Relato de Carlos Hugo Aparicio (La Quiaca, 1935 – Salta, 2015), representante, junto a Daniel Moyano, Juan José Hernández y Héctor Tizón, de la mejor tradición narrativa del Noroeste argentino.
Al sacar mi pasaje lo vi por primera vez. Me llamó la atención acaso por el chico morenito. y de cabellos revueltos que tenía de la mano o por la ocurrencia de cerrar los ojos así de pie, casi al último de la fila, como si quisiera de verdad dormir; la cara requemada y tirante en los pómulos, bajo de estatura, engordado, seguro por la edad y la vida disipada que denunciaba cierto sensualismo de su mirada semidormida, vestido por los baratillos y las ocasiones sin importarle el celeste ridículo del traje, grande para él; de vez en cuando sacaba el pañuelo arrugado del bolsillo de atrás para limpiarse la boca de no sé qué murmullos, mientras el pequeño pegado a sus piernas era la imagen de la soledad huraña que en esas regiones se trae desde la cuna. Nada más. Después lo olvidé y hubiese sido para siempre si no estuviera en este mismísimo momento acomodándose para compartir mi asiento en el tren, con sus cinco bultos respaldándolo desde cualquier sitio posible, una valija marrón, barata y baqueteada la pobre, reforzados sus cierres con piola dándole vueltas varias veces a lo ancho y a lo largo; un canasto amarillo con franjas rojas despintándose por el uso, lleno hasta rebalsar en un lomo contenido por lo que parece mantel o servilleta grande; dos cajas, de esas de zapatos, por reventar y también aseguradas a nudos ciegos de piolín; y otra caja más grande envuelta en bolsas vacías de harina o de cemento, palito como dirían los changos en el barrio, todos a su alrededor, arriba, debajo del asiento, qué llevará este tipo, no me dirá que se está trasladando; aunque no es el único, hay quienes suben aún mayor cantidad de bultos.
Las prolijas y enérgicas revisaciones aduaneras de los días hábiles no son frecuentes la mayoría de los domingos como hoy, salvo algún funcionario soñoliento, uno que otro gendarme desvelado se hacen presentes por formalismo a palpar apenas algunos equipajes, nada a fondo como los lunes por ejemplo, abra esa bolsa, vuélquela no importa en el piso, desate esa valija; manos ciegas adentro, escarbando implacables, tanteando por la presa valiosa.
Cómo demora en partir este tren, ya debe estar atrasado; mi impaciencia hojea sin interés el diario de hace tres días (así llega aquí); a mi alrededor crece la agitación con inminencia de última campanada; gente que sube traspirada y acezando, busca lugares apropia dos, aquí che, que no da la luz; gente que se despide en voz alta, saludálo en mi nombre, escribí, no seás floja y no te olvidés de averiguarmeló; gente en el andén, ofertando empanadas, refrescos, masitas, y a escasos cien metros la campana de la Iglesia llamando a misa, y esta ternura que me nace por las calles siempre pálidas y polvosas, abiertas en la soledad, con alguna sombra esporádica yéndose apurada o quedándose al sol, tomándolo casi con abandono absoluto.
La familia en pleno lo ha estado ayudando; su mujer pequeña, bien nativa, ocupándose con manos inquietas y duchas de esto o de aquello, con la seguridad de quien está acostumbrado a hacerlo; los cuatro hijos varones, incluido el pequeño, colaborando a la par, alcanzáme las botellas, subí la bolsa de naranjas, no te olvidés de echar la carta, mejor certificála, hacé el telegrama; y después de nuevo el silencio como una red de la que es imposible escapar; ni siquiera hay la despedida que uno se imagina, insensibilizados como están por esta rutina, con la resignación del que no conoce ni quiere conocer otra cosa, y si lo quiere se lo traga hasta olvidarlo.
A mí, particularmente en esta ocasión, me molesta sobremanera tener que viajar en compañía; no me gusta confraternizar, prefiero gozar en soledad de lo que puede depararme el viaje; qué lindo hubiera sido disponer para mí solo de la ventanilla, sentirme cómodo, a mis anchas, ir saboreando sin testigos meteretes este paisaje entrañable, estirar las piernas hasta el asiento del frente si era necesario, moverme a mi placer; y qué macana si se larga a charlar, cuando toman y apenas se chispean algunos hablan hasta por los codos; que lo parió, cómo no me compré boleto de primera, sólo por ahorrar unos cuantos pesos; ahora con el tren en marcha ya es tarde, y para peor saca no sé de dónde una botellita verde y sin ningún disimulo comienza con los tragos y los tragos, saboreándolos hasta pasarse la lengua por los labios y limpiárselos luego en la manga del saco mirando de paso furtivamente mi mal humor al compás de su coca disimulada como una levísima hinchazón de muelas.
Y ya desde la primera estación comienza a manifestarse su apetito; una sopa aquí, tamales allá, otra botella llena en lugar de la vacía, empanadas de pollo que come quemándose y un vaso de vino tinto para asentarlas.
Era de esperar, con la embriaguez paulatinamente va disipándose su desconfianza; se le va suavizando el rostro áspero, adquiriendo cierta sociabilidad y no sólo en apariencia, sino que después de algunas vacilaciones, por fin parece decidirse.
¿Qué calor, no?, ¿viaja lejos amigo?, me parece haberlo visto antes, ¿no?, qué suerte que no revisaron, ¿no? gracias a que es domingo ¿sabe? vamos a ver más adelante…
Y otro trago, y otro puñado de coca, y otro mordisco a la piedrita gris que saca del bolsillo y escoge de entre monedas, fósforos sueltos y hasta pastillas de menta y píldoras; y yo qué voy a querer de la misma botella ni en broma.
¿Vio mis hijitos, don? y eso que faltaba el mayor, ¿sabe?, lo tengo estudiando en un Colegio de Salta, ¿sabe? sale caro, por supuesto pero qué le vamos a hacer si uno no se sacrifica por ellos, ¿quién más no? y sabe don —ahora: susurra— con esto se gana, cualquier cosa, allá se pelean por las medias, por las radios, basta que sean importadas pagan lo que se les pida, ¿sabe?, claro que hay que saber rebuscárselas, tocar a alguien importante, ¿no? —guiña un ojo— buscarse alguna cuñita ¿sabe?,
me lo cuenta sin la menor desconfianza, siempre amable, aunque una forma de mirar como escurriéndose, una chispita repentina aflora de tiempo en tiempo en sus ojos ya irritados. Casi sin darme cuenta empiezo a alargar mis respuestas, a prestarle mayor atención, a preguntarle a mi vez sacando más frecuentemente la mirada de estas lejanías abrumadoras; ahora sé lo que lleva y me admira que lo haga tan a la vista; exprime salivosamente, puede ser fácil la décima naranja; una sí la acepto; la pelo a las apuradas, desde su boca a la mía se traslada involuntariamente el deseo imperioso.
Pasar la frontera no es problema, ¿sabe?, de noche por las quebradas y el río, sobre burros o a la espalda nomás, ¿sabe?, lo jodido es llevarlo al sur; si a uno lo pillan está listo, ¿sabe?, además de quitarle todo lo fichan y lo meten preso; claro que se sale pero ya no es lo mismo, ¿sabe? uf, hace ya tanto que ando en esto, ¿sabe?, estoy tan acostumbrado… además no sé hacer otra cosa… y como le digo, sangre fría y suerte, sabe, don…
Y los tragos se suceden como los mojones de los kilómetros, y la voz traspirada va decayendo y dando paso a un sueño húmedo y pesado.
Afuera pasa lo de siempre, primero la pampa pelada y dura de la puna, con su sobresalto de llamas de ojos de mujer ojos diseminadas en la inmensidad desolada de 1a tierra ocre perdiéndose contra los lejanos cerros azules, tierra de una belleza que se da sin precio ni consuelo; después, y a medida que se desciende, el suelo va verdeciendo tímidamente y los arbustos se mezclan con los cardones y los primeros árboles, sin olvidar del todo aquella piedra solitaria, sentida como la piel del hombre que trepa al tren donde nadie se imagina y se envuelve en un rincón de intemperie vieja como su poncho.
Ahora un ronroneo envidiable acompasa su respiración; el sol que irrumpe por la ventanilla le quema seguro la cara de brillo aceitoso; una lentísima gota baja rastreando por la mejilla derecha y la comezón que me da a mí a él no lo inmuta; se me está haciendo simpático, ya no me importa tenerlo al frente; y miro en él al pequeño del mechón rebelde, inmóvil de su mano como mimetizado por el afecto o el miedo. Recién se despierta, se prueba la saliva; pestaña; con el revés de la inane se seca la frente; estira pegajosamente brazos y piernas; bosteza aflojándose el saco; repara en mí como disculpándose; escupe sobre el piso, entre sus pies, y pisa restregando el escupitajo; respira hondo y en seguida se hurga impaciente por la botella; le da un trago interminable.
Se le ocurre levantarse en cada estación o parada,
Me cuida los bultitos, ¿quiere, don?, vuelvo enseguida, ¿no se le ofrece nada, no?
y se baja al andén; desde luego otra empanada, otro vaso de vino, qué aguante.
Dormito también, o al menos trato, o si no, miro la gente que sale a ver pasar el tren; las muchachas en especial que pasean bien arregladas y alegres; por ahí también me compro un quesillo, una manzana.
Cuidemé mis
bultitos, don, esos cinco, ¿sabe?,
sí, ya sé, ya sé, los tengo metidos en la memoria de tanto mirarlos y cuidárselos; esto ya no me gusta; conversar, acompañarse, pasar el rato, vaya y pase, pero cuidarle sus cosas en cada detención sin que yo mismo, pueda moverme para mis necesidades me suena como un abuso, una falta de delicadeza; no se da cuenta o no le importa; qué desconsiderado, él dándose los gustos y yo velando por su contrabando, sí señor, su contrabando; se me vuelve la antipatía, la incomodidad, que lo parió, en primera se rola con otra clase de gente, de más categoría, turistas, estudiantes, personas respetables;
Cuidemé mis bultitos, don.
Ya ni necesita decírmelo; y, es el colmo, ya ni me lo dice; se levanta y se va, y yo, señor, clavado en este lugar como un cómplice cualquiera, a cargo del platal en medias de náilon, transistores, relojes y qué sé yo.
Y tiene suerte el tipo; la suerte que se ruega seguro allá detrás con velitas a la virgen; suben gendarmes del sur, se les nota en la tez clara, en los ojos, en los cabellos, en el acento; parecen contagiados del desgano del domingo pues se conforman con mirar al vuelo, pedir algunos documentos y listo;
Puede decirse que ya estoy salvado, ¿sabe?, aunque revisen a la llegada, allá me las sé arreglar, ¿sabe, don?…
Y otra vez el guiño confianzudo del ojo; y no sé qué contestar unido como me siento a su alegría; la vela lagrimea incesante frente a la imagen impávida de la virgen en la estampita dorada y vieja.
Otra estación a la media tarde y
Cuidemé los bultitos,
¿ya?
cuándo no; paciencia; me da sueño, sin darme cuenta dormito unos segundos, bruscamente me repongo, aspiro hondo, abro bien los ojos, pero tras un pestañeo inútil caigo dormido del todo; la modorra me puebla corno un arrullo poderoso, me entrego totalmente al sueño a pesar del último esfuerzo de la voluntad pegajosa.
Me despierto al rato; el tren se halla en plena marcha; me despabilo avergonzado, sin embargo nadie repara en mí, y hasta hay quienes duermen en insólitas posturas. Pero qué pasa, el del frente no está; los bultos, uno, dos, tres, cuatro y cinco, sigue en sus lugares tal cual os dejó; con quién se habrá encontrado tal vez en otro coche; mejor así, por lo menos me deja tranquilo; pasan los minutos, otra estación, de nuevo en viaje, y no aparece; me da rabia, por qué tengo yo que afligirme, que aparezca cuando se le dé la gana y si no aparece a mí qué me importa; súbitamente me pongo de pie, renegando entre dientes recorro el tren de punta a punta y no lo encuentro; dónde se habrá metido, hay que joderse, qué me hago ahora; ¿lo estará haciendo a propósito?, ¿para qué?, ¿por qué?; a lo mejor no es con trabando o es uno más serio de lo que pensaba; me fijo asiento por asiento, en el coche comedor incluso, y no está, ni señas; a quién contárselo, pedir ayuda, ni soñando; lo más probable es que haya perdido el tren; un vasito de cerveza más, sirva otro plato, hay tiempo; se ensordece uno a veces con algún sabor, alguna sensación; merecido lo tiene, qué forma de viajar, se diría que lleva trapos o papeles viejos; y no digamos su falta de cortesía, señor, ésas no son maneras; qué hago, qué hago, me dan ganas de irme a otro coche, y que se vayan al diablo sus cosas, qué tengo que comprometerme por un desconocido; pero no puedo, no puedo; además estará desesperado,
Mis bultos, mis bultitos, paren el tren, dónde hay auto de alquiler, por favor, pago lo que sea, Dios quiera que ese señor tan atento me los cuide, mis bultitos…
Se me van como por encanto el sueño y el cansancio; no quiero ni pensar en el lío en que me estoy metiendo, ni que haya otra revisación aunque invente excusas inservibles, maneras ridículas de burlarla; de ésta sí que no me salvo; bueno, si vienen les digo la verdad, que no son míos y chau; pero ésa no es la verdad que siento, la que me deja conforme y no tardo en comprobarlo:
Esos bultos, señor, ¿son de usted?,
Si,
son míos, míos
Ah, está bien, boletos por favor, boletos…
Así que son míos, pedazo de estúpido, míos; los miro rencorosamente, los odio, los patearía hasta cansarme; aunque no sé, algo me impulsa a ampararlos, a no abandonarlos. Me aquieto, trato de resignarme, qué más me queda. Cómo será mi desatención a los demás que recién me doy cuenta de que entramos melancólicamente en la noche y con ella en los últimos tramos del viaje; he perdido la noción de la distancia, del tiempo; mi traje está arrugado, sucio de tierra, en mi piel siento una sequedad agobiante, como si por horas hubiese estado la vida, el tiempo bajo mi piel, y yo encima, inalterable, inmóvil.
Me resigno a que no aparezca; ahora lo que me preocupa es que me registren en la llegada; cómo bajo los bultos para no llamar la atención, con quién me encuentro, qué vergüenza, a cuál hotel voy, cómo averiguo del tipo, a lo mejor se consiguió nomás un auto y me estará esperando entre afligido y sonriente, el pobre, qué suerte, qué alivio bárbaro, me miro darle la mano, abrazarlo,
No, no es nada, al contrario, mucho gusto, el placer ha sido mío…
Claro que de haber sido así tenía ya tiempo de haberme hallado en alguna estación anterior; lo más seguro es que esté la policía,
Usted es su compinche, confiese todo
No, yo no sé nada, lo juro por mis hijos, no sé nada, es tan sólo una casualidad maldita…
Pasa de nuevo el guarda, se me hace que me mira con mayor fijeza; sin embargo sonríe al pedirme el boleto; ya estamos llegando.
Revisan. Nadie se puede librar. Por una denuncia, hoy el registro será más riguroso. Se me afloja el estómago, la memoria, las piernas; traspiro entero; me cuesta respirar, se me traba la lengua, tropiezo al primer paso, quisiera meterme en el último rincón, esconderme para siempre; yo no he sido, señorita; ha sido el niño de aquel banco; yo no he sido, papá; yo no he sido, mi sargento; señor jefe, yo no tengo la culpa.
Nos hacen bajar en orden estricto para irnos me tiendo en un galpón amplio; ahora negar sería infantil, yo mismo he acarreado uno por uno los bultos delante de todo el mundo, los he acomodado a mi lado, sin fuerzas para rebelarme aunque mi mujer llore toda la noche y mis hijos me llamen a los gritos.
Revisan gendarmes y aduaneros de civil, sin pausas, con saña, seguros de encontrar lo que pretenden; ya hay varias valijas desentrañadas, algunas sin culpa, otras con el delito a la vista, a los pies de los responsables; llora una mujer retorciendo su pañuelito, mira un perro en los ojos.
No sé por qué me he tranquilizado, será que en el fondo no soy culpable, será que guardo la secreta confianza de ver aparecer al dueño el rato menos pensado y se haga cargo como corresponde, él es canchero y no le va a ser difícil superar el mal momento; será lo que Dios quiera; me asombro de mi propia calma, hasta se me ha disipado por completo la indignación que tenía contra el verdadero responsable.
Le toca a usted, amigo…
El oficial me mira, después mira los bultos, sólo un ratito, me mira de nuevo más fijamente, no disimula la sorpresa y suelta sus palabras como si no hubiera nadie más que nosotros dos:
¿Vos aquí?, qué hacés viejo, cómo te va; mirá dónde te vengo a encontrar, te acordás de mí, ¿no es cierto?
(No me acuerdo un pito, no lo conozco ni jamás lo he visto antes.)
Sí, claro…, qué tal, cómo no me voy a acordar…
Qué hacés che; y esos bultos, ¿son tuyos?
Y, sí, son míos…
Bueno, siendo así llevatelós nomás, qué te voy a revisar a vos, sos mi amigo, ¿o no?,
Y su carcajada es como una lluvia torrencial sobre la mayor sequedad de que tenga memoria; qué frescura para desnudarme entero y bailar de alegría; qué sed repentina para beber el trago del alivio más largo del mundo.
Además te veo después de tantos años y siendo mi viejo amigo basta, ¿eh?
Me palmotea confianzudamente; por mí puede golpearme si quiere; me ayuda solícito a conseguir changador, me despide alegremente;
Si te quedás unos días a lo mejor nos vemos por ahí…, sería lindo para recordar tiempos idos, ¿eh?, chau viejo;
Chau, chau, gracias, muchas gracias…
Con cada palabra trato de vaciarme la mala sangre, el pus, de quedar limpito; los nervios afuera como los cables gastados de una luz dolorosa, todo a la basura, mientras voy dejando atrás, sin volverme a mirarlo siquiera, el último saludo de esa mano extraña.
No me acuerdo el nombre del Hospedaje, ni cómo he subido hasta este cuarto en el segundo piso, ni quién me ha ayudado, me ha atendido; solamente sé que tuve tal sed que me tomé tres naranjadas al hilo, si no me equivoco al contar las botellitas vacías sobre el velador. Tirado, sin desvestirme, sobre la cama, he dormido de un tirón, sin un sueño.
El sol penetra por la ventana abierta, se expande por la pared como una mancha de aceite. Me levanto, me aseo, mientras me cambio de ropa los descubro tal como los dejé, amontonados en un rincón; de golpe me siento otra vez como en un nudo ciego, y al acercármeles para acomodarlos mejor, noto en el aire como el rasguño de una desconfianza, el gruñido de dientes inamistosos, me detengo tercamente rechazado; intento varias veces aproximármeles pero me quedo en el ademán trunco de acariciar a un perro abandonado, bruscamente hostil.
Salgo a la calle desorientado; no sé qué voy a hacer; leo de punta a punta el diario, en vano; merodeo por la Estación; a la Policía no puedo ir; ni siquiera le sé el nombre ni la dirección como para escribir; si no fuera que jamás creo en cosas sobrenaturales, no sé qué conclusiones sacaría.
No vuelvo al Hospedaje en todo el día; vago por la ciudad buscando entre la gente algún rastro, algún indicio; en el mercado gasto horas con los que comen olvidados a lo largo de mesas comunes y beben interminablemente. Cómo puede ser, qué es lo que en realidad está pasando; no hay lógica, no hay explicación.
A la tarde entro a un cine para olvidarme un poco, pero es inútil, yo sólo miro películas de un desaparecido que me condena a un arrinconamiento en plena intemperie, a ser un náufrago mudo en medio de miles de manos disponibles.
Al volver a mí habitación me cuido de hacer ruido, no quiero despertarlos, temo a los dientes por morder, los respingos huraños; sin prender la luz me acuesto a la adivinanza, me tapo cabeza y todo.
Madrugo; nunca me he vestido tan rápido ni tan a los tirones; salgo a la calle sin mirar siquiera el rincón hostil; no quiero volver más a ese cuarto, que se pudran; hoy mismo me voy; no sé si lo he soñado o lo he sentido entre sueños: toda la maldita noche sollozos arracimados, apenas perceptibles, ayes lejanísimos, gemidos como enterrados, aullidos diminutos; quejidos diminutos, voces como en sorda oración. Me viene una pena más grande que yo, lástima de mirar por ejemplo la soledad de la vida delante de una familia entera humildemente agrupada para una fotografía amarilla; ando extraviado por calles cuyos nombres olvido; ni en las plazas siquiera hallo sosiego; la mosca de un presentimiento zumba terca alrededor de mi corazón aunque me niegue con todas mis fuerzas a hacerle caso.
Y entonces todo es como una trompada traidora en la nariz o un telegrama de luto al alba en menos de siete líneas del diario, escritas sin saberlo justamente para mí, entre titulares de guerras, revoluciones, huelgas, amores, la página social, las loterías, necesito muchacha buen sueldo, el próximo domingo otra fecha del campeonato de la Liga; pobre tipo, ya sabía yo, quién aguanta comer y comer, chuparse botella tras botella; alguna vez el corazón también se cansa.
Corro a lo que doy, tropezando contra la gente, chocándola, subo las escaleras a los saltos, casi me resbalo y me voy al diablo; qué desgracia, abro la puerta con los dedos con lágrimas, me arrodillo junto a ellos; mansamente se entregan a mis manos, los acaricio enceguecido entre papá, papito, mi marido; trato de suavizar los nudos de la piola, palpo temblorosamente la piel gastada de la valija, quisiera abarcarlos en un solo abrazo que los haga llorar, desahogarse sobre mi pecho, humedecerlos de lo que pudo ser lo último en gritar, en pensar, en pedir, mis hijitos, mi mujer, mis bultos.
1974
Carlos Hugo Aparicio (La Quiaca, 1935 – Salta, 2015). Publicó, entre otros, los libros de poemas “Pedro Orillas”, “El grillo ciudadano”, “Andamios” y “El silbo de la esquina”; y de cuentos “Los bultos”, “Sombra del fondo” y “Días de viento” . Su única novela, “Trenes del sur” (1988), obtuvo el primer premio regional de narrativa otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación.