Artistas como el poeta Leopoldo María Panero son la conjunción de devenires experienciales extremos y representan, en síntesis, “ese inmenso bullir de rastros verbales que un individuo deja en torno suyo en el momento de morir”.
Muchas veces se ha considerado que determinadas poéticas —poéticas fuertes, sólidas— se componen solas, aisladas, y aparecen como si fueran una manifestación casi única y última de lo que la criatura humana puede llegar a decir sobre sí misma. Pero esa coexistencia sólo será posible en correspondencia con alguien, porque el diálogo nos reúne y se necesita de la presencia del Otro para situarse y ser en el mundo.
Dentro de tal síntoma, la literatura es una vía para la búsqueda, para las preguntas esenciales y, por consiguiente, para encauzar y obtener ciertos conocimientos. La poesía va más allá de las palabras, dialoga con el verbo, que es como recuperar su carácter mesiánico, el hálito divino.
La palabra mesiánica
La invención de un laberinto —del aventurado laberinto— es como la fábula fundacional, donde prima el vértigo y la verticalidad; una metáfora de la que sólo se sale por arriba, como afirmara Leopoldo Marechal. Dicho relato tiene que ver mucho con la poesía, porque el destino de ésta es transitar por territorios no trillados, desafiando a lo inhóspito, a lo desconocido, y a lo que no ha sido nombrado. Según denota la historia va hacia lo que se halla en el borde, casi en el mismo precipicio del (sin)sentido. Siempre el hombre anda al acecho de la palabra mesiánica. Es un modo de vivir en tensión permanente con y junto al verbo, en cuya peripecia extrema se pretende cerrar heridas, completar ausencias, reencontrar el viejo jardín, el perdido paraíso bíblico.
Rebelión en la sociedad
En cuanto a las poéticas que refieren a la soledad y sobre el aislamiento de determinados artistas, es factible realizar rastreos, rastrillajes —acorde a una concepción amplia del arte y que su relato no se encuentre ni castrado ni reprimido—, a sabiendas que esas percepciones, perversiones y flagelaciones simbólicas están inscriptas en la obra de Leopoldo María Panero. Contra ellas atentan, injieren y prohíben, constantemente, las instituciones reguladoras o disciplinarias; porque lo distinto debe ser clausurado para que no intoxique lo legitimado y, desde ya, tampoco afecte lo que ha sido socialmente admitido como instrumento útil y rector. Es que el poder (en este caso, cultural) que incita tanto como coarta, es un dispositivo complejo que se extiende sobre todo el cuerpo social y sobre sus producciones.
Muchas veces esta ofensiva correccional surge ante la irrupción contemporánea del ritual, como que lo arcaico y lo mítico desafía a la razón positivista; entonces se extirpa a los posibles puntos de fuga. El “imaginista-hacedor”, o sea Panero, que en su práctica transgrede lo instituido, modelando e inventando nuevas formas, se convierte en el chivo expiatorio para la condena y el castigo del placer. En la disputa de sentidos y sensaciones, de un lado se encuentra la sumisión al orden establecido, y del otro se plantea la sublimación y la creación artística, donde no regentea la coartada paranoica de los sujetos de una comunidad que se constriñe o autoflagela. Por eso es más lógico —aunque este concepto se vincule más a lo institucional— y significativo que Panero acuda para identificarse al Marqués de Sade, a El diario de un seductor, del existencialista Søren Kierkegaard, a Dashiell Hammet (fundador de la novelística policial negra), o a Georges Bataille (interesado en el erotismo y obsesionado por la muerte), autor, justamente, del libro El erotismo. Bajo esta impronta, lo sacro muta en pagano, el mito retorna con una potencia inusitada y lo blasfemo recupera su antiguo poder.
Contradecir es un deber
A la perspectiva o situación de empresa solitaria, recostada sobre la espalda de la multitud, se la procesa en términos que, en definitiva, remiten a otras poéticas, a la trama ineludible de las influencias. Pero a su vez, en tal antropofagia nutriente, se cimienta la cosmovisión de una mirada particular —de múltiples y diversas miradas particulares—, que se contamina en la semiosis social y es donde tiene que funcionar el discurso artístico que, muchas veces, se encuentra fosilizado en los museos, en las bibliotecas, en los organismos de cultura.
“La historia de los hombres —ha dicho Char— es la larga sucesión de los sinónimos de un mismo vocablo. Y contradecir es un deber”. Por eso hay lenguajes que se escapan de la nomenclatura habitual, por lo tanto construyen el propio metarelato que los contiene. Es que ulteriormente al acto de reconocimiento, de obligada referencia con la tradición, es lícito que se la deconstruya y se la restaure, incluso, distinta y enriquecida. En ese proceso dialéctico los cuestionamientos son similares en todos los hombres, pero el itinerario es muy distinto, debe ser diferente porque cada experiencia es efímera e irrepetible. En consecuencia, aquel artista que esté despierto captará los símbolos que requiere dicho tiempo y será impulsor del manifiesto de la vanguardia, su propio estandarte.
Correspondencias
Es inevitable citar algunos autores y libros que, a pesar de haber pernoctado por largas temporadas en la periferia como emisarios de las letras malditas, en la actualidad se han incorporado al sistema que los descartaba; pues, lentamente, los fue devorando, libando el mercado para convertirlos en mercancía. Se nombran algunos legendarios: Flores del mal de Baudelaire, Cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont, Una temporada en el infierno de Rimbaud; los cuales se pueden articular con libros que tienen como aliciente el siglo XX: Trópico de cáncer de Henry Miller, El almuerzo desnudo de Burroughs, Las puertas de la percepción de Aldous Huxley, Una plegaria americana de Jim Morrison, Las enseñanzas de Don Juan de Carlos Castaneda. También canciones de bandas como The Velvet Underground, Rolling Stones, Joy División, Nirvana, Sumo, o Los Redondos, y cantautores como Leonard Cohen, Tom Waits, Laurie Anderson, Miguel Abuelo, Spinetta, y Andrés Calamaro, entre otros.
“Razón” y “locura”
Y el archivo resguarda historias “anormales” que musitan desde la sombras, puestas a resguardo por la “normalidad”, tal cual lo señalara Michel Foucault en La vida de los hombres infames. En ese libro se nos cuenta que hombres marginados que no contaban sino para el silencio y el rechazo de la pulcra comunidad organizada (o sea el fundamento del propio panóptico), y que por un instante, en su encuentro con el poder, son arrancados de la noche: “brillan solamente por un segundo en la franja de luz que proyecta sobre ellos el poder; y no obstante, hay algo en aquella instantánea fulguración que excede la subjetivación que los condena al oprobio, que queda marcada en los lacónicos enunciados del archivo como la traza luminosa de otra vida y de otra historia”.
Y están los otros hombres, también excluidos, pero por cuestiones simbólicas. Ellos sí narraban en su estética ese silencio impuesto y denunciaban en su literatura a la sociedad lapidaria: la de los cuerdos y sensatos, esos que señalan con el dedo y ajustician lo que no comprenden. Como si vigilar y castigar fuera un vademecum ciudadano ejemplar.
Hölderlin vivió 37 años en la casa de un carpintero, a la sombra de la “locura”, y no dejó de escribir hasta su muerte. Antonin Artaud ingresaba y salía de distintos establecimientos psiquiátricos, hoy son reconocidas y valoradas sus Cartas desde Rodez. Sylvia Plath fue sometida a tratamientos de electroshock. Jacobo Fijman permaneció gran parte de su existencia en el Hospicio de las Mercedes. Alejandra Pizarnik orilló esos sitios lúgubres y escapó a base de barbitúricos. A Felipe Aldana se le practicó una lobotomía. A causa del alcoholismo, tanto Julio Domínguez como Bustriazo Ortiz visitaron con frecuencia psiquiatría. Ninguno de esos autores abandonó la escritura. Leopoldo María Panero —poeta musicalizado por Enrique Bunbury— se internó en varios “loqueros” y desde uno de ellos concibió Poemas del manicomio de Mondragón.
Sujeto espinoso
Panero acucia a la temporalidad, a las instituciones y al mismísimo origen del hombre, a esa criatura desnuda y llorona; y lo hace desglosado, proyectado y multiplicado en la máxima concentración significativa del lenguaje. Para el escritor español la escritura es el territorio del padecimiento y de la iluminación.
El tránsito a la deriva por la frontera de lo real, de lo material, implica un instante en que se alinean el caos y el logos, y es donde se pican las piedras del delirio, de la esquizofrenia, para que irrumpa el sujeto espinoso. Un “border” en el filo mismo de la nada y de lo absoluto; un “outsider” royendo letras, medio diablo y medio dios, trashumante, meditabundo, aferrado a los signos —como paliativo— hasta la caída final y sin retorno.
Por eso Panero deambula incrustado en una literatura tan imprescindible como destructora, y lo reconoce en este poema:
La poesía destruye al hombre
mientras los monos saltan de rama en rama
buscándose en vano a sí mismos
en el sacrílego bosque de la vida
las palabras destruyen al hombre
¡y las mujeres devoran cráneos con tanta hambre
de vida!
sólo es hermoso el pájaro cuando muere
destruido por la poesía.
En fin, esos nombres, esos artistas, entre los que se halla Panero, son la conjunción de devenires experienciales extremos y representan, en síntesis (incompleta), “ese inmenso bullir de rastros verbales que un individuo deja en torno suyo en el momento de morir”.