LA FORMA DEL AMOR (fragmento)
“Todavía dudando, avanza, gira el picaporte y entra. Se queda unos segundos parado en la entrada.
―Pasá, queridito ―dice una voz dulzona.
Él se acerca un paso.
―Cerrame la puertita, por favor.
Vuelve ese paso y cierra la puerta.
Mientras ejecuta ese acto, piensa: Todavía puedo irme. Es decir, este es el momento preciso para irme. Todavía no he dicho una miserable palabra. Soy solo un cuerpo en movimiento, sin nombre, sin identidad. Si me voy ahora mismo, todo esto será un estúpido recuerdo, que sepultará la memoria con una pila de recuerdos de vivencias comunes, cotidianas y narcóticas.
Cierra la puerta y vuelve a darse vuelta. Avanza dos pasos, ve a la mujer sentada en la cama. Está leyendo un libro.
―Pero vení, queridito. Acercate.
Él obedece: se acerca hasta quedar a un metro de la mujer. La cara y el cuerpo se parecen extraordinariamente a la voz. Lleva un vestido de color celeste o que parece celeste con esa luz mortecina y adulterada con un tul que emerge de un velador en una mesita.
Entonces ve dos cosas que lo impactan: una, que bajo el vestido celeste asoma tan solo una pierna, la izquierda; dos, que el libro que lee es De la naturaleza de las cosas, de Lucrecio.
Decide y dice que todo lo que está sucediendo es un error, que en realidad él quería ir a otro sitio.
La mujer se ríe violentamente, exageradamente.
―Todos estamos aquí por error, hermanito. ¿O te creés que alguien decentemente puede elegir terminar en un lugar así?
Dice que lo siente, que lamenta haberla ofendido, que no era su intención.
La mujer deja el libro abierto sobre la cama (él alcanza a ver muchas notas y marcas manuscritas en las páginas) y enciende un cigarro. Es un cigarro de hoja, oscuro y fuerte. El hedor inunda inmediatamente la pieza.
―Tenés un problemita con la voluntad, querido.
Ahora quien se siente agredido es él. Retrocede medio paso aunque la mujer pega dos palmadas suaves en la cama, indicándole evidentemente que se siente.
Duda, pero vuelve sobre su paso, avanza y se sienta en el extremo de la cama. No sabe con exactitud qué hacer. Por fin, dice lo que está pensando, que por qué la mujer dice que él tiene un problema con la voluntad.
Ella vuelve a reírse, ahora menos sonoramente.
―Llegás diciendo que no querías estar acá, que es un error. Y después te disculpás por lo que decís.
Fuma con delicadeza pero con fruición.
―En síntesis: hacés lo que no querés hacer y decís lo que no querés decir.
Él quiere decir algo pero ella lo detiene con un gesto, como si estuviera a mitad de un parlamento en un estrado ante una muchedumbre y no quisiese que las interrupciones del auditorio corten el hilo de su discurso.
―A menos que efectivamente estés haciendo lo que querés hacer y diciendo lo que querés decir y no quieras terminar de asumirlo. En ese caso, lo que te faltaría no sería voluntad sino decisión, queridito.
No sabe qué decir. La observa minuciosamente. Entiende que ella adora ser observada y escuchada: estudiada. Ahora la ve servirse un trago de su mesa de luz. Hay dos copas: le sirve una a él y se la alcanza.
Él pregunta qué es. No está muy seguro de querer beber algo en ese lugar.
―Es cognac ―dice ella―. Villarrica me hizo adicta a esta huevada.
Pregunta quién es Villarrica.
―Villarrica es el regente de este tugurio, queridito ―toma un trago y amplía la información―. Es el que te trajo hasta acá, el del ojo de vidrio.
Ahora entiende por qué le llamó la atención el ojo izquierdo del hombre, que le pareció levemente más grande que el otro, más brillante. También se detiene, particularmente, en la última palabra que ha dicho la mujer, “huevada”, el único fragmento de todo su discurso que parece ubicarla geográficamente en Chile. Por todo lo demás, ella no habla en absoluto con tonada chilena, aunque tampoco es argentina. Parece otra cosa, uruguaya tal vez. O mejor, algo híbrido: una argentina o uruguaya que ha pasado varios años viviendo en España o en México.
Él le pregunta cómo se llama.
―Kimberli ―dice ella y él recuerda que ya se lo han dicho hace un momento―. Acá adentro me llamo Kimberli ―aclara la mujer.
Le quiere preguntar su verdadero nombre o de dónde es, pero en cambio le pregunta cómo perdió la pierna.
―A los hombres les importa mucho el cómo. Como si saber de qué forma sucedió tal o cual cosa importara algo, arreglara algo.
Ella vuelve a darle una chupada al cigarro y exhala el humo prolijamente hacia el techo.
Él observa ahora (no se le ocurre qué otra cosa hacer) la circunstancia, causal o casual, de que tanto a ella como al encargado del lugar les falta una parte física. Enfatiza la palabra “física”, no quiere ofenderla. Ella parece muy susceptible a cada una de sus palabras.
Pero ella vuelve a reírse.
―Es que acá todos somos iguales de raros. ¿No sabés a dónde viniste? Nosotras somos las putas bizarras, queridito.
Pone cara de no entender, dice que no entiende.
―A la Lesli, por ejemplo, le falta una oreja. A la Melani, un brazo. Hipólita es renga. Un tiempo, tuvimos una enana, la Dorita.
Hace una pausa para tomar un trago. Él la imita.
―Era un fuego la enana, la más infantil y depravada de todas nosotras: sabíamos que no iba a durar mucho acá. Se la levantó un jeque árabe multimillonario, se volvió loco por ella. Vino tantas veces que al final habrá dicho: De seguir así, voy a terminar haciendo un surco de tanto ir y venir. Más vale tenerla siempre a mano. Y se la llevó nomás: lo habrá adornado bellamente a Villarrica y se arreó a la enana. Tuvo suerte la Dorita, nos dio mucha pena que se fuera: era la alegría de este santo puterío.
Él piensa: Habla y fuma como una actriz de Hollywood de los cuarenta, Marlene Dietrich o Lauren Bacall. Todo en ella está preparado, ensayado, estudiado. Todas las prostitutas son actrices. Y nada complace tanto a un actor como el aplauso.
―Pero ahora la estrella acá es la Eulalia: le falta un ojo ―la mujer hace una pausa y aprovecha para volver a encender el cigarro, que se le ha apagado.
Él mira con cara de despiste. Pregunta por qué la tuerta es la estrella. Ella dice, rápida:
―Porque en el reino de los ciegos, el tuerto es rey, amorcito.
Y se ríe, la risa es grave y calculada: una risa que surge y desaparece en segundos.
Él festeja la ocurrencia, sonríe. Ella agradece la sonrisa. Ahora sigue, aclara:
―Estos animales hacen fila para ponérsela en el ojo a la Eulalia ¿entendés, queridito? Es decir, no el ojo sino el lugar donde debería estar el ojo: la cuenca vacía. Están enfermos ―le pega una chupada suave al cigarro―. Están enfermitos ―se corrige.
Ahora él le pregunta qué hacía antes.
Ella suspira, duda tal vez. Después dice:
―En mi pueblo, era profesora de Lengua y Literatura. Pero me gustaba más leer que enseñar. Me sigue gustando, ¿ves? ―señala el libro de Lucrecio abierto sobre la cama―. Además, quería volar alto y ahí no podía ―hace una nueva pausa enfática―. Quería volar alto y volé.
Él piensa, ahora, mientras pega un trago breve al cognac, que a lo mejor así perdió la pierna: volando. Mientras bebe, ve a la mujer, deformada a través del fondo de la copa. Empieza a pensar que debe irse, empieza a buscar la excusa perfecta para irse.
Ella continúa:
―Ahí donde lo ves, Villarrica también es un intelectual, a su manera. Se le nota que ha leído mucho y además escribe todo el tiempo.
Pregunta qué escribe.
―No nos dice, no le muestra a nadie lo que escribe, por lo menos a nadie de este lugar. Nosotras tenemos una apuesta. Para mí que escribe una novela: una novela sobre nosotras y por eso no quiere mostrarnos nada.
Ella se ríe antes y después de decir:
―Villarrica dice que regentear este lindo quilombo es el trabajo más tranquilo y decente que pudo encontrar.
Él finalmente le pregunta lo que desea preguntarle casi desde que entró en la pieza: cómo terminó ella ahí.
―¿Y cómo terminaste vos acá, queridito? ¿Cómo terminamos todos donde terminamos? ― fuma, ahora nerviosamente―: De puta casualidad.
Él termina su trago, sin saber dónde dejar la copa se queda con ella en la mano. La sigue escuchando:
―La vida es eso que dice Lucrecio ―vuelve a señalar el libro―: Una maquinita tan imperfecta y viciosa que no pudo ser hecha por los dioses, ¿entendés? O mejor, como me gusta decir a mí, el reino de la puta casualidad.
Él la mira en silencio, la admira, la oye soliloquear, levemente excitado ahora:
―Por ejemplo, sin ir más lejos, vos viniste acá buscándote a vos mismo, amorcito. A ver si también de puta casualidad te encontrabas acá. Y ya ves que es cierto, la pegaste: estabas acá. Yo soy vos, ¿entendés? Y vos sos yo. Somos la misma cosa: los desterrados de su propia vida, los escondidos de sí mismos.
Él se acomoda en la cama, se revuelve intentando ocultar la erección que pugna por emerger. Ella sigue:
―No nos da la cara o el coraje para ser Wakefield: apenas vamos por la vida enseñándole a los otros eso que no tenemos.
Se levanta el vestido celeste y le dice:
―¿Ves? Te muestro lo que me falta, lo que no tengo. Todos hacemos eso: mostramos nuestro vacío y pedimos que nos llenen, que nos completen.
Él mira atento, minuciosa y amorosamente, el espacio vacío existente más allá de la rodilla derecha. Siente una presencia fuerte, espeluznante ahí.
Piensa: Es eso, exactamente, la sensación de saber, la certeza indestructible de que ahí falta algo que debería estar.
Ella sentencia:
―Este viaje es así, amorcito: siempre dejás algo. Nadie entra en las cosas o en los otros y sale entero.
Él piensa otra cosa ahora: que la escena del coloquio con la puta es clásica en todas las literaturas, todas las filmografías, todas las músicas.
Se va levantando, con la suficiente habilidad como para disimular la poderosa erección que le invade todo el cuerpo y el pensamiento.
Ella lo advierte (él siente que ella lo advierte) y sonríe con ternura.
―Tendrías que dejarme unos pesitos para darle a Villarrica.
Él saca unos pesos y se los alcanza. Ella no los agarra, le señala la mesa de luz, dándole a entender que los deje ahí. Sentencia:
―Ya lo dijo Schopenhauer, amorcito: Esa es la maldición de este mundo, que todo debe servir a la necesidad y a la indigencia. Somos esclavos de las necesidades de este mundo, ¿viste? Todos estamos ataditos a algo.
Él avanza hacia la puerta. Antes de salir, se da vuelta y le pregunta a la mujer lo que supone que deben preguntarle todos los hombres que la visitan: por qué no huye de semejante lugar, por qué sencillamente no se va.
Ella, que ha retomado la lectura del libro, lo mira dulcemente (él quiere creer que es dulzura lo que desprende esa última mirada) y dice:
―No hay escapatoria, extranjero. Yo ya no navego por el tiempo.
Una cita, indudablemente. Intenta grabar esas palabras en su memoria antes de despedirse para siempre.”
*La forma del amor obtuvo el Tercer Premio en la Categoría Cuento del Fondo Nacional de las Artes 2021, en un jurado integrado por Agustina Bazterrica, Mariana Travacio y Gustavo Nielsen. El volumen consta de tres relatos largos: “Las bellezas de la familia”, “La versión más tonta de las cosas” y “La forma del amor”. Fue publicada en 2022 por Espacio Hudson Ediciones, en su colección Fin Del Mundo / Narrativas.
DIEGO RODRÍGUEZ REIS es lector, escritor y profesor. Ha publicado ocho libros de poesía y narrativa. Ha participado (como autor, corrector o editor) en más de cincuenta obras literarias, de ficción y no ficción. Actualmente, prepara la edición de El lector constante, selección de sus artículos, notas y prólogos del período 2001–2023. Integra la Comisión Directiva del Fondo Editorial Neuquino. Dirige, junto a Cecilia Fresco, el sitio La Zona – Crítica y Ficción.
Fotografía: cortesía de Changuis Nan