encuentro amoroso: dijo algo así como que la primera noche que habían estado juntas en la cama había sido una especie de viaje a la tercera margen del río. Hacía unos años que se habían separado, dolorosamente y en forma definitiva, y desde entonces Albertina estaba sola.
A veces me hablaba de ella con cariño y otras con odio o dolor. En ocasiones hablaba de sí misma, de cosas que había vivido o hecho y yo pensaba al principio que se refería a Bonarda, de modo que pasado cierto tiempo tenía que recomponer en mi cabeza las historias y acomodarlas en los personajes correctos. Pero esta confusión me gustaba, las ambigüedades me parecían poéticas. Había siempre una bruma borrando los contornos de las formas, las precisiones de los relatos. Era como si Albertina contara siempre con puntos suspensivos, y los personajes también estuvieran suspendidos en el tiempo y en su mente.
Albertina había sufrido hacía algunos años un accidente al caerse de un caballo y se había fracturado la cadera. Como resultado de ello tenía una prótesis y había sido sometida a varias operaciones que le dejaron como secuela una cojera permanente. Estaba obligada a tomar, todos los días, comprimidos para el dolor y la inflamación, lo que mezclado con el alcohol hacía una combinación peligrosa.
Pero Albertina era brillante y, a menudo, genial. Fue muy generosa y pródiga conmigo, me tuvo infinita paciencia y alentó mis torpes progresos. Cuando entraba en el terreno de la confidencia, impulsada por la confianza que crecía entre nosotros, yo agudizaba los sentidos para comprender el vínculo que la había unido a Bonarda y, además, para conocer a Bonarda, ya que su personalidad y su vida me resultaban cada vez más fascinantes.
En su casa conocí a poetas admirados que de otro modo hubieran sido inaccesibles para mí. Muchas veces invitaba a un poeta o escritor a comer y, generosamente, me incluía en la invitación. Los vi comer y beber, oí sus comentarios desdeñosos hacia algunos colegas, sus burlas de críticos y periodistas, los vi perder la elegancia más temprano que tarde. A alguno de ellos me tocó llevarlo en taxi a su casa.
Y así, a pantallazos, en forma de recuerdos esporádicos acumulados a lo largo de muchas noches, fue como conocí a Bonarda y reconstruí su historia, aunque algunas cosas ya no sé si las escuché o las inventé (a veces también yo me pasaba de copas en la cena o después; y alguna noche me habré quedado en casa de Albertina y habré amanecido en su cama también, pero de eso no tengo mucho recuerdo).
Denominación de origen
Bonarda había estado casada y tenía tres hijos a los que veía muy poco. Cuando se separó vino a vivir sola a la capital y dejó a su exmarido y sus hijos en el Chaco. Desde entonces había enfocado toda su energía en su trabajo de periodista. Empezó a publicar en uno de los diarios más importantes de Buenos Aires y a tener sus primeros éxitos y reconocimientos como crítica de arte. Sus comentarios siempre eran profundos, inteligentes e implacables. Tenía una postura crítica con respecto al arte contemporáneo y escribía notas que iban contra la corriente imperante en el mercado del arte, de alguna manera era una figura molesta. Una noche, en la inauguración de una muestra, le presentaron a Albertina. Se saludaron con una sonrisa y se quedaron charlando con una copa de vino. Albertina era una mujer espléndida, su larga cabellera negra y sus ojos rasgados acaparaban todo lo que circulaba a su alrededor, además de lo hechizante que podía ser con sus palabras. Le dijo que había leído sus columnas y que le parecía muy lúcida e inteligente su postura respecto del arte, que ella pensaba igual. Esa noche charlaron y se rieron mucho y en los días que siguieron se encontraron varias veces. Al mes estaban viviendo juntas, Bonarda se mudó al departamento de Albertina con sus pocas pertenencias y comenzaron a compartir también la coordinación de los talleres de escritura de Albertina.
Hay vida bajo los escombros
Severo había sido albañil y ahora sobrevivía haciendo changas diversas. Decía haber olvidado su edad, o no estar seguro, pero debería andar por los cuarenta y cinco años. Su cutis cetrino acusaba la mala vida que llevaba; mal afeitado, la ropa arrugada y no muy limpia, todo en su presencia hablaba de abandono y desamor. No había tenido hijos aunque había vivido con un par de mujeres. Cuando Bonarda lo conoció estaba solo, su última compañera no había podido soportar su debilidad por la bebida. Pero es justo decir que no era un hombre violento y nunca le había levantado la mano a ninguna de sus parejas. Vivía en una prefabricada de madera que alquilaba cerca de la estación, en un barrio humilde.
Severo no tenía nada en el mundo, pero aún así había en él espacio para los sueños. A veces soñaba que era un caballo encerrado en un corral de verjas de madera en el que nunca faltaba comida y agua, y dentro de sí sentía que en algún momento rompería la verja a patadas y escaparía galopando por el campo, los agujeros de la nariz muy abiertos y los belfos temblando por sus resoplidos de excitación. Cuando soñaba eso nunca llegaba a la parte de la huida, pero la seguridad de que iba a producirse era cada vez más intensa.
Mientras tanto transcurría su vida entregado al alcohol, casi siempre terminaba la noche tomando sus ginebras en el bar de la estación, ya que el patrón le fiaba anotando lo que tomaba en una libreta mugrosa que tenía bajo el mostrador. Cuando Severo cobraba la quincena o alguna changa, le pagaba lo adeudado y el crédito se renovaba automáticamente. En ese bar era donde había visto algunas veces a Bonarda, siempre tarde y siempre sola, tomando sus tragos en la barra. Digna y altiva, pero sin embargo compartiendo algo del espíritu del bar y de los parroquianos que lo frecuentaban. No era sapo de otro pozo ahí, de alguna manera, desconocida para él, se sentía que era parte del lugar. Le intrigaba verla, tenía algo de masculino en su manera de sentarse en la butaca y tomar el vaso en que bebía, y a la vez una elegancia delicada en su altura casi exagerada. Las manos (le miraba mucho las manos, Severo) eran huesudas y con dedos largos, de pianista o profesora, pensaba él, sin saber muy bien por qué. La veía siempre de perfil y sus grandes anteojos nunca le permitieron verle los ojos. Hasta esa noche en que él, más borracho que de costumbre, le gritó una grosería y ella como respuesta le pagó una ginebra y después vino a su mesa, se sacó los anteojos y se sentó enfrente de él para proponerle un trabajo rarísimo.
Carlos Ardohain nació en la ciudad de Mar del Plata, Argentina. Seleccionado en el Primer Concurso Internacional de Cuento Breve organizado por el Salón del Libro Hispanoamericano, Ciudad de México, publicado en el libro Voces con Vida, México, 2009. Entre otros galardones obtenidos, ha sido finalista en el Primer Premio Internacional de Microrrelatos Museo de la Palabra, publicado en el libro Más allá de la medida, España, 2010, y en el Primer Concurso de Narrativa Bernando Kordon, 2015, Argentina, con la nouvelle Cosas que no se pueden guardar en frascos. Publicó notas, reseñas y relatos en revistas de España, México y Argentina. Publicó las novelas Los incógnitos (España, Caballo de Troya, 2011) y Bonarda López (finalista en el Premio Herralde de Novela 2014) (Argentina, Alción, 2018).
by Claudio Medin | 17 \17\America/Argentina/Buenos_Aires diciembre \17\America/Argentina/Buenos_Aires 2018 | Narrativa
Compartimos un cuento incluido en Cuentos blancos, el último libro de la escritora bonaerense Marina Arias, publicado por ediciones Desde La Gente en 2018.
Cinco minutos después de la estación de Moreno, el loteo se terminaba de golpe y el campo empezaba a ser terreno de algunos pocos viejos quinteros que parecían sobrevivir gracias a una docena de hileras de lechugas.
Apenas la Lujanera pegaba una curva de noventa grados y empezaba a andar en paralelo a las vías, Maru se levantaba de un salto y pedía permiso a los cuatro o cinco desafortunados que no habían conseguido sentarse y que gracias a la estrechez del pasillo viajaban con la cintura apoyada en el perfil de algún respaldo y agarrados del portaequipaje opuesto. Esa curva era la única señal de que venía su parada y Maru tenía terror de pasarse.
Por eso, sin esperar la reacción a su pedido, avanzaba apurada, casi a los empujones, de perfil, con el estómago hundido en un intento inútil por no rozar ningún cuerpo. Cuando lograba llegar a la puerta bajaba la cabeza y sin mirar al chofer, decía solamente “en la próxima”. Siempre dejaba la frase en suspenso. El año anterior, en uno de sus primeros viajes al colegio, le había dicho al chofer “parada” y el tipo le había contestado “ya la tengo”. Entonces entendió de golpe por qué su mamá usaba siempre aquella frase incompleta: era una manera ingeniosa de escaparle a un incidente como ése. Maru no podía explicar por qué aquella respuesta la había hecho sentir una culpa infinita por sus aún casi imperceptibles atributos femeninos.
Siempre que Maru avisaba que se iba a bajar, el chofer soltaba el acelerador. La parada era una estructura de hormigón descascarado en la que abundaban inscripciones a fuerza de trazos de birome. Aquellos todavía no eran años de aerosoles o stencils. Mucho menos de grafitis tumberos. La mayoría eran declaraciones de amor. A lo sumo podía leerse algún “bosteros putos”.
Que se quedara tres días como mínimo, le había dicho Florencia cuando llamó por teléfono para invitarla por primera vez a la quinta. Maru consiguió permiso y preparó su mochila. Florencia Dimarco había sido su compañera de banco todo el año y su mejor amiga los últimos tres meses. Era ella la que decidía qué ropa le quedaba bien y qué chicos podían gustarle. Florencia estaba noviando con Juan Cruz, un amigo de sus hermanas. Pero él se había ido con dos amigos a Brasil por todo el mes. Saber que él no iba a estar en la quinta fue un alivio para Maru. La incomodaba que su amiga anduviera con alguien tanto más grande. Hasta ese momento ella sólo había salido durante dos semanas y media con Matías, un compañero de división, y a lo máximo que habían llegado era a que él en un recreo intentara tocarle una teta por arriba del guardapolvo. El preceptor los pescó en el rincón del pasillo y amenazó con pasarles un parte de amonestaciones. Maru sintió tanta vergüenza que esa misma tarde pateó a Matías. Por el lado de Florencia, una considerable diferencia de edad entre el hombre y la mujer parecía ser lo más lógico del mundo: sus padres se llevaban quince años y sus dos hermanas también habían tenido novios mayores. A los Dimarco la experiencia del hombre no parecía resultarles algo peligroso o moralmente reprobable sino todo lo contrario.
Maru necesitó hacerse grande para poder entender que el control en esa familia era más estricto que en cualquier otra, porque descansaba en una formidable hospitalidad que lo hacía pasar desapercibido.
La única indicación que Florencia le había dado era que después de Moreno prestara atención porque era justo pasando la primera curva. Así aprendió Maru a bajarse del micro y así lo hizo todas las veces que fue invitada durante aquel mes de enero: con urgencia y a los empujones. A esa edad no podía ocurrírsele algo tan racional como averiguar a la altura de qué kilómetro de la ruta se encontraba la quinta de los Dimarco.
La primera vez que avanzó apurada por el pasillo eran las dos de la tarde. Florencia la estaba esperando en la Zanelita metros antes del refugio, para no desaprovechar siquiera esos minutos de bronceado, acodada sobre el manubrio, detrás de un mechón de su pelo oscuro y rebelde. Movía los labios en forma rara y Maru adivinó que estaba escuchando algún casete en el walkman. Un pareo de colores fluo era lo único que cubría parte de su cuerpo y en algunos tramos se adhería a la malla húmeda que llevaba debajo. Cuando el micro derrapó en la banquina Maru la vio abrir los ojos, levantar la cabeza como un sabueso y sacarse los auriculares.
Todavía hoy le parece ver su sonrisa cómplice mientras el micro terminaba de frenar y ella bajaba eufórica los tres escalones hasta el suelo. Y piensa qué hubiera pasado si no hubiera conocido nunca la quinta. O si aquella noche cuando enero llegaba a su fin, Tonio no hubiera propuesto jugar a la escondida. O si no hubiera sido testigo de lo que pasó esa misma madrugada.
Cinco minutos después Florencia frenó en un portón de hierro abierto y Maru entendió que habían llegado. Florencia apagó el motor y le explicó que tenían que entrar la Zanelita a mano porque la madre le había dicho que si la despertaba una vez más de la siesta se la regalaba al jardinero. Maru miró hacia adentro del terreno. La casa estaba rodeada de árboles. Era blanca y lo suficientemente grande como para que Florencia y sus dos hermanas, Roxana y Gabriela, tuvieran cada una su propio dormitorio para alojar a cuanta amiga quisieran.
Al avanzar un tramo por la huella de los autos, Maru vio que tras la casa había un gran parque en el que refulgía el sol y una pileta casi tan larga como la del club de su barrio. Al fondo se alcanzaba a ver una cancha de cemento y mucho más lejos, casi diminuta, lo que dedujo era la vivienda más próxima.
Después de detallarle todo lo que le había dicho Juan Cruz, que ya la había llamado tres veces desde Brasil, Florencia le contó que finalmente habían tenido que pasar la fiesta de Año Nuevo en su casa. “Los rompehuevos insistieron con que este año les tocaba acá a ellos y mi viejo les dio el gusto”, dijo. “Igual les vinieron cuatro gatos locos”, aclaró satisfecha. Maru nunca terminó de saber si la quinta era una herencia o el fruto de alguna sociedad familiar que no había terminado bien pero la cuestión era que la familia de Florencia compartía la propiedad con la de la hermana del padre. Alguna que otra vez las Dimarco se referían a ellos como “los Rufino” pero generalmente los mencionaban con algún epíteto que daba cuenta del fastidio que les provocaba su mera existencia. Maru nunca se los cruzó ni tampoco escuchó que se hubieran comunicado por teléfono. Eran sólo una presencia que fatalmente se iba a apropiar de la quinta cuando el mes terminara y los Dimarco se vieran obligados a volver a su chalet de ladrillo a la vista en Ramos Mejía.
La huella terminaba junto a un porche. Maru reconoció la cupé Sierra roja del padre de Florencia y unos metros más lejos, vio, junto a una hilera de álamos, otros dos autos también último modelo prolijamente estacionados. Supuso que eran el de la madre y el que compartían las dos hermanas de Florencia desde que la segunda también había empezado la facultad en la Capital. Delante de la casa y cruzada en diagonal, como si el conductor se hubiera bajado en medio de una emergencia, había una Trafic blanca. Florencia levantó la vista e interrumpió la descripción del estado en el que los Rufino les habían entregado la quinta:
–Están Tonio y Migue –gritó mientras apuraba el paso y Maru se vio obligada a seguirla–. Te van a encantar.
Tonio y su hermano Migue eran los primos por parte de la madre. Y funcionaban como la antítesis de los Rufino. La Trafic blanca siempre era recibida con gritos de alegría. Si Florencia o cualquiera de sus hermanas estaban en la pileta, salían rápido, manoteaban una toalla y corrían a recibirlos. Si la madre estaba acostada, no pasaban diez minutos antes de que apareciera por el pasillo que llevaba a las habitaciones peinándose con los dedos y acomodándose la ropa. Los abrazaba, les daba dos besos a cada uno y se metía en la cocina. Fuera la hora que fuera. En una oportunidad llegó a prepararles un estofado a las cinco de la tarde. Tonio y Migue siempre eran capaces de comer. Y lo hacían con la voracidad que sólo se puede tener a los diecinueve años. Eran mellizos. Aunque Migue era rubio, y Tonio, morocho como Florencia y bastante más alto. Eso para Maru lo volvía mucho más atractivo. Aunque nadie en la familia parecía darse cuenta. O quizá no querían hacerlo notar. Como para que nada alterara su amor fraterno. Bastante tenían con haber perdido a los padres a los seis años. Los había criado la abuela. Eso le contó Florencia la primera noche que durmió en la quinta y Maru no exigió ningún detalle. No quería que su amiga notara que Tonio le había gustado: algo le decía que la noticia podía no caerle bien. Por eso nunca supo por qué al quedar huérfanos Tonio y Migue no habían sido adoptados por la madre de Florencia.
Apenas pisaban la quinta, los mellizos se ponían en cuero y sólo volvían a necesitar sus remeras cuando se daban cuenta de que se les había hecho tardísimo. Sus visitas siempre eran aprovechando algún hueco en el trabajo. Nunca recordaban dónde las habían dejado tiradas, y entonces toda la familia se ponía a buscarlas por la casa, el parque y la zona de la pileta. Maru trataba de no mirarlos mucho pero no podía dejar de notar los músculos de los dos. Trabajaban desde chicos y ese verano ya lo hacían en su propia camioneta. Maru no entendía bien qué repartían ni cómo habrían hecho para comprarse un vehículo costoso como ése siendo tan jóvenes. Hasta que la madrugada de la noche en que Tonio propuso jugar a la escondida cayó en la cuenta de que el verdadero propietario del vehículo tenía que ser el padre de Florencia. Y de que en realidad trabajaban para él. Era por eso que los mellizos siempre estaban dispuestos a llevar Florencia adonde fuera. No importaba la hora. Si Florencia y su amiga necesitaban ir a alguna parte, cualquier compromiso de la Trafic podía esperar. Durante sus estadías en la quinta Maru incorporaba esa comodidad como algo natural. Pero cuando llegaba el momento de volverse a su casa, nunca le ofrecieron ni siquiera acercarla hasta la ruta. También en parte por eso debía ser que los mellizos trataban al padre de Florencia con cierta distancia respetuosa. Le decían “Tito”, como Maru y como todos menos sus hijas, pero Maru notaba en ellos una tenue rigidez cuando el padre irrumpía en el living recién levantado de la siesta o cuando los saludaba con la mano desde la cupé si llegaba mientras estaban disfrutando de la pileta.
Con el resto de la familia los mellizos eran muy demostrativos. Dos por tres, Tonio abrazaba con fuerza a Florencia desde atrás y levantaba su cuerpo obligándola a apoyarse en él. En la pileta Migue siempre jugaba a ahogarla o se sumergía y le tironeaba de las tiras de la malla. Lo de Migue a Maru le resultaba más indiferente pero que Tonio siempre estuviera encima de su amiga le provocaba una sensación extraña. En cualquier otro contexto, hubiera pensado que los mellizos eran unos manolargas. Pero en la quinta todo parecía estar permitido: los primos se divertían así y así divertían a toda la familia. Ni siquiera se salvaban las hermanas mayores. Gabriela exageraba su eterno malhumor y siempre terminaba mandándolos a la mierda. Roxana prefería dejarlos hacer sin acusar recibo. Después se revolvía el jopo del pelo y seguía en lo suyo. Era parecida a Florencia, aunque sus facciones resultaban más armoniosas y su cuerpo mucho menos voluptuoso, como si los ocho años que le llevaba hubieran gastado su sensualidad. Iba a casarse en abril, un mes después de rendir las dos últimas materias de abogacía. Se pasaba el día dando vueltas por la casa, alternando una lectura dispersa del Código Civil con el estudio detallado de una pila de revistas sobre bodas. Roxana y Gustavo noviaban desde los quince de ella y daba la sensación de que hacía mucho que ya no sabían por qué. Él trabajaba en un estudio del microcentro y llegaba a la quinta todos los días para la hora de cenar. Tres veces a la semana se quedaba a dormir. Recién ese verano el padre de Florencia había accedido a que lo hiciera en el cuarto de Roxana. La segunda noche de Maru en la quinta, cuando la pareja anunció que se iba a dormir, intentaron, conteniendo la risa, escucharlos con un vaso entre la oreja y la pared. Pero fue en vano: lo único que se sentía eran los ronquidos de Gustavo.
Con Gabriela, como toda la familia, Florencia se llevaba pésimo. Si se dirigían la palabra era para insultarse y Maru sabía que alguna vez hasta se habían ido a las manos. Por eso a Florencia nunca se le hubiera ocurrido correr el riesgo de espiarla cuando estaba con Fernando, profesor de gimnasia y primer novio en entrar a la casa después de su escandalosa ruptura con Adolfito, el mayor de los Tolosa. Ya hacía más de un año desde que Gabriela, en un acto que le había resultado estúpido hasta al propio Adolfito, le había confesado un romance fugaz con un compañero de facultad y le había devuelto el anillo. Pero la madre no perdía ocasión para recriminarle que hubiera echado a perder su naciente amistad con Pipa y los negocios de Tito con Adolfo padre. Además la infidelidad de su hija había sido la comidilla del Rotary y ella había tenido que tomarse un mes de licencia en las Damas excusando un pico de estrés. Gabriela había tenido que renunciar a la Juventud Rotaria. “Por supuesto”, no se cansaba de repetirle la madre. “O qué te creías, que se iban a bancar así nomás que hayas hecho cornudo al presidente. Si él te había perdonado, no entiendo por qué tenías que contárselo a todo el mundo. Pajaritos en la cabeza, tenés”. Gabriela se encerraba en su cuarto y la madre seguía gritándole a la puerta. Incluso delante de Fernando. En realidad ningún miembro de la familia parecía reparar demasiado en él. Ni siquiera Gabriela.
Ese verano, el centro de atención para todos parecían ser Roxana y Gustavo. Florencia y los mellizos constantemente hacían chistes sobre la noche de bodas y la luna de miel. Y hasta la madre se reía. El padre en cambio siempre simulaba no haber escuchado y con gesto grave preguntaba sobre alguna cuestión doméstica: si la madre se había acordado de comprar Cinzano, o cuándo pensaba Florencia lavar ese ciclomotor. Ésa era la única manera de expresar su consentimiento. Tito era un verdadero jefe de familia. Hasta verlo moverse en la quinta Maru no había sabido del todo qué significaba ese título. Su propio padre no era más que un empleado con aguinaldo, quince días de vacaciones pagas y un gerente con el que tenía que quedar siempre bien, cosa que hacía que Maru no le tuviera demasiado respeto. Eso y todas las barbaridades que le gritaba su madre cuando se enojaba. Maru necesitó empezar a trabajar y tener su propia familia para entender la valentía de su padre para ir a esa oficina cada mañana durante tantos años.
Pero durante aquel enero, y hasta la madrugada de la noche en que jugaron a la escondida, Maru había idolatrado al padre de su amiga. Secretamente había deseado ser una hija más.
Siempre con un cigarrillo calzado entre los dedos, por las mañanas Tito podía partir raudo en su cupé hasta diez veces. La madre de Florencia lo seguía hasta el auto mientras recibía todo tipo de indicaciones, le daba un beso a través de la ventanilla baja y seguía al auto con la vista mientras se alejaba hacia el portón. Que su marido tenía hormigas en el tujes era la explicación que a continuación desplegaba para cualquier testigo involuntario de tanto ir y venir. Maru no podría asegurar que la madre de Florencia estuviera al tanto de lo que más tarde ella sospechó eran los verdaderos asuntos del marido. Era una mujer orgullosa por haber salido de pobre y siempre dispuesta a ayudar a todo aquel que no se lo recordara. Para ella la caridad y el consumo eran lo mismo: una prueba de que estaba del otro lado para siempre. Tito había hecho la mayor parte de la fortuna algunos años después de estar juntos. Pero la casita que había comprado para ellos apenas pusieron fecha de casamiento debió haberle resultado un palacio, acostumbrada como estaba al departamento al fondo de una casa sin revocar en las afueras de San Justo. De todo eso le hablaba Florencia. Incluso le contó la historia de amor de sus padres. No parecía preguntarse cómo era posible que su padre hubiera hecho tanto dinero con una simple distribuidora de productos de limpieza. Porque eso era lo que increíblemente parecía mantener el status de vida del clan Dimarco: cientos y cientos de bidones de detergente que viajaban por el conurbano en camionetas.
Cerca de la una del mediodía, Tito estacionaba la cupé en el porche por
última vez y se instalaba en la cabecera de la mesa, bajo la glicina de la galería. Inmediatamente, la madre de Florencia le llevaba un vermut y un plato con quesos. Si Florencia y Maru estaban en la pileta o en el parque se reclinaba en la silla y un brillo en sus ojos daba cuenta de lo divertido que le resultaba escuchar la conversación de dos adolescentes. Florencia era su hija preferida y se notaba. Quizá por eso había accedido a que hiciera la secundaria en el Nacional en lugar de ir al estricto colegio de monjas que habían padecido las mayores. Al parecer las tres, cada una a su tiempo y todas apoyadas por la madre, habían intentado convencer al padre de las bondades de una escuela mixta. La única que había conseguido un silencioso consentimiento para el pase había sido Florencia. Gracias a eso Florencia y Maru habían resultado compañeras de banco. Por lo demás, pertenecían a mundos que nunca hubieran entrado en contacto. A los catorce años la amistad es una cuestión de azar más que de afinidades. Pero para fines de aquel enero, cuando ya había pasado casi tantos días en la quinta como en su propia casa, Maru sentía que nadie en el mundo la entendía ni la quería más que Florencia. Los días se sucedían entre pileta, algún que otro llamado de Juan Cruz desde Brasil y partidos de tute cabrero bajo los árboles. Las cenas eran somnolientas, con buzos sobre la piel caliente y ruido de grillos de fondo.
Hasta que en una sobremesa Tonio propuso jugar a la escondida.
El padre se había instalado en el living a ver un partido de fútbol y la madre ya estaba en la cocina lavando los platos. Florencia, entusiasmada con la idea de su primo, insistió para que participaran todos los que habían quedado en la mesa. Eso incluía a Roxana y Gustavo, y a Gabriela, esa noche sin Fernando. Gabriela la insultó con desgano y se metió en la casa. Pero Roxana y Gustavo finalmente aceptaron. Florencia fijó una sola regla: no valía salir a la calle. Cualquier otro lugar estaba permitido. Después, mediante un método infantil de sorteo estableció que primero contaría Migue. Maru respiró aliviada: siempre le había dado terror tener que ser la que buscaba a los otros.
Migue caminó hacia una columna de la galería y avisó que les daba tiempo hasta cincuenta. Apenas apoyó el brazo y la cabeza todos salieron disparados en distintas direcciones. Maru encaró para el lado del vecino y corrió mucho más allá de la cancha de cemento. Se detuvo y mientras recuperaba la respiración miró hacia la casa: ya era sólo un punto de luz entre los árboles. Más adelante y bajo un pino había un gran tronco arrumbado. Pensó que era un buen lugar donde sentarse a hacer tiempo hasta que cualquier otro fuera descubierto primero. Eso era lo único importante para ella cada vez que se veía obligada a jugar a la escondida: no tener que contar. Había empezado a caminar cuando escuchó unas zapatillas rápidas sobre la cancha y con una sonrisa apareció Tonio. Ella también sonrió y le señaló el tronco. Se sentaron sigilosamente.
De golpe la boca de Tonio estuvo sobre los labios de Maru y la lengua contra sus dientes. Su propia lengua, paralizada, y casi inmediatamente ansiosa. Las manos de Tonio seguras por debajo de su ropa. Un palpitar en la boca del estómago y después más abajo. No sabría decir cuánto pasó hasta que escuchó gritos y reconoció la voz de Florencia. Estaba diciendo “sangre”, lo que significaba que Migue la había confundido con otro y había que empezar todo de nuevo. Maru apartó a Tonio con una fuerza excesiva y salió corriendo hacia la casa. Cuando llegó a la galería dijo que tenía que ir al baño y entró derecho. Alcanzó a escuchar las protestas de Florencia porque Migue, Roxana y Gustavo se negaban a volver a jugar. Desde la cocina, la madre de Florencia ofrecía café.
Abrió la canilla y se mojó la cara varias veces. Miró el espejo y se apretó las sienes, como si así pudiera borrar las imágenes de lo que había hecho con Tonio. Dos golpes impacientes contra la puerta: Florencia diciendo que era ella y que le abriera. Maru respiró hondo y abrió. Que al final eran todos unos forros, dijo Florencia mientras se bajaba el jean junto con la bombacha y se sentaba en el inodoro. Maru la miró y pensó que contarle lo que había pasado con Tonio era lo único que podía aliviarla. Florencia le encontraría el lado gracioso, como cuando bromeaba acerca de lo que hacían Roxana y Gustavo las tres noches por semana en que él se quedaba a dormir.
Una hora después se daría cuenta de cuánto se había equivocado.
Salieron del baño juntas. Florencia seguía despotricando contra su hermana y su cuñado, porque los amargos al final se habían ido a acostar. También se reía de su primo, porque era un salame, cómo la iba a confundir con Roxana si una estaba de amarillo y la otra de rosa, y además tendría que haber pensado que ella nunca hubiera elegido un lugar tan obvio como detrás del gabinete del filtro de la pileta.
Maru sintió que la amistad entre ellas era más indestructible que nunca.
Migue buscaba las llaves de la Trafic por el living. Cada vez que pasaba frente al televisor el padre de Florencia se inclinaba hacia los costados para no dejar de ver la pantalla ni por un segundo. Maru escuchó a Tonio en la cocina despidiéndose de su tía. En medio de un bostezo le dijo a Florencia que no daba más y deseó un buenas noches general: sentía que si se cruzaba con la mirada de Tonio se moriría.
Buscó el camisón en su bolso. Mientras se lo ponía alcanzó a escuchar un rumor de voces en el parque y varias carcajadas de Florencia. Finalmente sintió el motor de la Trafic.
Florencia entró sin mirarla y puso un casete en el grabador. Después se dejó caer boca arriba sobre su cama. Maru tomó aire y de un tirón le preguntó si alguna vez había dejado que Juan Cruz la acariciara. Florencia preguntó qué quería decir con “caricias” y se dedicó a ponerse el piyama. La vergüenza de Maru hizo que sólo lograra articular palabras sueltas y frases incoherentes. “Eso no son caricias”, la cortó finalmente Florencia. Y que no se gastara porque Tonio ya le había contado lo que se había dejado hacer.
Se metió bajo las sábanas y le dio la espalda.
A veces Maru piensa que la dureza de su amiga debió haber sido por celos de su primo. Otras, sospecha que el objeto de los celos en realidad pudo haber sido ella. Porque al dejar atrás la adolescencia tomó conciencia de lo extraña que es la amistad entre dos mujeres a esa edad. De lo único que está convencida es de que si hubieran tenido otro día para perder juntas en la pileta, las cosas podrían haber sido diferentes. Imagina la cara fruncida de Florencia hacia el sol. Una pregunta suya aparentemente casual. El estallido de risas cómplices. Entonces su corazón se habría aliviado. Hubieran podido seguir asegurando que iban a ser amigas para siempre. Aunque en el fondo las dos supieran que eso era una mentira.
Pero no hubo oportunidad para que aquella amistad tuviera siquiera un buen epílogo. A la madrugada, cuando hacía apenas un rato que había logrado dormirse, Maru se despertó por el motor de la cupé de Tito. Los pasos de la madre yendo desde el dormitorio hasta el parque. Un grito involuntario de la madre. Corto y agudo. Después fue una seguidilla de preguntas ahogadas que entraban en la casa. Para entonces Maru cruzaba el pasillo detrás de Florencia.
La madre estaba en el living con el tubo del teléfono en una mano. A su lado, Gabriela ojeaba nerviosa la agenda de cuero del padre. Un hilo de sangre cruzaba el piso de mosaicos desde la puerta hasta la cocina.
Maru no alcanzó a ver demasiado porque Roxana y Gustavo, alertados por Gabriela, entornaron la puerta, pero la herida no podía ser muy grave porque Tito estaba de pie y con la otra mano se apretaba el brazo con firmeza. En realidad lo que más la impresionó fue escucharlo: como un perro rabioso repetía “ya va a ver, desagradecido hijo de re mil puta”. La madre de Florencia dijo dos frases que Maru no entendió pero que sonaban a órdenes. Después cortó el teléfono. Mientras marcaba otro número le dijo a Florencia que volvieran a la cama. Maru estaba segura de que Florencia no iba a obedecer sin que le explicaran qué había pasado.
Se equivocaba.
Florencia dio media vuelta y se limitó a señalarle el pasillo con el mentón. La situación no había hecho que se olvidara de su enojo.
Con el primer canto de pájaro Maru se dio cuenta de que la madrugada se estaba terminando y no había logrado volver a dormirse. Al principio había seguido atenta los ruidos que llegaban a través de la puerta cerrada de la habitación. Un auto entrando por el parque. Después el motor que se apagaba. La puerta de la casa al cerrarse. Una voz masculina pausada yendo hacia la cocina en compañía de la madre. Casi en seguida, otro vehículo. A pesar de que el sonido externo le llegaba ahogado, el timbre de una de las voces le había resultado inconfundible y saber que Tonio era parte de eso que no terminaba de entender la había dejado sin aire por un momento.
No podría haber dicho cuánto más tarde los autos se marcharon y un silencio que poco a poco comenzó a resultarle ensordecedor ganó la casa.
Se vistió y metió sus cosas en la mochila evitando hacer ruido. Abrió la puerta conteniendo la respiración como si de algún modo eso pudiera ayudar a que la bisagra no crujiera. Cruzó el pasillo en puntas de pie. La casa estaba impecable, como si la noche anterior hubiera sido igual que cualquier otra. Salió a la galería y apenas pisó el césped corrió con todas sus fuerzas hacia el portón de hierro. Ahora se alegró de que los Dimarco no fueran amantes de los animales: el resto del mes había lamentado que no tuvieran un perro guardián para ayudarla a diferenciar un ruido extraño de los sonidos normales de la noche.
Diez minutos después, en el horizonte de la ruta, Maru distinguió un punto que para su alivio se convirtió en una Lujanera que la llevó de regreso a su casa.
El resto del verano pensó a menudo en Florencia y su familia. Al principio, asustada por haber sido un testigo indeseado del incidente que había sufrido el padre. Pero, al pasar los días y comprobar que nadie la estaba buscando, el miedo se convirtió en curiosidad. De todos modos, no se animó a llamar por teléfono. Después empezó a sentir vergüenza por haber desaparecido ingratamente como lo había hecho aquella mañana. Esa vergüenza hizo que la escena con Tonio fuera perdiendo importancia en su memoria.
El primer día de clases descubrió que Florencia ya no era parte de sus compañeros. El preceptor que les tocaba ese año tenía sólo la lista de los alumnos a los que debía controlar la asistencia: no tenía la menor idea de quién era la chica por la que le estaba preguntando. Así que le tocó una nueva compañera de banco. Para cuando llegaron las vacaciones de invierno ya se había convertido en su mejor amiga.
Marina Arias creció en Haedo. Publicó las novelas Bondi (Club Hem, 2017), Mochila (Club Hem, 2014) y Para qué sirve un traje de neoprene (EDULP, 2005), y el libro de cuentos Hacia el mar (EDULP, 2008). En 2016 Malisia Editorial reeditó la novela Neoprene. Relatos suyos han sido publicados en medios gráficos e integran diversas antologías. Es Doctora en Comunicación, Profesora de ficción escrita en la Facultad de Periodismo y Comunicación de la UNLP, y Codirectora del Laboratorio de Ideas y Textos Inteligentes Narrativos (LITIN). “Enero con los Dimarco” forma parte de Cuentos blancos (Desde la gente, 2018).
Fotografía: cortesía de la autora.
by Claudio Medin | 21 \21\America/Argentina/Buenos_Aires abril \21\America/Argentina/Buenos_Aires 2018 | Narrativa
Con alegría compartimos este relato del escritor Juan Bautista Duizeide, publicado originalmente en el suplemento Verano 12 de Página/12. Duizeide ya ha navegado por los géneros de la novela, el cuento y el ensayo, y acaba de lanzar un nuevo volumen de cuentos, Noche cerrada, mar abierto, por editorial Leteo.
El joven Gonzaga a la deriva por el Golfo de Penas durante un blackout piensa
A Eric Schierloh
El Hornero sube y baja, lentamente, con las olas, redondeadas y largas, que lo alcanzan, desde el oeste, después de cruzar miles de millas por mar abierto. Lentamente se va cruzando a la marejada. Empieza, ahora a rolar, lentamente, pero cada vez de manera más pronunciada. A rolar sin rumbo. A rolar con abandono de bestia herida. A rolar. Lenta, lenta, lentamente.
De golpe se apagaron las luces, se detuvieron las máquinas, cesó el estrépito que los acompañaba desde la zarpada. Se disolvió la estela en el mar, lo blanco en lo verde, lo allá en lo acá. Y ahora no funciona la radio, no funciona el radar, no funciona el girocompás. Y rolan. Lentamente rolan. Sin nada que hacer en el puente, salvo mirar hacia afuera y esperar, el joven piloto oye abajo ruido de cosas que ruedan, se caen, golpean, oye risas como gritos y gritos como risas. Sugestiones de la inmensidad venciendo el adentro. Suspiros de brujas y jadeos de santas.
Todo barco es un monasterio y es un manicomio.
Todo barco.
* * *
A lo lejos, arriba y abajo con los bandazos del Hornero, un gris espeso, un tanto más espeso que el de las nubes bajas arrastradas por el viento del oeste, late al filo del horizonte. ¿La península de Taitao?
A lo lejos, arriba, abajo, gris, siempre lejos.
Subió a las puteadas el capitán apenas se empezó a detener el barco. Llegó agitado al puente, manoteó el teléfono para llamar a la sala de máquinas. El joven piloto lo miraba de reojo. Antes de hablar, volvió a colgar el aparato. Sí, que boludo. Eso dijo el capitán. Como si le contestara el pensamiento al joven piloto. Vaya a buscar al jefe, le gritó al marinero de guardia. No puede acostumbrarse, aunque lleva incontables viajes como capitán de este barco, a que la electricidad se corte de golpe y sin que encuentren una razón. O al menos una buena excusa. No puede acostumbrarse a que no funcione ninguna de las radios, a que los bancos de baterías sean sólo un decorado para zafar de complacientes inspecciones. Cree, lo ha dicho alguna vez, borracho, en el comedor de oficiales, que no hay peor ciego que el sordo. Y además se siente, dicen que dijo, aquella vez, una bestia encerrada en un laberinto de silencio y de negrura. Para colmo, un falso silencio.
Todo barco lleva, desde el momento mismo de su botadura, una carga de oscuridad.
Todo barco.
* * *
Se detuvieron los generadores. Sin aviso. No encontramos… Dice el jefe de máquinas apenas llega al puente, en un resuello lo dice, con el último escalón latiendo, todavía, en la planta de sus pies, latiendo. Eso ya lo sé. Bufa el capitán. Necesito una solución, no una queja.
El joven piloto mira hacia proa. Arreció el viento del oeste, sopla cruzado a una corriente como una larga lengua fría que viene de las islas, que sube del hielo al ecuador pasando por ese golfo, y sortea cada península, cada punta, cada islote, obstinada, constante, desde que el tiempo se mide en miedo.
Crucificado entre el viento y la corriente, el barco mira hacia tierra. Hacia donde se supone que debería estar la tierra. Hacia donde se supone que debe estar el este. Fuera del alcance visual, esa tierra, ese punto cardinal, son una creencia o una superstición. El joven piloto, hace minutos, mira hacia allá. No puede, no puede, no, dejar de mirar y mirar. ¿Hay un edificio inmenso iluminado como en fiesta o revuelta? ¿Hay una cordillera en llamas? ¿Hay un bosque rojo, tan rojo que cualquier fuego sería pálido? ¿Un desfile de gigantes? ¿Una batalla que parece nunca ir a terminar?
Todo barco es una máquina de alterar la percepción de los navegantes.
Todo barco.
* * *
Dejaron de discutir el capitán y el jefe de máquinas. Ya oscurece. En un claro del cielo a salvo de nubes comienzan a dibujarse retazos de constelaciones. Orion. Cetus. Capricornio. Ahora que no discuten, cuentan. Se cuentan. El capitán. El jefe. Por la oscuridad brillan historias de ésas que peregrinan, milla a milla, noche a noche, viaje a viaje, de barco en barco, de época en época. Parapetados en la negrura, sin osar a una palabra, el joven piloto y el marinero de guardia escuchan. El capitán cuenta de un viaje con trigo a Java. Cuenta que tardaron semanas en descargarlo, que llovía y llovía. Y cuando zarparon, desde el muelle decenas de mujeres perfumadas a selva se arrojaban, gritando, al agua resplandeciente y putrefacta. Y también algunos hombres. A los gritos. Más fuerte y más agudo. En una lengua hecha de leves latigazos. Mujeres y hombres tragados por el agua, por el silencio, por la distancia. Termina de contar el capitán y el jefe de máquinas le cuenta de un viaje a Hamburgo, directo desde Buenos Aires, antes de que los barcos de carga dispusieran de radares. Más de dos semanas de niebla cerrada tocando la sirena todo el tiempo, la sirena de niebla, de día y de noche, a cada minuto, más de dos semanas. Y agrega, después de una pausa, que fueron, aquellas, las únicas sirenas que le tocó oír en décadas de mar. Y el capitán, entonces, cuenta de un viaje, durante su primer año de navegación, directo de Santos a Capetown, en lastre. Y recuerda las olas de aquel cruce, color verde, color violeta, color pizarra, fáciles de nombrar, sí, pero de tonos que nunca existieron salvo en aquellas olas. Y luego las olas del Cabo, más altas, todavía, que las del cruce, y varios de la tripulación en la popa, varios que ya no cumplían con ningún trabajo, con ninguna guardia, y pasaban las horas, las horas muertas, rezándole a una virgen de latón oxidado, en la popa, la popa que subía y bajaba con aquellas olas demenciales, en medio de un olor a sal más penetrante que la peste, cuenta y se repite, como las olas, nunca igual.
Todo barco es una máquina de contar historias.
Todo barco.
* * *
Ahí en el puente, a oscuras, en silencio, están el capitán, el jefe de máquinas, el joven piloto, el marinero de guardia. En el comedor, el resto de los marineros. Dejaron hace rato de jugar a las cartas. Dejaron hace rato de hablar. Se miran a la luz de velas que empiezan a menguar. Entre chisporroteos con aroma a pasado. A recuerdos tan falsos como inolvidables. Y abajo, en las máquinas, a la luz de las linternas, el primer oficial de máquinas, y el segundo, y el tercero, y el mecánico, y el electricista, y todos los engrasadores. En lucha. En lucha con lo que no saben. No saben cómo. No saben qué. Y luchan. Encerrados. Ahí abajo. En la sala de máquinas. El jefe les dijo, y se fue, que de ahí no salen hasta que lo arreglen. Y ellos siguen, casi a ciegas, transpirando en esa cueva de acero. Y todo el resto de la tripulación, en otras partes del barco, está encerrado también. Están todos encerrados en ciento treinta metros de acero que limitan con el casi infinito del mar, con el infinito de la voz que habla adentro de cada uno de ellos, más incesante, más inclemente que ningún oleaje. Mientras el barco rola, rola, rola. Se embarcaron para ganar más dinero que los demás, se embarcaron contra la esperanza, contra la desesperanza, por el aburrimiento del mundo, por lo excitante que podría ser andar el mundo. Y ahora rolan, rolan, rolan.
Todo barco es una cárcel de ilusos reclutados por la libertad.
Todo barco.
* * *
Suena cada mínimo sonido del barco ahora que las máquinas no suenan. Suena el agua. Suena el viento. Suena hasta el más ínfimo desplazamiento de cuerpos, de objetos, suenan las ideas como un zumbido, suena todo lo que nunca suena y tenía una voz guardada para un momento como éste. Y suenan las respiraciones de ellos cuatro, ahí, en el puente. Callados. Y el joven piloto piensa: ¿dónde fue aquello, cuándo? Ese hombre que sale de un callejón, a la noche, un hombre al que prácticamente no llega a verle la cara, un hombre al que prácticamente no llega a oírle la voz. Un hombre que sale de un callejón, lo toma de las solapas del abrigo, lo sacude, no sabe si con entusiasmo o desesperación, y le dice algo, le grita algo que no sabe si es una pregunta, un pedido de ayuda, o alguna propuesta de esas propuestas como sólo florecen por los puertos del mundo. Algo con demasiadas consonantes. Y sin esperar, sale corriendo y se pierde en lo hondo de ese callejón por el que apareció. Y el joven piloto piensa: ¿cómo se llamaba aquella muchacha de pelo castaño que le confesó, riéndose, mi segundo nombre es…? ¿Y cuál era aquel nombre? Tenía flequillo y le gustó cómo se reía. Y el tono de su voz, su voz en un idioma que no entendía del todo. ¿Era en Marsella o en Copenhague? ¿O en algún puerto italiano después de la guerra? No puede acordarse. Tampoco se puede olvidar.
Todo barco es una máquina de urdir olvidos, una máquina de tentar memorias.
Todo barco.
* * *
No hay novedades de abajo. ¿Hace cuántas horas que están allá en lucha, en lucha con lo desconocido, a la luz de las linternas, mientras el barco rola y rola y rola? Siguen a la deriva. Hacia el sur van, hacia el sur mirando al este. Si su estima no los engaña. Sin luces, sin radio, sin nada que hacer ahí en el puente. El mar es grande, pero la desgracia es siempre certera. Pusieron luces de emergencia para que los vean desde cualquier barco en navegación por la zona. Luces que saben siempre insuficientes. Así como saben que ahora, sin gobierno, son un obstáculo casi invisible para cualquier barco que pudiera aparecer. Un regalo del peligro.
El mar está vivo, por eso es que se deforma. Crecen horas sin sol, sin horizonte, sin. Se intensifica el viento del oeste, las olas, de tanto en tanto, rompen contra la popa y salpican hasta la caseta de las máquinas con un hervor que oyen desde el puente, y cubre, por un momento, cada ruido, hasta extinguirse en un suspiro de sal. Y vuelven, tímidas, las voces de gente que aún insiste en hablar de tanto en tanto, el golpe de cada cosa que se suelta y rueda y cae con estos rolidos, ahora más acentuados, más veloces, rolidos que hacen difícil estar de pie, de pie como ellos cuatro ahí, en el puente.
Piensa el piloto qué pasará abajo, en las máquinas, cuándo terminarán y volverá a haber luces, rumbo, y un ruido que cubra todos estos ruidos solos, separados, hirientes. Van hacia el sur mirando al este. O eso creen. Y rolan, rolan, rolan. Por la noche del Pacífico, en manos del viento, en manos del agua. A su merced. Pero lo más terrible es cómo suena todo en esta prisión de acero a la deriva, gran caja de resonancia de lo oscuro.
Todo barco es un vacío.
Tarde o temprano, el mar, o el tiempo, lo llenan.
Juan Bautista Duizeide (Mar del Plata, 1964). Escritor, traductor, periodista y piloto de buques mercantes. Egresó del Liceo Naval Almirante Brown como guardiamarina de la reserva naval, posteriormente se recibió de piloto de ultramar en la Escuela Nacional de Náutica Manuel Belgrano. Navegó en buques de guerra así como en petroleros, graneleros y pesqueros. Estudió periodismo en la Universidad Nacional de La Plata. Publicó las novelas Kanaka y Lejos del mar; los libros de cuentos Contra la corriente y Noche cerrada, mar abierto; el libro de no ficción Crónicas con fondo de agua, los libros de ensayos Alrededor de Haroldo Conti y Luis Alberto Spinetta, el lector kamikaze, y la antología Cuentos de navegantes. Fue editor de la revista Puentes, publicación especializada en historia reciente, memoria y derechos humanos, así como del informe anual del Comité Contra la Tortura. Ha colaborado con notas para los diarios Clarín y Página12, y las revistas Sudestada, Con V de Vian, Crisis, Siwa, Carapachay, Humo, Lucha armada, ADN Cultura y Radar.
Fotografía: Esteban Lobo