En sus cuentos, Nicolás Romano —nacido en 1951 en Buenos Aires y capturado por el mar de Ushuaia desde hace más de treinta años— se mete con historias casi siempre reales. Historias que le llegan de oído o que se encarga de investigar, tirando de hilos y de lenguas, instalándose mañanas enteras en los archivos de los museos, hurgando tumbas, a lo Dupin en tierras lejanas.
Llegó a la escritura durante su época de estibador, por culpa de los tiempos libres y de las historias que compañeros de lo más variados contaban “entre bolsa y bolsa o entre un mate y otro, al calor de un medio tacho bajo las peores nevadas”.
Los personajes de los relatos de Romano lo son en el doble sentido de la palabra. Hombres y mujeres de esos que merecen una historia. Esos a los que en los pueblos se los llama personajes. Son personajes que se vuelven personajes: sobrevivientes de naufragios, poetas visitadores de bares, viejos con vidas extravagantes, vecinos olvidados a la buena de Dios, borrachos que mueren dentro de ballenas encalladas. Gente singular o con historias literalmente de cuento, que vive en esa parte del mundo donde a veces todo parece costar más: por la helada, por las distancias, por el viento, por la soledad que invade las casas y las cosas. Parte de lo que sostiene sus relatos es la historia colectiva o, como él dice —siempre con una metáfora en mano—, “la memoria, esa columna en marcha”.
Jack London, Horacio Quiroga, Antonio Di Benedetto, todo eso se respira muy a lo lejos en las historias de Romano, que agrega una de cal y una de arena, una de poesía y una de prosa, y da un cuño propio a sus relatos, tallados con una jerga nutrida por los universos particulares en los que anduvo. Porque además de estibador, entre otros oficios terrestres, fue alguna vez vendedor en la calle, marinero, baqueano, empleado “de saco y corbata”, y finalmente preceptor, ocupación que mantuvo hasta jubilarse y que fue “una maravilla de aprendizaje con los chicos y los compañeros”.
Lo que sigue es un relato de su libro A palo seco (Editora Cultural Tierra del Fuego/Utopías, 2010; y Editora Cultural Tierra del Fuego/Paraviento, 2012).
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Entre mundos
Ellos eran rehenes de otro mundo,
como el carro de Elías.
Pero estaban aquí,
cayendo, desasidos
Olga Orozco
Eran quince, desorbitados, agarrados de sí mismos, de sus propias tripas, clavando pezuñas y dientes en el único lugar que sentían firme.
Eran algunos más, horas antes, cuando los sorprendió la tormenta y el viento sur se puso blanco. Desprendido de alguna dimensión de hielo congeló hasta el aire. El ojo del radar dejó de girar y quedó petrificado por la escarcha. Cada bandazo de agua la escurría, pero el viento, inexorable, volvía a fabricarla.
El último registro que pudieron leer fue 55,08 grados sur y 64,28 oeste, antes que un mar diez se sacudiera con olas de más de veinte metros hasta tumbar la embarcación que se acostó de banda.
Todavía era, así tumbado sobre estribor y moribundo, el Oceanus VII, buque oriundo de Tai Pei, concebido para la pesca del atún en los mares de China. Cuando esperaba desguace, por algún arte de magia terminó convertido en un potero, de esos que encienden las lámparas halógenas y se iluminan como un árbol de Navidad. El calamar se acerca en la noche atraído por la luz y deja sus tentáculos enmarañados entre los filosos dientes de las potas.
Ahora, con sus bodegas casi llenas y una tripulación de chinos y argentinos, el viejo pesquero parecía a punto de hundirse para siempre.
Entonces saltaron. Arriaron la balsa por la borda y se tiraron. En ese umbral entre vida y muerte mordiéndose la cola, el ojo negro del gomón les hacía un guiño.
No era un salto fácil. La escora del barco agigantaba la distancia con la balsa, un gomón de dos metros de diámetro, y para hacerla mayor, la ola levantaba la nave a las alturas, al tiempo que chupaba la balsa hacia el abismo que producía en su base, con un sonido de succión aterrador.
Igual saltaron. De uno en uno para embocar en ese agujero negro.
Llegaban empapados, maltrechos, los que golpeaban contra el borde duro; atentos, pues el de atrás les podía costar el espinazo.
Todo en un pandemónium que producía el viento huracanado y al compás el mar estallando a los guascazos.
Fueron cinco los que no llegaron. La banda de estribor dejó sumergido a un oficial de máquinas. El cocinero argentino, después de despedirse, decidió el destino. Se lo vio haciendo cruces, luego dar la espalda al salto y volver sobre sus pasos. Eligió quedarse en esa coordenada.
El cocinero chino corrió la misma suerte. El pánico lo dejó varado. Cuando quiso hacerlo la balsa se volaba. Vacilar un segundo le costó la vida. Agitó la mano con el agua en la cintura cuando era imposible volver a rescatarlo.
El más joven de los marinos se acollaró a una columna en un abrazo que parecía querer aferrar el universo. Intentaron desprenderlo. No lo lograron en esa carrera contra el tiempo.
Cha Chon, el último que trasbordó, brincó por el aire enarbolando una cuchilla de cocina. Con el impacto desgarró el sobretecho. Ese intento por mantener el poder le duró nada. La tripulación argentina arrojó el cuchillo al agua y al chino casi lo botan por la borda.
Y ya eran los que estaban, en esa especie de sombrero negro encastrado en la melena rugiente del océano.
A punto de zarpar, un rezagado más hizo el intento. Se echó por la popa para llegar hasta el gomón nadando. A media brazada estiró una mano para alcanzar la que le daban. El torbellino producido por la eclosión de enormes cordilleras ensanchó de golpe la distancia. Pudieron verlo un segundo arrastrado por las aguas. Salpicados quedaron, la cara, los ojos, con esa imagen que se iría con ellos.
Como un cordón umbilical, el cabo de vida todavía los unía al pesquero. El cordón debe cortarse cuando finaliza un parto. En ese momento, con el cielo de bruces, el mar se desmadró del universo, parecía un paladar negro dispuesto a la mancada.
Desprenderse de la nave madre hacía pensar en un parto al revés o un alumbramiento hacia la muerte.
Apenas el machete cortó aire y cabo, los arrancó la marejada. Casi al mismo tiempo lograron ver cómo aquel barco oriundo de Tai Pei se iba por ojo. Terminó de fugarse el aire en los estancos y puso proa a su destino de naufragio. Pocas veces en la vida de los hombres encarna de tal manera el desamparo, como en ésta de ver su nave desaparecer para siempre debajo de ese piélago.
El gomón, redondo como el mundo, comenzó a orbitar en el sistema planetario.
Apiñados los rostros llevaban, y el alma apretada como una manito de guagua. Eran quince y con ellos el miedo, como un convidado de piedra.
Lo último que divisaron antes de ser disparados a un infinito negro y sin fronteras fue el cabo de Buen Suceso.
Poco antes del naufragio, ante el viento sur-sur, la discusión era seguir con la proa a sotavento o poner el través al temporal, con riesgo de zozobrar. Ahora, a la deriva, timoneaban los elementos.
El mar, en cada embestida para tomar el cielo por asalto, remontaba la balsa, pero no bajaba con ella. El viento quitaba el agua de un planazo y aquella caía en el vacío, desde la altura en que la habían dejado. Era un golpe fuerte y había que aguantarlo. Lo hacían entre todos, al unísono, agarrados los unos con los otros, y, para evitar que la ola los doblara en dos a modo de pañuelo, cuando levantaba medio gomón dejando una mitad arriba y la otra abajo con riesgo de volcarlo, estribaban todos los pies en el horcón que daba sostén al sobretecho, convirtiendo el piso blando de la balsa en semirrígido.
En ese círculo cerrado de calesita volando y a los tumbos, se miraban, para contar y recontar los que eran, los que ya no estaban, librando la imaginación a lo que podía pasar.
Alguno intentaba orientarse inútilmente. Ni siquiera una isla de apacheta que señalara adónde se los llevaba el mar. Los ojos inundados miraban hacia arriba, donde se habían ahogado las estrellas. Quizás la luz espectral del viejo faro del fin del mundo, ya derruido, aún alumbrase la oscuridad, así como aún duelen en los cuerpos los miembros fantasmas que ya no están.
La capota plegable que los techaba, no era suficiente abrigo para frenar la escarcha. Hubieron de masajearse unos a otros fregándose los dedos de los pies y de las manos, empujando la sangre que, a contrapelo de la vida, parecía coagularse con el soplo glacial.
Frente a estos movimientos de lucha por preservarse vivos, el grupo de chinos se mantenía impávido. Los rodeaba un silencio mayúsculo, y en esa quietud absoluta más bien semejaban a budas de piedra o estatuas de sal.
Oriente y occidente naufragaban juntos en la misma balsa, y con ellos zozobraba toda la humanidad. Cada uno se había ahogado un poco con los que ya no estaban. Junto a ellos iban todos los náufragos del mundo, que estuvieron y no están, los que sobrevivieron o los que se hundieron para siempre en el mar.
En esa sábana extendida, mortaja húmeda y fría con que la muerte arropa al náufrago, seguían, con los ojos corroídos de intemperie, a bote desamarrado de Dios.
Por ese umbral entre mundos, iban, entre la pura vida a bordo de uno, y esa muerte probable que podían tocar con la punta de los dedos, de los ojos, de cada pensamiento rumiado y escupido, tironeando del otro. Umbral donde las aguas comienzan a mezclarse. Como rehenes de otro mundo iban los quince.
Transcurrían las horas y el cansancio estragaba los cuerpos. Con la hipotermia al acecho, entumecidos, turnaban las guardias. Entre la vigilia y el sueño, en el sopor de la duermevela, Juan Segovia volvía a ver la mano del compañero, buscando su mano alargada y la arbolada arrancándolo hasta perderlo en el gris de la niebla. Entonces el santo patrono de los marineros, Jesús, gigantesco llegaba, caminando en las aguas, y entre sus brazos, de regreso, lo dejaba a salvo.
Derlis, contramaestre, confundía las olas gigantes con la fronda de los árboles, el verde infinito en la foresta mecida por el viento, y hasta creía sentir el olor de la tierra, de más allá, donde tenía el ombligo enterrado y había quedado su infancia. Visiones que llegaban sin golpear la puerta, como piratas al abordaje, desde otras dimensiones.
Lin Ming sentía la furia del pesto atronando, y el crepitar de la espuma cuando resbala en la lona casi parecía el ruido de un incendio en medio del agua. Entre las llamas se apilaban imágenes que empachaban esa conciencia embotada. Se veía de nuevo en la costa donde antes de embarcar le quitaban por fin los grilletes. Eso de lo que nadie habla. Algunos presos condenados a muerte en China, cumplen condena a bordo de distintos pesqueros donde su vida no vale un cuezco de breva. Apenas si reciben el techo y la olla. Pero en cuantito le aflojan, al grito de “Santa María”, son arrojados por la borda sin ningún preámbulo más. Extraña elección de otra etnia y misterios del choque de lenguas, llamar con ese nombre a tanta barbarie. Y él, que había llegado hasta ahí como sobreviviente nato, pensaba la ironía en que sus días pudieran terminar tan mal.
Cuando acabó su turno de guardia, a Carlos Villa le tocó el descanso. Su cuerpo un poco ladeado penduló hacia el costado opuesto y en el transcurso de ese movimiento, durmió, soñó y se despertó. Llegó a ver a su hijo en ese corto intervalo, entonces se abrazó emocionado al compañero que tenía a su lado y lo besó en la frente. Dentro de esa tensión, fue tan profundo el corte logrado en unos segundos, que ya no precisó más.
En definitiva, todos vieron desfilar los rostros que alguna vez amaron. Todos sintieron el olor fuerte del pescado que despedían los mamelucos mojados, impregnados de calamar, y les despertó un hambre atroz. Aguas que se entreveran de mundos que se acercan y se alejan.
Un instante se abrió la luna, ojo zarco de la noche bruja, y se volvió a cerrar. El mar espumaba como las fauces de un perro babeándose la rabia y la balsa se dislocaba en el agua hirviente de los escarceos.
Juan Segovia, junto al abrigo, había embolsado la esperanza, una antigua radio de esas que al girar la manivela, alcanza los doce voltios, con una antena telescópica de aluminio y aleación de níquel. Mojada, la sal cubre los carbones con una fina pátina. El grupo de náufragos esperaba con ansias las primeras luces para darle compostura. Era la única carta a jugarse para intentar enviarle al mundo señal de que aún seguían vivos, y llegada la luz, la emprendieron con la manivela. El resultado fue nulo. La alternativa era desarmar el aparato. Sin herramientas, el marinero clavó las uñas en los tornillos. Mientras éstas sangraban, catorce pares de ojos miraban a dos manos cada movimiento.
Chai Chin ofreció su último cartón de cigarrillos para calcular la deriva. Echaron el celofán del paquete en el agua y observando el viento, la posición del sol, la velocidad de la ola, tuvieron hacia qué rumbo derivaba. Por el canal dieciséis llegaron a dar el “mayday” emitiendo en doce mil ochocientos y en ocho mil kilociclos. La manivela giraba satelizando alrededor de la mente de esos quince hombres, y el resultado de la señal quedaba en manos del incierto escucha, más allá del viento blanco.
Mientras oscilaban hacia uno u otro abismo, espantajos clavados en ese limbo entre el cielo y el mar, los albatros llegaban como esquirlas de hielo, ángeles mensajeros de una dimensión helada, relámpagos de luz que se filtraban de la niebla, gigantes de alas blancas. Se les hacían cielo de cerca, los alejaban de la muerte. Eran un abra móvil, una puerta con alas, un blanco horadado en ese gris del cosmos.
El día tercero, al romperse una puerta de lona, el agua comienza a entrar como un ariete hasta anegar la balsa. Hace pie el viejo dicho marinero, “bote sin cubierta, tumba abierta”, y el miedo, embajador de la mente, atenaza las gargantas. Es un ademán contundente de la muerte, y le entran al trapo. Pero luchan. Comienzan a achicar con las botas y terminan escurriendo medias. Los budas de piedra han cobrado vida, ellos también achican, hasta retorcer sus gorros de lana. Están casi congelados.
Van, los rostros cárdenos, inflamados, con el alma crispada, hecha bollo, un papel arrugado. Recuerdan el decir de Jimmy, un mes antes, cuando desembarca, “este buque tiene olor a muerte”. Se figuran algunos su cráneo, las cuencas vacías, los huesos descarnados, en el lecho oceánico, movidos de uno a otro lado por las correntadas. O ven sus cuerpos hinchados, sumergidos en esa zona intermedia entre la superficie y el fondo, los brazos y piernas muy abiertos, como viajeros en el espacio.
El horizonte, desaparecido, se había replegado en cada uno y era posible verlo abismándose hacia adentro. Cada uno era su propio límite, solo presente a bordo, girando interminablemente con el mar, que había diluido pasado y futuro. Solo el aquí y ahora, como un punto que se traslada infinitamente, fuera del tiempo y más allá del espacio, en el universo de cada eternidad. El hombre exiliado de la Tierra, con el único puerto de sí mismo, de cara a su soledad.
La propuesta de orar aparece, brota del conjunto. Todos se toman las manos y el círculo se cierra. Entonces sucede. Una nube de vapor asciende de los mamelucos. Todo se seca. El frío se aleja.
Compuestos los cuerpos, no hay nada que arranchar, nada que poner a son de mar, más que sus propias conciencias fragmentadas. Para eso, ningún artesano mejor que los elementos.
El viento de piedra continúa raspando, sacándoles filo. Los ha desbastado de a poco, quitando lo añadido, un maquillaje tras otro, y va quedando solo lo esencial. Ahora, a la sirga, arrastra los pensamientos, se los lleva, y la inmensidad se hunde en ellos ganándoles por dentro. Los márgenes se pierden. El sol, ausente en la bruma, lo encuentran mirando en su interior, y es allí donde pueden rescatarse. Descubren ese umbral donde se mezclan sus aguas con aguas de eternidad. O se sueltan al infinito, o siguen fragmentados, aislados entre alambradas de finitud.
La mente no suelta a sus rehenes, pero ellos le sueltan la mano que es su prolongación. En un motín a bordo, aquella pierde el timón. Al grito de “Santa María!”, es arrojada fuera del gomón. Arriado el velamen de la mente, navegan por fin a palo seco. De ir a la deriva han puesto proa al infinito. Solo olvidarse del velamen, y dejarse ir. El todo se hace cargo.
Son quince, sueltos de sí mismos, integrados al mar, pulsando al mismo ritmo, con el alma estirada, lisa, como un papel sopado de agua, casi invisible, en la superficie, del mismo color del cielo, fluyendo con el universo.
Así los encuentra el Kongo, buque surimero de mil quinientas toneladas, la noche del cuarto día. A metros de embestirlos, los va dejando de lado, sin poderlos ver ni escuchar. Están a ciento sesenta y tres millas náuticas de las islas argentinas que llaman “Las Malvinas”. Un japonés asomado a cubierta los descubre cuando están quedando atrás. Así los encuentran. Un pedacito de mar con una luna de sal como toda vela, enhebrados por el mástil de un rayo de luna.
Van, entre mundos, viajeros de una a otra eternidad.
* Nicolás Romano obtuvo, entre otros, el primer premio regional en el concurso “Alas y Letras” que realizó la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco y que dio lugar al libro Ballena varada, publicado por la Biblioteca Nacional; el primer premio de la región patagónica y mención nacional en el Concurso Nacional Docente que organizó la Carpa Blanca antes de disolverse; y el primer premio en el concurso organizado por la Universidad Nacional de Tierra del Fuego que dio lugar al libro Vidas urbanas. Relatos suyos fueron incluidos en diversas antologías y editados por el Plan de Lectura del Ministerio de Educación.
* Fotografía: Florencia Lobo, 2016.