Josefina Ludmer (San Francisco, Córdoba, 1939 – Buenos Aires, 2016) fue una de las críticas literarias más significativas de la Argentina. Ganadora de la Beca Guggenheim, profesora en Yale y en la Universidad de Buenos Aires, en esta entrevista, realizada por Carlos J. Aldazábal en 2009, recorre su trayectoria y reflexiona sobre las condiciones del género poético en el siglo XXI.
Mañana de sol, pero esto no es el Abasto, sino Palermo. Quedamos a las 11, y puntualmente la mujer sonriente me recibe con una taza de café humeante. El clima es propicio para la distensión. Y así, iluminados por el sol y el encanto del lugar, empieza el diálogo. Una charla sobre literatura en general, pero también sobre poesía, en la era postautónoma..
¿Cómo pasaste de la vocación literaria a la teoría?
JL- Primero tengo que confesarte que mi vocación no era literaria. Yo entré en la carrera de Filosofía, porque me fascinó la materia en el secundario, entonces ahí es más coherente lo de la teoría. El primer año de Letras y de Filosofía era común en Rosario –donde fui a estudiar, porque yo vivía en San Franciso un pueblito de Córdoba. Eran las introducciones (introducción a la Filosofía, a la Historia, a la Literatura). Entonces me hice amiga de unas chicas que cursaban conmigo, pero estudiaban Letras. Y me decían: “No vayas a Filosofía, miralas, están todas mal vestidas, miranos a nosotras, las de Letras, somos mucho más lindas”. Y me convencieron. Y me fui a Letras con ellas. Entonces, la vocación es relativa; yo seguí Letras, pero la teoría siempre me atrajo. La parte del núcleo filosófico ha estado siempre presente. Egresé de la Universidad de Rosario con el título de profesora en Letras, mi único título. Nunca hice un doctorado, porque en esa época no existían y, cuando empezaron, ya estaba dirigiendo tesis. Consideré mi viaje a Estados Unidos –el hecho de enseñar allá fue como una invitación para investigar– como un doctorado que nunca tuve.
¿Cómo fueron tus llegadas a Estados Unidos?
JL- La primera fue durante la dictadura, con el plan del senador Kennedy de sacar intelectuales. Era un proyecto político, en el año 76-77, radicado en California, desde donde traían chilenos y argentinos, jóvenes que querían abrirse un poco; los invitaban por un trimestre o semestre por contactos y, una vez allí, podías buscar trabajo si querías quedarte. En esas condiciones ocurrieron mis dos primeros viajes. A partir de eso hice amistades que me fueron invitando, hasta que en 1991 me ofrecieron un puesto en Yale. Hasta ese momento yo iba y venía, porque tenía el puesto en la UBA de Teoría II. Pero cuando me ofrecieron ese cargo decidí quedarme allá para ayudar a mi hijo, que estaba estudiando cine en Nueva York con una bequita de la OEA, muy chiquita. Cuando mi hijo terminó de estudiar, a mí me faltaba muy poco para jubilarme –en Estados Unidos podés hacerlo a los diez años de trabajar– y entonces ya me quedé.
Y antes de eso, ¿cómo te vinculabas con el ambiente literario argentino?
JL- Estaba la gente de la revista Contorno, que eran mis maestros: Alcalde, por supuesto, y Viñas, Prieto; yo me considero formada por ellos con una especie de mirada nacional sobre la literatura, con elementos de marxismo, psicoanálisis después, es decir, la formación de los sesenta, setenta. Mis primeras publicaciones aparecieron en las revistas Los Libros y Literal, publicación con la que me relacioné gracias a Osvaldo Lamborghini; aunque no era parte del staff, siempre me pedían y yo redactaba alguna reseña. El ambiente de Buenos Aires en los setenta era muy impactante para mí. Había una especie de pasión argentina por la teoría, por la ideología, una búsqueda de literatura e ideología; era un ambiente de pasiones y de mucho trabajo también, donde el marxismo y los proyectos revolucionarios pesaban mucho. Teníamos las novedades francesas prácticamente al día siguiente que aparecían, gracias a la librería Galatea, que las traía prácticamente al mes de su aparición. Yo me acuerdo que era ayudante en la facultad de Rosario, y con el sueldo de ese puesto venía cada quince días a Buenos Aires, a veces en avión, me analizaba y compraba en esa librería todas las novedades. Pensá lo que era la universidad de esa época, cómo cambió el país y cómo todo se fue deteriorando. No había desocupación, era otro mundo, otra Argentina, las industrias del libro y las editoriales eran argentinas. Y esa industria nacional del libro es al mismo tiempo la que produjo los clásicos latinoamericanos del siglo XX: Rulfo, que publica en el Fondo de Cultura Económica de México; García Márquez se inicia en Buenos Aires con la editorial Sudamericana, o Borges que publica en Emecé. En ese ambiente de efervescencia cultural me formé y empecé a escribir.
¿Cuál fue tu primer libro?
JL- Cien años de soledad: una interpretación. Es una especie de ejercicio aplicado sobre la lectura. A mí me había fascinado la novela de García Márquez, mucho antes de que lo premiaran, y me peleaba con los amigos de esa época, como Jorge Lafforgue o Ricardo Piglia, todos borgianos, cortazarianos. Porque si bien había tenido mucho éxito, García Marquez todavía no era el escritor reconocido. Aun así, es el libro mío que más se editó y vendió. En Tiempo Contemporáneo fueron como dos o tres ediciones, y la del Centro Editor, diez mil ejemplares. García Márquez, junto con Arguedas y Rulfo, son para mí los clásicos del siglo XX, alrededor de los cuales tengo una teoría sobre la industria nacional latinoamericana del libro y la autonomía de la obra literaria. Rulfo rural, Onetti urbano, García Márquez rural también, constituyen una especie de radiografía de lo que es América Latina del siglo XX. A Arguedas lo empecé a enseñar en Estados Unidos. Durante la Dictadura daba teoría y análisis literario sobre los textos de Borges, pero todavía no había entrado en el mundo latinoamericano, entre otros motivos porque acá está todo separado: Literatura Argentina, Literatura Latinoamericana y Teoría Literaria, y esta última, que es la que yo dictaba, no me daba pie para mucho latinoamericanismo. Cuando me fui a Estados Unidos empecé a comprender más lo que era América Latina. Yo siempre digo que Estados Unidos es el único lugar que puede explicar América Latina como unidad. Ahí te encontrás con todos: yo conocí a gente de todos los países latinoamericanos en Estados Unidos.
Además, la comunidad argentina ahí se vuelve latinoamericana.
JL- Exacto, y esa es mi crítica al volver, porque acá están muy encerraditos, muy europeos, como éramos nosotros en los sesenta y setenta. Aunque ese encierro fue, a su vez, lo que nos permitió esa especie de fama de los argentinos como muy intelectuales, muy teóricos. Tiene sus pro y sus contra, pero hoy en día, cuando Argentina está totalmente latinoamericanizada, mejor establecer intercambios con los hermanos latinoamericanos. Y a eso tenemos que aprenderlo: con la trasnacionalización de la industria del libro hay un impedimento absurdo de mercado; acá no se consiguen, por ejemplo, libros peruanos, libros uruguayos.
A nivel pequeño sí hay algunos intercambios, por ejemplo entre los poetas.
JL- Sí, entre los poetas hay más redes, en cambio entre los prosistas y novelistas las redes están compuestas por los conglomerados de editoriales; los premios son de la industria, no hay un contacto por abajo. Asimismo, viajar cuesta, y para que la gente se encuentre hay que tener plata. Nosotros tendríamos que habernos empezado a conectar desde la entrada, el proyecto de Bolívar que Latinoamérica se debe a sí misma. Otro problema es el asunto de las industrias de la lengua, que analizo en una de las partes finales del libro que estoy escribiendo ahora: cómo las industrias globales se apropian de ciertos recursos naturales –para mí la lengua es uno de ellos– y los explotan. Por debajo de la historia de la Real Academia, que es el organismo que legisla la lengua, está el capitalismo global español, por ejemplo, que de golpe explota una lengua, y esto hoy implica, en España, el 15% del producto bruto interno. Con la independencia se planteó la ruptura lingüística con España y hubo propuestas de constituir una Academia de Lengua Latinoamericana, que hubiera sido lo lógico, aunque no prosperó. El proyecto bolivariano de unir a los países latinoamericanos es una deuda histórica. Y este neoimperialismo español es el que impide, en cierto modo, que los libros circulen entre los países latinoamericanos, y obstaculiza las industrias nacionales independientes, que quedan así reducidas a kiosquitos sin poder: no pueden exportar, no llegan a tener un aparato de distribución, que es la clave del libro hoy. Entonces importan desde España. Es exactamente la situación del imperio. Y Argentina, que era poderosísima, uno de los polos centrales de la industria del libro en castellano, dejó de serlo. Este país también tiene una deuda histórica con su gente, por qué vendió todo, por qué nos despojó.
¿Qué vino después del libro de García Márquez?
JL- El de Onetti. Después de esa aplicación de psicoanálisis que era el libro sobre García Márquez, empecé a centrarme en el análisis textual. El texto es el que preside la teoría en esa época. Mi obsesión era llegar, a través del análisis textual, que podía ser incluso microscópico, de una palabra, a la verdad de la literatura y de un autor, porque lo del texto va junto con esa ideología del autor, como el creador o el productor del texto, de acuerdo con una teoría más marxista. Onetti me fascinó, todavía ejerce alguna fascinación. De hecho, estoy por reeditar este libro con un prólogo que explica qué es el análisis textual y qué teoría e ideología articuló ese libro. No era estructuralista, era un análisis que tenía que ver con el marxismo en cierto modo, pero era posestrcuturalista, era la idea de que en un cuento se cuenta como fue hecho: cómo se constituyó, cuáles son sus materiales; esa es la culminación de la autonomía. Yo me movía totalmente en esa historia de la autonomía, que para mí va junto con la industria editorial latinoamericana. El de Onetti fue el único libro mío que no se tradujo, porque su círculo no es muy grande, es un escritor de minorías, poco leído en el resto de América Latina, es muy rioplatense, es muy Arlt, muy melancólico, por eso no se vende. Pensá lo que tardaron en reconocer a Arlt como clásico desde Europa o desde Estados Unidos; no le daban bola porque no es un latinoamericano, y con Onetti pasa lo mismo. Después de Onetti empecé a viajar, porque era la época de la dictadura, y a partir de las lecturas en las bibliotecas norteamericanas hice un proyecto nacional de la gauchesca, que me tomó diez años. A partir de ahí, mis libros tardan diez años y tienen que ver con fases vitales: viajes, parejas, lecturas. Es cierto eso que dicen que la crítica es también autobiográfica, porque en esos libros se plasma toda mi vida. Con el libro sobre gauchesca investigué mucho en Estados Unidos, tanto que me costó mucho escribirlo.
Ese libro de gauchesca fue el primero donde de algún modo empezaste a trabajar con poesía.
JL- Yo no lo tomaba como poesía. No leí mucha, ni siquiera de adolescente. Me gustaba Neruda, Lorca, lo que leía en la facultad. Pero no era lo mío. Tal vez porque yo había entrado por el lado de la filosofía, algo más reflexivo, tal vez porque a diferencia de lo que ocurrió con la prosa y la novela, en poesía no tuve buenos maestros. Creo que es fundamental cierta iniciación. Cuando empecé a analizar el Martín Fierro, yo no sabía si mi libro era sobre el Martín Fierro, si era sobre el género –durante diez años se producen todo tipo de vaivenes en una investigación– y el texto del cual leí está todo marcado con figuras poéticas. Pero después, en el momento de concretar la lectura, sentía que no era por ese lado; me fui metiendo en lo que era la voz del gaucho, la voz de Hernández y ese tipo de cosas que es mi análisis, pero no un análisis propiamente poético. También el Fausto es importante porque ya hay un texto autónomo que cierra el todo literario; un corte que despolitiza el género para estetizarlo. No hay Martín Fierro sin Fausto, que es el que le abre esa puerta autónoma a la obra de Hernández.
O sea que la época de la autonomía literaria es un gesto de una aparente clausura de lo político.
JL- No tanto, porque se puede decir que el Martín Fierro es un texto político y autónomo. Una cosa es la autonomía de la literatura como institución y sus instituciones –como la Academia, la carrera de Letras– o sea, la literatura separada como esfera de cualquier otra práctica, que empieza en el siglo XVIII con la constitución de la esfera privada, y otra son los textos. La gente confunde la institución separada, la esfera autónoma de la literatura propia, específica y todos los esfuerzos filosóficos por definir esa especificidad, con los textos concretos y su lectura. Un curso sobre autonomía sería un curso sobre la Modernidad en la literatura. La autonomía llega a su punto cúlmine en el siglo XX con las vanguardias, que quieren destruir la disciplina literaria, son antiliterarias, antiartísticas. Lo estético de golpe salió de lo artístico, rompió la autonomía de las instituciones artísticas e invadió la vida. Es el triunfo de las vanguardias. Otra cosa son las lecturas de la autonomía, las lecturas textuales. Como la autonomía postula una separación de la literatura de otras esferas, la idea era analizar la autonomía textual, ese texto que uno aísla para poder verlo y meterse adentro. Cuando yo me refiero a la postautonomía, quiero decir precisamente esto: que hay un cierre histórico de la autonomía: lo estético invade todas las esferas, lo económico prácticamente se superpone a lo estético y se transforma en una mercancía como cualquier otra, y todas las características de la autonomía –el autor como genio, la densidad verbal, el valor literario– empiezan a borronearse. Es lo que llamo fusión de las esferas, porque la separación entre lo económico, lo social, lo político, lo literario/ estético que hacíamos antes, y a partir de la cual después buscábamos las mediaciones, deja de existir. Entonces el modo de leer hoy sería un modo de leer en fusión, donde todo puede ser al mismo tiempo.
Sin embargo parecería que hoy, en las escrituras postautónomas, incluida la poesía, la esfera económica es la que termina dividiendo las otras, es decir, hace por ejemplo que se compre un libro pensando que se está adquiriendo literatura autónoma.
JL- Pero eso es lo que definió la literatura autónoma también. La primera teoría de la literatura “moderna” (igual a “autónoma”) es la de Baudelaire, que compara al escritor con una prostituta que tiene que salir al mercado a vender su cuerpo, o sea, sus textos. Es económica al comienzo y también lo es al final. Es un período histórico totalmente definido por un sentido bien materialista, por la relación entre economía y arte, tanto en la autonomía, donde entran las editoriales tradicionales, como ahora, al final, donde todos son conglomerados.
Pero yo pienso que en la época de la postautonomía, quizás lo económico termina colocando las piezas del tablero; ya no importa la calidad del texto y, en algún momento, la autonomía que empieza como categoría económica se vuelve una categoría estética. Entonces existe un doble discurso de quienes se definen como artistas y se incluyen en ese circuito pretendiendo adaptarse a ese sistema económico.
JL- Vos periodizás y decís “época de la autonomía”, como la que se extiende del XVIII al XX. Pero todavía hay un pasado en el presente; la literatura se sigue definiendo como autónoma y como posautónoma, hay imperio y hay imperialismo. La literatura postautónoma convive, insisto, con la autónoma. Hoy no hay más periodización constante. La gente lo hace, pero yo creo que es el error de Negri y de muchos otros teóricos.
Entonces también hay textos buenos y textos malos dentro de la posautonomía.
JL- Totalmente. Pero todo esto también tiene que ver con un circuito económico. La ley del libro es crucial. En este momento en América Latina la literatura más productiva en términos de cantidad –pero también en calidad, porque van juntas, porque si vos producís cien, uno va a salir, si producís dos capaz no te sale nada– es Colombia. Y Colombia cambia totalmente con la ley del libro. O sea, obliga al Estado a comprar el 20% de toda la producción y a subsidiar. La literatura aumenta el volumen de un modo tal que algún día aparecen los buenos. Pero esto implica defensa de lo nacional, y que las corporaciones y los conglomerados pierdan un poco de poder.
Lo que cambia también, en esta época de capitalismo global, es el juicio. Por ejemplo, yo estoy leyendo un premiado de Alfaguara, un premiado de Anagrama y digo, ¿a este le dieron el premio? Pero es de terror, no se sostiene para nada, y sin embargo está puesto como premiado, es decir, como bueno, excelente, y está difundido a través del aparato de distribución de toda América. Entonces, quién juzga y con qué criterio. Lo fundamental es qué criterio usás para juzgar: si es buena por la densidad verbal, si es buena porque justamente los que siguen definiendo “lo literario” le dan una serie de características como la resistencia al capitalismo: la historia no es lineal ni profética; tenemos en el presente miles de pasados que conviven, incluso el literario.
Sin embargo en las nomenclaturas de las literaturas –pasa con los poetas pero también con los narradores– de repente aparecen actores que se ubican a sí mismos, en plena época de la postautonomía, como la vanguardia de la vanguardia de la vanguardia…
JL- Es una forma de progreso que no existe más, y la vanguardia, como dijimos antes, se cierra históricamente con su triunfo absoluto. Esa es la estrategia del mercado de los jóvenes, yo también la tuve. Se asume el capitalismo como la realidad, no hay otro modo de definirlo. Siguen pensando en etapas, cosa que ocurre no sólo en la literatura sino en todos los órdenes de la vida contemporánea. La sucesión está copiada de una sucesión primermundista, nunca es una sucesión propia, no es una historia propia, sino calcada, cuyo modelo es el Primer Mundo, que tal vez tiene esas sucesiones. La gente tiene metidas adentro y naturalizadas un montón de cosas. Las ideologías tardan mucho en cambiarse.
Entonces, en esta reformulación capitalista, lo curioso es que la literatura, al fundirse y fusionarse con lo económico, lo social, lo político, vuelve a sus comienzos, antes de la autonomía, antes de la Modernidad, cuando literatura era todo lo que se escribía: discursos políticos, tratados de cualquier cosa, todo era literatura.
Algún crítico dijo alguna vez que “hoy poesía es lo que se dice que es poesía”, ¿será así?
JL- Creo que ni siquiera es lo que se dice. Poesía es lo que sale como tal al mercado. Lo que se produce como literatura es literatura y poesía, nada más, no hay definición posible. Porque caen o se borronean, sin desaparecer (eso es importante también) las instituciones. ¿Tiene autoridad la facultad para decir qué es poesía y que no? ¿Tiene autoridad la Academia de Letras? Esas instituciones son obsoletas totalmente.
Quizás las nuevas instituciones sean los medios, instituciones poderosas y arbitrarias muchas veces; la Academia de Letras probablemente no tenga poder para seguir diciendo, señalando, pero sí algunas facultades, que terminan alimentando con sus egresados a los medios.
JL- Es que el poder se ve obligado siempre a abrirse para mantenerse; se democratiza entre comillas para poder seguir manteniendo el poder. La Facultad de Letras es la institución de la autonomía, que enseña cómo leer literatura, la especificidad literaria. Por eso yo ahí tengo mis detractores con la teoría de las postautonomía, porque decir que es posible leer de cualquier modo implica que desaparece el sentido de la carrera de Letras, que te enseña a leer literatura.
Si lo que yo produzco se adapta muy bien a este esquema de poder, entonces esa práctica mía deja de ser resistente, aunque yo esté hablando de la revolución o de discursos supuestamente subalternos.
JL- Ese es uno problema que yo estoy trabajando y para el que no tengo soluciones, porque la resistencia implica un espacio externo: los hippies, resistentes al capitalismo, se iban, tenían la posibilidad de hacer una colonia en el Bolsón, como los anarquistas las hacían en Paraguay. Ahora no hay afuera, el mundo de ahora es un mundo sin afuera. Entonces, ¿cómo practicar la resistencia en un mundo sin afuera, en un mundo donde estás implicado? ¿de dónde te agarrás, dónde te posicionás para hacer resistencia?
Aunque en la contemporaneidad aún es posible escuchar discursos subalternos genuinos.
JL- Sí, es posible. Por algo está Evo Morales en Bolivia, que ha llegado al poder de una Nación en donde toda la política es una política pro subalterna, porque es la política indígena. Ellos tienen que enseñarnos muchísimo, toda la teoría del derecho al territorio –los territorios no tienen dueño y ellos tienen derecho al territorio–. Ahí tenés una lección política fundamental. Ellos nos siguen enseñando a los latinoamericanos cómo entrar a un lugar político, desde dónde hacerlo.
De golpe en América Latina aparecen los indígenas, las mujeres presidentes, o sea, entran en escena personajes que eran inconcebibles dentro de lo que fue la historia de la Modernidad política latinoamericana, que era blanca y masculina. Entonces esta especie de Posmodernidad, o como quieras llamarla, te abre camino a otro tipo de voces y a otro tipo de posiciones, que creo que es lo mejor que nos ha pasado en todos estos años. Ellos nos enseñan, hay que oírlos para poder hacer política hoy, sino no se puede hacer.
Entrevista publicada en revista La costurerita (Buenos Aires, el suri porfiado, 2009)
©de las fotografías Carlos J. Aldazábal, 2009
Josefina Ludmer nació en San Francisco, provincia de Córdoba, en 1939, y falleció en Buenos Aires en 2016. Durante la dictadura militar, entre 1976 y 1982, formó parte de la “Universidad de las catacumbas” y dio clases en su casa. Luego fue investigadora del Conicet y profesora de teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires. Desde 1991 hasta 2005 fue profesora de literatura latinoamericana en la Universidad de Yale (Estados Unidos). Publicó Cien años de soledad. Una interpretación, Onetti. Los procesos de construcción del relato, El cuerpo del delito. Un manual, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria y Aquí América latina. Una especulación.
Carlos J. Aldazábal (Salta, Argentina, 1974). Sus últimos libros de poemas publicados son: Camerata carioca (2016), Mauritania es un país con nieve (2019) y Paraje (2021). Obtuvo, entre otros, el Premio Alhambra de Poesía Americana (Granada, 2013), el XLIII Premio Ciudad de Irún de poesía en castellano (Gipuzkoa, 2019) y el Premio Olga Orozco del Fondo Nacional de las Artes (Buenos Aires, 2021). Su poesía ha sido traducida a varios idiomas e incluida en antologías nacionales y extranjeras. Es Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeña como docente.