De Rimbaud a la poesía del presente. Un ensayo de Alí Calderón para pensar las máscaras de la lírica actual.
- La destrucción fue mi Beatrice[1]
Es Croisset. Es viernes por la noche y es enero de 1852. Gustave Flaubert camina de un lado a otro en la huerta de su casa en busca de una palabra que perfectamente embone en el significado y ritmo de su frase. Trabaja una novela. La mot juste llega de pronto y antes de dormir redactará otra carta apasionada para Louise Colet. En ella va a contarle algo en lo que ha estado pensando obsesivamente: escribir un libro sobre nada:
Lo que me parece hermoso; lo que querría escribir, es un libro sobre nada; un libro sin ligadura exterior, que se mantuviera sólo por la fuerza interna del estilo, como se mantiene en el aire la tierra sin estar sostenida; un libro casi sin tema o en el cual el tema fuera poco menos que invisible, si esto puede ser. Las obras más hermosas son las que tienen menos materia (…) creo que el porvenir del arte está en esa orientación. (Flaubert 65)
Esto da cuenta de la sensibilidad del artista y el lector en la segunda mitad del siglo XIX: la cada vez mayor preocupación formal y, desde luego, el agotamiento estético del Romanticismo. En sus Souvenirs littéraires de 1892, Maxime Du Camp atribuirá a su amigo Gustave Flaubert la locución “el cáncer del lirismo” que será definido como un “sentimentalismo empático y pasado de moda” (Marchal 219).[2]
Paul Verlaine, al menos desde 1874 que escribe su “Art poétique”, pide a los poetas centrar su atención en la forma, en las marcas textuales del significante y en sus relaciones fónicas: “de la musique encore et toujours”. Es el tiempo en que dominan la escena simbolistas y parnasianos. En 1895, Stephane Mallarmé publica un artículo que será fundamental para la poesía siglo XX: Crise de vers. En él traza las preocupaciones de la poesía finisecular y aún de las futuras búsquedas de la Vanguardia: la desaparición del yo lírico y la pasión por la materialidad del lenguaje. Escribe ahí: “La obra pura implica la desaparición elocutoria del poeta, que cede la iniciativa a las palabras”. (121). Este movimiento gradual que va de la sensibilidad romántica a la fascinación por la materialidad del lenguaje, se concebía como una violenta perturbación de los valores o, como se le llamaba en la época, un bouleversement de la poésie. En Resistir. Insistencias sobre el presente poético, el crítico uruguayo Eduardo Milán lo explica del siguiente modo:
La “prosa” de la ciudad, el creciente proceso de urbanización, se oponía directamente a la poesía de lo sagrado, a la posibilidad del individuo de convocarse expresivamente. El proceso es claro: el yo del poeta se identifica con la conciencia desdichada del individuo frente al avance incontenido del prosaísmo. Como el poeta ya no puede dar batalla contra el mundo, la primera persona del singular, el hablante, desaparece debajo del texto poético. (49)
Esto sucederá, sin duda, en Un coup de dés, el poema fundacional, podría decirse, no sólo de una poesía del riesgo sino de la poesía contemporánea, entendida esta como un espacio de semiosis absoluta. Milán apunta:
Un coup de dés, poema en donde no sólo naufraga la escritura sino en donde el yo poético se hundirá. Un coup de dés, entre otras cosas, es el poema de la identidad perdida: el poeta desaparece y la escritura adquiere su propia identidad, se objetualiza al máximo. En el poema de Mallarmé ya están los cimientos de una escritura despersonalizada, leitmotiv de mucha de la mejor y más radical escritura contemporánea. Al perder persona el poema mallarmeano, la escritura se objetualiza: se vuelve referente de sí misma. (49-50)
No por nada el propio Octavio Paz escribió que “Mallarmé ofrece su poema nada menos que como el modelo de un género nuevo” (Paz El arco 270-271).
En su intento por trascender la noción de límite y negar o ejercer una crítica al arte del pasado, la Vanguardia atenta contra los códigos de género de la poesía. Sus procedimientos, y aún sus gestos, subvierten la prosodia, la sintaxis, el sentido de la poesía tradicional o, digamos, la apegada a las guías del decorum horaciano. Subvierten también el fundamento de la poesía lírica: el yo.
En 1920, Guillermo de Torre publica el “Manifiesto vertical”. Ese mismo año, y el siguiente, un Jorge Luis Borges despreciado por Vallejo terminará por darle forma a las nuevas ideas estéticas en “Al margen de la moderna lírica” y en “Ultraísmo”. Explica Saúl Yurkievich que en aquel tiempo, Borges “descarta tanto el sencillismo que renuncia a todo artificio retórico y que confunde el arte con expresión natural como la literatura egótica (…) También rechaza el narcisismo autobiográfico que cree en la ilusión de un yo claramente identificado” (274).
En Estados Unidos y en Inglaterra, el Modernismo, la Otra vanguardia, transitó un camino semejante. Desde 1912, Poetry: A magazine of verse, propagó en Estados Unidos una poética vinculada al tono coloquial de la conversación. Ezra Pound, a través de la Antología griega, actualizó ciertos valores de la lírica de Occidente: brevedad, economía verbal, apego a la circunstancia y al realismo. La emoción, el efecto patético, el movere, eran piedra de toque de sus reflexiones. Sin embargo, como advierte Kennet Rexroth, pocas veces se encontraba en Pound el “elemento personal” que confunde al sujeto del enunciado (actor) o al sujeto de la enunciación (enunciador) con el poeta mismo.[3] Por ello, no resulta extraño que, en pleno furor por el collage vanguardista y la apropiación, T.S. Eliot impusiera el “impersonalismo”. Continúa Rexroth y dice que, “Como Valery, Eliot proscribió la primera persona singular de la poesía y persuadió a todos sus discípulos y epígonos a seguirlo” (61).[4] En 1919, Eliot publicó “Tradition and the individual talent”. Ahí escribía que “el progreso de un artista constituye un ininterrumpido sacrificio personal, una constante extinción de la personalidad” (Eliot 23). A pesar de que, como sugiere Edward Hirsch, “La impersonalidad es un ideal que nunca puede ser completado enteramente” (A poet’s…303), estas ideas, de algún modo, dieron sustento al New criticism, una suerte de formalismo que dominó la poesía y la crítica norteamericana durante casi treinta años. El yo estaba en vías de desaparición.
- Claudia Argüello, enemiga de la Revolución.
En 1857, el fiscal Ernest Picard llevó a los tribunales dos obras raíz de la subjetividad moderna: Madame Bovary y Les fleurs du mal. Los condenó por su realismo. En la acusación contra el libro de Baudelaire se leía: “Su principio, su teoría, es mostrarlo todo. Se adentra en los pliegues más íntimos de la naturaleza humana. De modo vigoroso y vívido, exagera en lo grotesco”.[5] Al referirse a los seis poemas imputados, afirmaba que “conducen a la excitación de los sentidos por medio de un realismo grosero y ofensivo para el pudor”. Al paso del tiempo, eso grosero y ofensivo para el pudor evolucionó y se convirtió no sólo en la norma sino en lo deseable en poesía. Se convirtió, durante buena parte del siglo XX, en un estilo hegemónico y bien identificado, especialmente con una poética en lengua inglesa: el confesionalismo.
Al comentar la obra de Zbigniew Herbert, el poeta polaco Adam Zagajewski escribió “No, no era capaz de escribir a la americana confesando sus problemas y compartiendo sus penas con el lector” (128). Ese “a la americana” nos remite, invariablemente, a la poesía que, en 1959, el crítico norteamericano M.L. Rosenthal, llamó, a partir de su artículo “Poetry as confession”, Poesía confesional.[6] Rosenthal le pedía a los poemas invocar “el tipo de confesión más cruda” (Hirsch 125). Dar cuenta de humillaciones privadas, sufrimiento y problemas psicológicos era el fundamento de esta poética que, a fin de cuentas, según Rosenthal, no era otra cosa sino “una culminación de la tendencia romántica y moderna de situar al yo literal cada vez más en el centro” (125). Según Edward Hirsh, los poetas confesionales “colapsaron la distinción entre la persona y el escritor de modo que los lectores sentían que estaban realmente frente al verdadero Robert Lowell o la verdadera Sylvia Plath” (125).[7]
Esta suerte de “ilusión referencial” que identifica al autor del poema con el yo que habla y da cuenta de su experiencia o mundo interior es el fundamento del lirismo desde Arquíloco y especialmente desde Catulo. Según Billy Collins, “la actual preocupación por la experiencia personal en poesía inicia en 1798 con la publicación de las Baladas líricas” (83) de Wordsworth. El empleo de la dicción coloquial más la expresión directa de la personalidad y la atención en el detalle específico son los fundamentos de esta poética. Según Collins, es con Wordsworth que la “entidad del yo autobiográfico aparece en la escena y ya nunca sale de ella” (83). Establece, de este modo, un nuevo decoro. Por ello, resulta natural que, cuando en pleno furor romántico, Hegel dicta sus lecciones sobre estética (1818-1820), afirme que “el carácter de particularidad y de individualidad constituye la esencia de la poesía lírica” (81). Explica Hegel: “ya que la poesía lírica tiene por finalidad la expresión del sentimiento individual (…) todo emana del corazón y del alma del poeta” (82-83). Y abunda: “el elemento personal de la poesía lírica se revela más explícitamente cuando alguna circunstancia o situación real suministra al poeta la ocasión para desenvolver su propio pensamiento” (85). Tal era el sustento y el juego retórico de la poesía confesional y, desde luego de la poesía lírica toda: identificar al poeta con la voz del poema. Esto, sin duda, abría la posibilidad de generar un equívoco, la ambigüedad respecto a quién habla en el poema para producir, de este modo, un efecto de realidad. A veces esto se lograba a través de la construcción de lo que Julio Mas ha llamado “un falso confesional”.[8] Ya lo decía Ann Sexton: “Me encanta escribir en primera persona, sea o no sea yo. Confunde mucho a mis lectores” (2008). Y sin embargo, podemos aún hacer eco de las palabras del propio Robert Lowell: “¿por qué no contar qué sucedió?” (Hirsch 126).
En lengua española, el tono coloquial ligado al confesionalismo ha llegado a ser una suerte de norma estética. Entre 1952 y 1957, Ernesto Cardenal escribió los epigramas que luego serían publicados en México en 1961 generando una suerte de moda en torno al género. En el primer poema se leía:
Te doy, Claudia, estos versos, porque tú eres su dueña.
Los he escrito sencillos para que tú los entiendas.
Son para ti solamente, pero si a ti no te interesan,
un día se divulgarán tal vez por toda Hispanoamérica
y si al amor que los dictó, tú también lo desprecias,
otras soñarán con este amor que no fue para ellas.
Y tal vez veras, Claudia, que estos poemas,
(escritos para conquistarte a ti) despiertan
en otras parejas enamoradas que los lean
los besos que en ti no despertó el poeta. (15)
Uno de los postulados del exteriorismo de Cardenal es que “a la poesía le da mucha gracia la inclusión de nombres propios: nombres de ríos, de ciudades, de caseríos. Y nombres de personas” (Freidemberg 221). Cuando organicé en 2006 el Encuentro Iberoamericano de Poesía Ciudad de México, le pregunté a Ernesto Cardenal: ¿quién es la Claudia de sus poemas? ¿Existe? Me respondió: “Todavía vive, vive en Managua. Claudia Argüello, enemiga de la Revolución”. En el carácter tradicional del lirismo, entonces, “el sujeto lírico expresa la voz del poeta en su autenticidad, con lo cual la ficción queda excluida del ámbito de la poesía. De esta manera, el romanticismo presupone una transparencia entre el “yo lírico” y el “yo creador” (Ventura 253).
3 “El yo debe desaparecer, esfumarse”.
Sobre el lirismo. El crítico italiano Alfonso Berardinelli, al recordar a Auden, apunta que “la poesía aísla momentos de intensidad”. Edward Hirsch, afirma que “el poema lírico es una forma de comunicación altamente concentrada y apasionada” (Hirsch How to 4). En la tradición francesa, Jean-Michel Maulpoix cree que “el lirismo lleva a su más alto grado la capacidad poética de la lengua” (10) y, en su defensa del fervor, del estilo alto o elevado, Adam Zagajewski supone que es en virtud de ese lirismo que podemos acceder a lo sublime, a esa “chispa que salta del alma del escritor a la del lector” (41).[9] Y abunda: “porque lo que esperamos de la poesía no es el sarcasmo, la ironía, la distancia crítica, la sabia dialéctica ni el chiste inteligente (…) sino la visión, el fuego y la llama que acompaña los descubrimientos espirituales. En otros términos, lo que esperamos de la poesía es la poesía” (41). Se trata de una poética que exige el mayor voltaje lírico y que, de algún modo, deriva de las reflexiones de Robert Graves en La diosa blanca.[10]
En algún punto, el propio Zagajewski explica que la poesía es “uno de los vehículos más importantes que nos transportan hacían arriba” (26). Ese ir hacia arriba es el movimiento del ánima que pedían los clásicos al poema y que identificaban ya no con la ékplexis, el asombro, sino con el disturbio interior, con el énfasis retórico, con el pathos, con el motus animi.
El poema lírico en todas las épocas tiene la tarea de responder al cuestionamiento que se hace Charles Simic: “¿Puede el lenguaje hacer justicia a esos momentos en los que la conciencia se encuentra en un estadio superior?” (234). En la poesía hispanoamericana contemporánea, Efraín Bartolomé es uno de los pocos autores que alcanza de modo más o menos sostenido esta altura. Recurre a los procedimientos plenamente conocidos para generar el patetismo: isofonías (iteraciones fónicas: paranomasias, aliteraciones, asonancias) e isotaxías (repeticiones sintácticas: anáfora, epifora, complexio). Así, en Cuadernos contra el ángel, publicado en 1987, podemos leer:
Qué hombre tan solo soy qué corazón en llamas
Pero no es esto lo que quiero decir no es esto lo que duele
no es esto lo que quema los nervios lo que raspa los huesos
lo que corta la sangre con un ácido negro
Qué tensión en las fibras de mi pequeño corazón
Qué derrumbe brutal de breves pájaros envenenados
Qué río gris de ratas escarbando en mi sueño
Basta!
le digo a la pesada piedra con que escribo
Basta!
al elogio obsceno y a su lengua de nada
a la caricia y su llama compasiva
Basta!
a la lengua impura y su espejismo
al aire podridísimo
Basta!
le digo al perro que me muerde
Es decir a mí mismo
Es decir
a la noche
al amor último
al sueño destilado (180)
La poesía de Bartolomé simboliza la defensa de un modo de concebir el género. Sin embargo, los hábitos de lectura y recepción de las obras a partir de la Vanguardia han mostrado un “rechazo espontáneo del patetismo y la sublimidad” (Zagajewski 17). Esto sucede porque, según Zagajewski, vivimos en una época “poco heroica” en la que “el estilo bajo, irónico, coloquial, llano, menudo y minimalista (…) nace precisamente del resentimiento, de una reacción a nuestros grandilocuentes predecesores” (53).[11]
Como resulta natural, toda forma literaria, al constituirse canon o preceptiva, se distiende y queda desprovista de tensión. Después de repetirse durante casi cincuenta años, el coloquialismo confesional devino fórmula. Al ponderar una poesía del riesgo, es decir, una poesía diferente a la fórmula canónica, al lugar estético seguro, Eduardo Milán, habla de “la pacificación de la poesía actual sumergida en el demonio retroactivo del yo como medida de todas las cosas, como si el yo, en poesía, fuera realmente quien hablara. La poesía actual es el imperio de la anécdota, el imperio de la confesión que trata de convertir al lector en un sacerdote de domingo” (Milán 65).
Este agotamiento estético supuso la aparición de numerosas perspectivas que atacaron tanto al coloquialismo como al discurso confesional. En Estados Unidos, por ejemplo, la crítica se ejerció desde la llamada Language poetry.[12] Charles Bernstein, uno de los notables del movimiento, inicia su análisis con una concesión. Dice: “Que la escritura sea en algunos sentidos la exploración y revelación de aquello que es privado parece estar en el corazón del deseo de escribir poesía” (66). E inmediatamente, atendiendo al horizonte de expectativas que generan estos discursos corrige:
Las personas evidentemente tenían, como ya no tienen hoy en día, la capacidad para asombrarse por los detalles de la vida privada de una persona. Pero ahora este tipo de detalles inundan el mercado del artefacto literario; confesiones que van de lo más repulsivo a lo más angelical son el diario devenir de lo que leemos y escuchamos, aparentemente no hay un solo hecho personal que se mantenga privado (…) Dichas confesiones toman un estilo y un contenido mayormente predecible, mayormente, en un sentido, “ya publicitado”. (67)
Esa visión del yo auto-centrado, dueño de un universo cognoscitivo único que se impone a los lectores, fue cuestionado desde diversos sitios. El correlato en lengua española de la Language poetry, también reacción al coloquialismo confesional, era el neobarroso o neobarroco del Medusario. Muestra de poesía latinoamericana.[13] En su introducción, Perlongher apuntaba, desde luego, a la materialidad del lenguaje. Escribía que el neobarroco “no es una poesía del yo sino de la aniquilación del yo. Libera el florilegio líquido (siempre fluyente) de los versos de la sujeción al imperio romántico de un yo lírico. Se tiende a la inmanencia” (20). El neobarroco suprime al sujeto lírico del poema identificado plenamente con su autor en favor de “una indetenible subversión referencial”.
Así las cosas, del Romanticismo a esta parte, se advierte, con alguna nitidez, la existencia de dos poéticas fundamentales: una que centra su atención en el lirismo, es decir, en situar al sujeto como centro de la experiencia e identificar su enunciación con la del autor y, por otro lado, una poética de carácter experimental preocupada especialmente por la materialidad del lenguaje. En la tradición crítica norteamericana, Tony Hoagland lo explica del siguiente modo: “el mundo de los poemas podría estar dividido en dos grandes campos: el poema forjado al modo clásico, bien portado, proporcionado y el poema subversivo: deformado, desequilibrado, loco” (Real 107).[14] En Francia, Jérôme Game expone esta bifurcación en los siguientes términos: “Desde el yo es otro de Rimbaud y el impersonal mallarmeano, muchos caminos de escritura han sido trazados (…) Hay dos grandes tipos de poesía que llamaremos poética del sujeto y poética del evento” (21)[15]. Una vez más, lirismo en tensión con la materialidad del lenguaje.[16] Para solventar este conflicto, Cole Swensen ha acuñado el concepto: hybrid poetry que integra ambas posiciones.[17]
- ¿Quién habla en el poema?
Uno de los problemas en torno a los cuales gira el lirismo es el de las instancias productoras del discurso: ¿quién habla en el poema? ¿El autor-persona, el autor modelo, el sujeto de la enunciación, el sujeto del enunciado?
El género nació con Aquíloco en Grecia y adquirió carta de naturalidad con Catulo en Roma.[18] Existía plena identificación entre el sujeto lírico y el autor. “Implícita o explícitamente, el hablante en un poema lírico es un Yo” (Blasiing 27), dice Motlu Konuk Blasing. Como explica Lorena Ventura, “quien detentaba la palabra en un poema se constituía también como actor único de su discurso” (249). Este es, por ejemplo, el tipo de “yo” que se advierte en la poesía romántica a la Wordsworth y en la poesía confesional.
Los enfoques críticos de raigambre estructural introdujeron dos nociones que problematizaron las ideas sobre la emisión del discurso: sujeto de la enunciación y autor modelo. Benveniste define la enunciación como “ese poner a funcionar la lengua por un acto individual de utilización” (83). Así, la enunciación es resultado de la tensión entre el código y quien lo emplea, quien habla. Continúa Benveniste: “el locutor se apropia del aparato formal de la lengua y enuncia su posición de locutor” (88). De este modo, el enunciador, implícito, es responsable de la producción del enunciado.
En el marco de los discursos artísticos, una figura más o menos equivalente es la de “Autor modelo”. Al ser una instancia virtual, este “emisor del discurso estético es una estrategia de organización de la articulación del sentido” (Prada 89), una serie de mecanismos semióticos y elecciones formales que podríamos llamar “inteligencia de construcción” o, incluso, “estilo”. Umberto Eco lo explica con claridad:
El modo de formar no atañe ya solamente al léxico o a la sintaxis (como puede suceder con la estilística), sino a todas las estrategias semióticas que se desenvuelven tanto en la superficie como en las profundidades siguiendo las nervaduras de un texto. Pertenecerán al estilo (como modo de formar) no sólo el uso de la lengua (o de los colores, o de los sonidos, según los sistemas o universos semióticos), sino también el modo de disponer las estructuras narrativas, de bosquejar personajes, de articular puntos de vista (…) Hablar del estilo significa, pues, hablar de cómo está hecha la obra, mostrar cómo ha ido haciéndose, mostrar por qué se ofrece a un determinado tipo de recepción, y cómo y por qué la suscita. (…) Sólo identificando, persiguiendo y desnudando las supremas maquinaciones del estilo se podrá decir por qué esa obra es bella. (Eco 172-173)
Centrados ya en el plano de la inmanencia, el autor de carne y hueso pasa a segundo plano. El autor modelo, esa inteligencia de construcción adquiere el protagonismo y elige emplear, por ejemplo, la primera persona. Esta elección formal, desde luego, suscita muchas otras elecciones: la construcción de una voz, de una determinada perspectiva, etc.[19] Esta elección de la primera persona, explica Michal Glowinsky es, de principio a fin, ante todo, “una lucha por la autenticidad” (240). Escribir desde el yo implica de suyo construir la ilusión y la atmósfera de la referencialidad, esto es, de la intimidad, de la sinceridad, de la confesión. Ya pensaba Baudelaire, desde 1865, que “la melancolía es la fuente de toda poesía sincera” (Benjamin 259). Así las cosas, “el yo que habla en un poema proyecta en el enunciado a un yo que actúa, a la manera de un narrador-personaje. Es tan estrecha la distancia entre ambos, que a menudo suele confundirse al primero –sujeto de la enunciación– con el segundo –sujeto del enunciado–” (Ventura 249). En el género lírico existe entonces una suerte de efecto niebla respecto a quién emite el discurso. La ambigüedad entre las diferentes instancias productoras permite un juego sugerencias y conjeturas que altera las expectativas o las certezas del lector.
La construcción de todo discurso manifiesta siempre un lirismo implícito, la presencia de una “subjetividad constructora”. Si la realidad es un continuum, esa presencia, según sus particulares criterios de selección, se apropia de algunos de elementos de esa realidad y, a manera de un collage, siguiendo tales o cuales principios de combinación, presenta el texto.[20] Jean Michel Maupoix lo pone en otros términos: “el poeta practica de modo asiduo el cortar y pegar: se destaca en el arte de dar lugar a los escombros” (58).
Motlu Konuk Blasing sostiene que “el sujeto lírico es la construcción retórica de una voz que depende de un auditor; el Yo es una construcción social e histórica” (Blasing 31). El sujeto lírico como constructor y construcción, además, piensa Blasing, tiene por referente “no a una entidad individual preexistente que podemos ver o imaginar sino a un Yo que debe ser escuchado en tanto elector de palabras, sonido con la intencionalidad de portar sentido” (31).[21] Y abunda:
La figura del Yo lírico gobierna estas operaciones intencionales: figura el lenguaje, metaforiza, conmueve y motiva (fenómenos acústicos como fenómenos de significado y viceversa). El vacío entre las operaciones sistémicas de sonido y sentido (o de sonido como sensación oral-aural y de sonido como sentido) es el sitio del Sujeto, un agente verbal, una voz audible. En otro nivel, el Yo habita el vacío entre el orden formal (lo fónico, métrico y gramatical) y el contenido semántico y proposicional. (29)
El Yo, el Sujeto lírico, por tanto, es esa conciencia de construcción, ese punto difuso entre la inventio y la dispositio del que emerge el sentido. Es una posición respecto a los objetos del mundo. Se actualiza en su intencionalidad, esto es, en su empleo de la lengua, en su deseo de generar un efecto determinado. De modo semejante lo explica Henri Meschonnic: “El sujeto del poema es la subjetivación generalizada en un sistema de discurso” (60).
- ¿Qué se dice cuando se dice yo?
Uno de los principios constitutivos de los discursos estéticos es que establecen relaciones miméticas con la realidad. En “Los signos en rotación”, un ensayo que apareció en 1965 y que fue incorporado a El arco y la lira, Paz escribe: “quizá no sea del todo temerario describir algunas de las circunstancias a que se enfrentan los nuevos poetas. Una es la pérdida de la imagen el mundo” (Paz El arco 260). Si, como sugiere Paz, el mundo ha dejado de tener un centro, se ha quebrantado la cohesión de esa imagen de mundo, entonces, en lo sucesivo, la poesía será el canto de esos fragmentos inconexos o no será. Si se ha perdido la imagen del mundo, ¿se estrella también la imagen que la poesía tiene de sí misma? ¿Se altera incluso la noción de sujeto?
Luis García Montero ha planteado, a mi parecer, el cuestionamiento fundamental para lírica contemporánea: ¿qué se dice cuando se dice yo? Charles Simic ha escrito que “la forma no es un molde sino una imagen, es la manera por la que mi interioridad busca hacerse visible” (19). Si seguimos esta idea, podemos preguntarnos también cuáles son las formas que adopta la subjetividad contemporánea considerando, con el crítico italiano Alfonso Berardinelli, que “el juego de espejos en el que el yo se fracciona y se reconstruye es también el juego a través del cual el mundo se refleja en el yo sin adquirir unidad y univocidad” (Berardinelli Círculo de poesía).
El poeta y crítico francés Dominique Fourcade ha descrito la experiencia poética como “desestabilización de la subjetividad tradicional” (Game 21) y el propio Simic afirma que “la intención de cada poema es desorientar brutalmente al lector” (31), “derrotar constantemente las expectativas” (32). Y sin embargo, ¿cómo pueden lograr esa desorientación las escrituras del “yo”, tan ligadas al predecible coloquialismo y a la vacilación entre lo testimonial y lo fictivo? Pienso, con Lorena Ventura, que “el pronombre “yo”, lejos de designar una entidad unitaria y homogénea, se ha convertido para los poetas de la modernidad en una mera ilusión gramatical, detrás de la cual encontramos un sujeto fragmentado, desdoblado, multiplicado, unificado por el rasgo de la voz” (259).
Al lirismo contemporáneo, Jean-Michel Maulpoix lo ha llamado crítico. En este lirismo crítico, “el sujeto asiste a un diálogo interior donde se manifiestan su división y desorientación. La primera persona ya no expresa sus sentimientos sino que refiere la extrañeza” (38). De este modo, explica el crítico francés, “el lirismo traza su camino entre las incertidumbres y las contradicciones” (93). Se trata de un lirismo crítico, dice Maulpoix, que “prefiere profundizar antes que elevarse, que se cuestiona más de lo que se celebra. Crítica es esa escritura que regresa ansiosamente sobre sí misma antes de celebrarse en la imprudencia. Y sin embargo es lírica porque las cuestiones que plantea aparecen como indisociables de la emoción de un sujeto y de la circunstancia vivida” (21). El lirismo crítico, entonces, parece ser uno de los múltiples rostros de la escritura híbrida de nuestro tiempo. Estamos ante una escritura constructiva, para ponerlo en términos de Bernstein, que, al propio tiempo, considera fundamentales al yo, a la emoción y al sustrato referencial, al establecimiento de un puente con el mundo.[22]
- Yo es otro.
La imagen del mundo, dice Paz, se ha quebrado. El relato moderno se agotó en la segunda mitad del siglo XX y le sobreviven múltiples visiones de mundo, ninguna dominante. No existe más la historia unitaria. Vivimos una época de verdades débiles. El yo es débil también. Las certezas han caído. La fragilidad del yo se manifiesta, fundamentalmente, en su heterogeneidad. Esa multiplicidad se hace visible, por ejemplo, en los diferentes modos en que la primera persona es empleada en la poesía contemporánea. El Yo de nuestro tiempo emerge de la massa confusa junguiana, es decir, es resultado de la suma de experiencias técnicas de todos los tiempos; en él se resume la tradición y está en tensiones continuas con la innovación no sólo de lenguajes literarios sino con su empleo en los más variados soportes. “La poesía carga con su pasado y lo mantiene vivo en el presente” (Bloom 16) diría Harold Bloom. Jean Michel Maulpoix, en “La quatrième personne du singulier” lo pone en otros términos:
El Sujeto lírico moderno es un hombre compuesto por muchos hombres (…) toma el aspecto de una hiperbólica acumulación de fragmentos identitarios: tiene, a la vez, la edad de Homero y de Rimbaud, el aroma de Baudelaire y el cráneo de Verlaine, el ojo de Valéry, las espaldas de René Char, el brazo roto de Michaux, el sexo de Victor, la glotis de Mallarmé y el pezón de Louise Labé… El sujeto lírico moderno sería poeta por acumulación… (Maulpoix “La quatrieme…” 148)
En otro momento, escribe Maulpoix que “el sujeto lírico se establece como medio” (150), que “el sujeto lírico es un potencial de figuras. Un Yo empoderado en virtud de sus energías y sus posibilidades” (152). Sostiene, asimismo, que lo propio del sujeto es “establecer un sitio singular frente al objeto” (156). Dado lo anterior, el Yo, el sujeto lírico (el Autor modelo pensaría yo), “es un lugar articulatorio que subsiste o que se reconstituye por debajo de la “desaparición elocutoria del poeta” (155). Es, en un poema, su inteligencia de construcción.
Puesto que Yo es Otros[23], y que el lirismo contemporáneo depende de las distintas situaciones de enunciación, podemos recordar a Diana Bellessi cuando escribe que “el yo se despliega en una vasta producción travesti de iconografías, es otro a través de sus máscaras” (Bellessi 17).
En la poesía contemporánea, me parece, son distinguibles al menos seis máscaras, seis situaciones de enunciación: 1) el monólogo dramático, 2) el poema sin mediación, 3) el poema de ilusión referencial, 4) el poema fervososo, 5) el poema de desorientación, 6) el yo histórico y 7) la autoficción. Estas serán abordadas en un texto ulterior.
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[1] Escrito esto en una carta de Mallarmé, fechada en 1867, y en la que declara “haber creado su obra exclusivamente a base de destrucción” (Friedrich 200).
[2] Según recuerda Du Camp, Flaubert le dijo: “J’étais invahi par le cancer du lyrisme, vous m’avez opéré; il n’était que le temps, mais j’en ai crié de doleur” (Du Camp 317). A partir de este punto, todas las traducciones de libros en francés o en inglés son mías.
[3] Al referirse al autor de los Cantos, Rexroth escribe que “en toda su obra difícilmente se encuentra un solo reflejo de lo que la jerga filosófica denomina inter e infra subjetividad” (64)
[4] En la tradición francesa, Paul Valery, sofistica el discurso de Mallarmé y supone que “todo puede convertirse en objeto: por ejemplo nuestra personalidad” (Raymond 130). Abunda y dice que el hombre de espíritu “debe, en fin, reducirse conscientemente a negarse, indefinidamente, a ser lo que fuere” (131). En esta reflexión francesa en torno a la impersonalidad, Valery supone que “Yo no es ni alguien ni otro: el olvido hace comprender que yo no es nadie” (133). Posiblemente este sea el origen de algunos poemas mexicanos, concretamente de Villaurrutia. Pienso ahora en el “Nocturno eterno” y en su poética de la desaparición, de la reducción a nada.
[5] En el original se lee: “Son principe, sa théorie, c’est de tout peindre, de tout mettre à nu. Il fouillera la nature humaine dans ses replis les plus intimes; il aura, pour la rendre, des tons vigoureux et saisissants, il l’exagérera surtout dans ses côtés hideux ; il la grossira outre mesure, afin de créer l’impression, la sensation”.
[6] Los poetas identificados con la poesía confesional son Robert Lowell, Anne Sexton, Sylvia Plath, Theodore Roethke, John Berryman, Randall Jarrell y aún Allen Ginsberg.
[7] Ligada al coloquialismo, en mi conjetura, la poética confesional se extendió en lengua española gracias a la publicación de Espejo (1933) de Salvador Novo quien, además, había traducido por primera vez al español a los nuevos poetas norteamericanos a instancias de Pedro Henríquez Ureña. De este modo, popularizó una nueva sentencia estética: escribir como se habla. El tono confesional, desde luego, es anterior y se observa ya con mucha claridad en algunas prosas de López Velarde. Ejemplo claro de ello es “Mi pecado”.
[8] Explica Mas en su introducción a la poesía de Ann Sexton: “Como es bien conocido, para Foucault el confesionalismo es una técnica, casi podríamos hablar de una retórica ritual, para producir verdad. En otras palabras, el yo poético es un sujeto poético más, tan verdadero o falso como puede ser el tú, la tercera persona o cualquier otra. Se utilizan las mismas técnicas retóricas de la autobiografía pero se construye una ficción”. (Sexton 2008)
[9] Ya Friedrich Schlegel, en pleno furor romántico, y vinculado a la noción de lirismo como urgencia interior, sostenía que “a este caos de sentimientos y pensamientos divinos lo llamamos entusiasmo” (Safranski 123). Y continúa: “Es el Dios en nosotros, que no es otra cosa que el individuo mismo en la suprema potencia” (123).
[10] Borges reconoció esta manera de lo poético en “Poesía y arrabal”. Escribe: “Se trata de una cita de Bernard Shaw. A este le preguntaron “Usted cree realmente que el Espíritu Santo ha escrito la Biblia?” Y Bernard Shaw contestó: “No sólo la Biblia sino todos los libros que vale la pena releer”. Es decir, para Bernard Shaw, el Espíritu Santo es lo que antiguamente llamaban la musa” (Borges 13). Robert Graves explica que “el motivo de que los pelos se ericen, los ojos se humedezcan, la garganta se contraiga, la piel hormiguee y la espina dorsal se estremezca cuando se escribe o se lee un verdadero poema, es que un verdadero poema es necesariamente una invocación de la diosa blanca, o musa, o madre, etc.” (Graves 29). Se refieren, naturalmente, al extrañamiento, a eso que ya Longino había referido en De lo sublime: “lo sublime que irrumpe en sazón devasta como un rayo todo lo establecido y muestra en su plenitud el poder del orador” (Longino 7). Este fenómeno es explicado por Iuri Lotman, desde la semiótica, en Estructura del lenguaje artístico: “Una vez que se ha descifrado el mensaje y comprendido el texto, ya no queda nada que hacer con éste. Sin embargo, continuamos viendo, oyendo, sintiendo y experimentando alegría o dolor independientemente de que hayamos entendido o no su significado” (Lotman 79-80). Sobre este extrañamiento abunda al explicar que: “el placer físico tiende a ser duradero, puesto que trata de información extrasemiótica, en la cual la expresión misma (su actuación sobre los sentidos) es portadora de significado. El arte, por un lado, transforma el material no semiótico en signos capaces de producir gozo intelectual y, por otro, construye con los signos una realidad pseudofísica de segundo orden, convirtiendo el texto semiótico en un tejido cuasimaterial capaz de producir placer físico (80).
[11] La crítica del estilo sublime se emprende, incluso, desde posiciones que defienden el lirismo. Así, Jean Michel Maulpoix, en pour un lyrisme critique, escribe que “el poema ha perdido altitud (…) Un lirismo empobrecido habla por lo bajo y da cuenta de los objetos más humildes de la existencia cotidiana” (22). Y, al explicar su noción de lirismo crítico, dice: “cuando se hace crítico, el lirismo busca precisión de la voz, opuesta del todo a los excesos del pathos y el énfasis” (31). Por ello, no resulta extraño que, al pensar la obra de Bartolomé, un crítico como Evodio Escalante abomine del yo-sublime: “Efraín Bartolomé, sería el ejemplo más contundente de un poeta que basa toda la eficacia de su verso en la enunciación personal. A Efraín Bartolomé le habla directamente la diosa de la poesía, y él lo único que hace es seguir su dictado. Así lo dice Bartolomé entrevistado por Marco Antonio Campos: “El poeta es un elegido por la diosa para que hable a sus hermanos en nombre de todos ellos.” Abro un poco al azar un libro de poemas de Bartolomé y encuentro esta declaración: “Soy un poeta: soy una veta de oro/ escondida en el pecho de mi generación.” ¡Enorme! Confieso que a mí me satura y me cansa esta poesía egocéntrica, que radica su presunta eficacia en las inefables epifanías de un yo que por lo visto nunca corre riesgos”. (Escalante La jornada semanal).
[12] Cole Swensen explica que “los poetas del lenguaje, quienes, como Robert Graner señaló en su famoso “I HATE SPEECH!” rechazan el permanente énfasis en la oralidad que se deriva de los beats y de la Escuela de Nueva York, y cuestionan el lenguaje natural de los post-confesionalistas cuestionando su “falta de naturalidad” (…) en cambio se concentran en la superficie del texto, enfatizan su materialidad” (75).
[13] Maurizio Medo explica en la introducción de la antología País imaginario. Escrituras y transtextos, 1960-1979, que “mientras el discurso heredado a los 60 y 70 (el coloquialismo, “poesía cotidiana”, término acuñado por Roberto Fernández Retamar) repetía una y otra vez los mismos procedimientos que le valieron para constituirse como un eje modal, todos ellos carentes de la necesaria sorpresa, hasta quedar reducido a una escritura saturada por el lugar común. Este tipo de discurso temeroso de las zonas oscuras del lenguaje, que se esmeraba en no resultar demasiado dificultoso, sea para la enunciación como para la interpretación de su mensaje (…), podría explicar de algún modo el surgimiento de la poesía neobarroca” (15).
[14] Hoagland hace derivar estas dos poéticas de Wordsworth, por un lado, y de Stevens del otro. Escribe: “He aquí dos definiciones reconocidas sobre lo que es un poema y lo que hace; una de ellas pertenece a Wordsworth y la otra a Stevens.
TIPO A) La poesía es el desbordamiento espontáneo de sensaciones potentes que encuentran su origen en una emoción albergada en la tranquilidad.
TIPO B) El poema debe resistir a la inteligencia/ casi siempre exitosamente.
(…) Wordsworth, sugiere que la poesía resulta de la perspectiva acumulada a partir de la experiencia primaria. Así, el poder de las emociones, puede ser recolectado, revivido, traducido y digerido en el laboratorio de control del poema, y de este modo forzosamente tal poema construye perspectivas para el lector. (…) Stevens sugiere que un buen poema (como parte de su proceso) resiste, tuerce y enreda al lector (quizá también al poeta) en una relación cuyas perspectivas son desafiantes y de ninguna manera seguras” (Hoagland “Reconocimiento…” 51).
[15] La poética del sujeto, dice Game, ha sido teorizada por Jean-Muchel Maulpoix y consiste esencialmente en “decir la vida: un alma habla, se manifiesta y, al hacerlo, da cuenta del mundo” (21). Por otro lado, la poética del evento, en vez de decir la vida, “es una producción, una composición” (21), “un orden superior, una conciencia impersonal superior” (22).
[16] La poeta argentina Diana Bellessi da cuenta de esta tensión entre poéticas en torno al tema del yo del siguiente modo: “La historia de la lírica parece referir a ciertos tópicos desplegados en el poema con relación a la presencia de la subjetividad. Así, lejos de sostener un yo inalterado, carga con todas sus transformaciones; incluso las de un yo que se desarma a sí mismo, que actúa descreyendo de su unidad, descreyendo de su identidad (…) Todos sabemos que el yo lírico es una construcción, pero mientras algunos pretenden disolverlo, otros lo afirman en su rearmado” (Bellessi 70).
[17] Explica Swensen que “como producto de estas tradiciones contradictorias, los escritores de hoy, a menudo, toman aspectos de dos o más tradiciones para crear poesía que es verdaderamente posmoderna en el sentido de que se trata de una mezcla impredecible y sin precedentes” (76).
[18] Joan Aleshire sostiene que, “como reacción a la épica, lo lírico puede ser visto como antiheroico, realista e idiosincrático (…) el elemento narrativo nunca desaparece de la lírica” (20). Arquíloco, dice Aleshire, “da cuenta por primera vez de lo individual: el aquí, el ahora, el yo” (21). En su poesía está la raíz de los valores del género: “El lenguaje de Arquíloco era coloquial, claro y parecía caer de modo natural en el ritmo” (21). Mark Strand, al referirse a la lírica, explica que “cuando digo poemas líricos me refiero a poemas que manifiestan propiedades musicales pero que están hechos para ser leídos o hablados, no cantados. Normalmente son breves, raramente exceden una o dos páginas, y manifiestan cierto grado de intensidad emocional o una urgencia que daría cuenta del para qué fueron escritos. Los mejores hablan de lo sombrío, de lo efímero y lo hacen de un modo claro y comprensible” (Strand XXII). Este carácter realista del poema lírico es ratificado por el poeta Charles Simic al decir “¿Qué es un poema lírico sino la recreación de la experiencia del ser?” (Simic 238).
[19] El lirismo contemporáneo dependería, ante todo, del trabajo constructivo de un locutor que aquí llamaremos autor modelo. Es el responsable de la producción de estímulos lingüísticos que generarán efectos anímicos. Es el responsable de las elecciones formales. Lotman lo explica del siguiente modo: “La elección, por parte del escritor, de un determinado género, estilo o tendencia artística supone asimismo una elección del lenguaje en el que piensa hablar con el lector. Este lenguaje forma parte de una compleja jerarquía de lenguajes artísticos de una época dada, de una cultura dada, de un pueblo dado o de una humanidad dada”. (Lotman Estructura 30). Blasing retoma la idea y dice que “el poeta trata con material personal y lenguajes públicos tales como la lógica fonológica, sintáctica y semántica de la lengua, la historia y las convenciones del género en el idioma particular, y la red de los muchos discursos y formas coloquiales de su espacio y época. En las palabras del Yo-textual, esos lenguajes se hacen audibles” (33).
[20] Ya Stendhal pensaba que “la literatura es el arte de seleccionar y que su primer mandamiento es laisser de côté, de dejar de lado lo innecesario” (Zagajewski 137).
[21] Ante esta necesidad de ser escuchado en tanto manifestación, afirma Blasing que “si el sujeto es un objeto verbal que es, sobre todo, sonidos, es un evento acústico” (30). Muy cercano a esta posición, Henri Meschonnic, en la tradición francesa, afirma que “si el sentido es una actividad del sujeto, si el ritmo es una organización del sentido en el discurso, el ritmo es necesariamente una organización o configuración del sujeto en su discurso. Una teoría del ritmo en el discurso es entonces una teoría del sujeto en el lenguaje” (Meschonnic 71).
[22] Charles Bernstein explica su concepto: “Por constructivo, en parte me quiero referir a ciertas radicalidades o extremos en la estrategia de composición que tienden a incrementar el sentido artefactual y no naturalista del poema” (62).
[23] Yo es Otros, así, en plural. Ya lo intuía Néstor Perlongher. En un texto sobre Alambres, en 1988, decía: “Si no hay un yo –reza el rizoma de las Mil Mesetas–, si somos todas multiplicidades, verdaderas poblaciones, masas de devenires: nutrias, osos, prostitutas paulistas en la flor de un bretel, Delias de rímel descorrido, Etheles, rosas a la caza de un Grossman perdido en Luxemburgo, la primera pregunta es: ¿quién escribe? ¿quién habla? O: ¿de parte de quién? Si somos tantos, vamos, lo simple se complica –si hablar de uno es perorar acerca de un irreductible múltiple” (Perlongher 139).
Alí Calderón (Ciudad de México, 1982) es poeta y escribe crítica de poesía. Doctor en Letras por la UNAM. Es codirector de la editorial Valparaíso México y director de Círculo de Poesía. Revista electrónica de literatura. Fue codirector del Encuentro Internacional de Poesía Ciudad de México. Ha recibido distinciones como el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde y la beca de la primera generación de la Fundación para las Letras Mexicanas. Sus libros de crítica más recientes son Reinventar el lirismo. Problemas actuales de poética (España, 2015; México, 2016) y Del poema al transtexto. Ensayos para leer poesía mexicana (Colombia, 2015). En España, Visor publicó su más reciente libro de poemas, Las correspondencias (2015), y en Argentina el suri porfiado publicó una antología de sus textos poéticos, Perseguir la sombra (2015) Actualmente es profesor del Doctorado y la Maestría en Literatura Hispanoamericana de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.