Una buena escritora, una de verdad, se mete en la piel del otro y no juzga, no condena. Por eso mismo no puede decirse que una escritora sea o se sienta Dios, porque Él sí juzga y condena, quien quiera que sea ese Ser y se llame como se llame.
Esto es lo que piensa la escritora que nos incumbe. Ella lo intenta, al menos: meterse en la piel del otro. Y recuerda a su madre –quien también incursionaba en esas aguas ambiguas llamadas literatura– cuando cierta tarde le confesó que había abandonado a la maestra de meditación trascendental hindú (qué tiempos aquellos) porque, aclaró la madre, Cuando me muera me pego el gran susto si viene a buscarme un dios azul de seis brazos o uno con trompa de elefante, no estoy acostumbrada a figuras así, yo quiero que me busquen mis santitos, los que conozco tan bien; qué cuernos. Esto último no lo dijo la madre pero resonó en sus palabras.
Y la hija pensó que por su parte ella no quería que la buscara nadie a la hora de la muerte, le resultaba mil veces preferible que la dejaran disolverse en paz en el cosmos y ser parte de la energía, sin ciencia ni conciencia. Cada una a lo suyo, y quizá de eso se trate, el Más Allá: de encontrarse con lo que una cree y punto.
Pero quizá no. Por eso, cuando le contaron la historia del violinista y el soldado en Terezin, empezó a barajar las posibilidades. Conjeturas, más bien.
La historia es la siguiente:
Es sabido que el campo de concentración de Theresienstadt fue usado por los nazis como “campo modelo” para demostrarle a los visitantes extranjeros lo bien que ellos trataban a los judíos. Dejaron allí a los más conspicuos prisioneros –al resto los deportaron a Auschwitz—y cada tanto organizaban algún evento cultural y hasta ofrecían conciertos entregándoles a los músicos allí encerrados sus instrumentos, por un rato. Ago sencillo y emotivo que duraba un par de horas antes de devolver a los músicos al espanto habitual del lager.
Un amigo de amigos de la escritora a quien le cuentan la historia les contó todo eso, y también que cuando entraron los aliados y por fin después de años se abrieron de par en par los altísimos portones del campo de concentración y los que pudieron y todavía tenían un resto de fuerzas salieron a la disparada y otros salieron arrastrándose, el amigo de los amigos que era violinista, que había sido un niño prodigio violinista y aterrizó en Theresienstadt de la peor manera pero cada tanto recuperaba su violín para alguna sonata, ese día de la salvación se quedó demorado, no entendiendo bien por qué, o más bien sabiendo que quería salir al son de los acordes del tercer movimiento del Concierto para Violín en re mayor opus 61, el único concierto para violín del gran Beethoven. Necesitaba recuperar en su memoria los sones de esa felicidad del rondó, el allegro que lo acompañaría en la salida como lo acompañó en su primer concierto en la ópera de Varsovia cuando era tan joven. Y no podía recordar la partitura. Y no podía recordarla y sus pasos lo iban arrastrando hacia fuera de Theresienstadt casi a su pesar, y no podía pensar en otra cosa más allá del intento de recuperar esa música en la cual arroparse al salir; tan concentrado iba que no se dio cuenta de haber traspasado las pesadas puertas y la tenaz alambrada de Theresienstadt, y sólo recuperó su aquí y ahora del ahí y entonces al ver el ojo único de un fusil que lo estaba apuntando. Frente a él había un joven soldado algo maltrecho pero firme, y lo apuntaba. Nuestro violinista sólo vio el fusil, ese ojos de un caño por el cual deslizarse y perderse y así de golpe le volvió a la memoria la música celestial. La partitura olvidada y festiva estalló en su cerebro, iluminándolo, y sus ojos llenos de luz se toparon con los del joven soldado, y el soldado algo entendió o captó, porque bajando el arma le dijo ¡Huye, cerdo! como una imprecación.
La escritora más tarde recapitula la historia y sabe que la posición del violinista resulta bella e incuestionable, pero tomando al soldado como personaje la historia puede presentar muy diversas facetas; conviene analizarla desde varios puntos de vista y tratar de sacar alguna conclusión. Por eso mismo decide meterse en la piel del otro, pero no elige ni al violinista ni al joven soldado nazi, aunque al soldado sí, lateralmente. Decide más bien meterse en la piel del Otro con mayúscula, de Aquél con el cual el soldado habría de enfrentarse después de muerto.
Todas conjeturas, posibilidades, porque ¿qué podemos saber nosotros pobres humanos de lo que nos espera una vez que hayamos cruzado el umbral dejando atrás esto que llamamos vida? Son múltiples las opciones que se ofrecen desde acá, en el supermercado de creencias a cuyas góndolas acudimos, y a veces hasta creemos tener poder de elección y nos aferramos a una de ellas –nos compramos una creencia y la tallamos a nuestra medida y nos abocamos a ella con esperanzas de ganar un lugarcito cálido y protegido cuando hayamos abandonado este valle de lágrimas, definido así casi siempre por los vendedores de creencias.
En los monoteísmos, como la palabra indica, hay un Dios único y omnipotente, omnisapiente, ubicuo, atemporal, eterno. Distinto en cada caso, por supuesto, pero en cada caso único. Por eso mismo cada Único invalida a los otros que para Él y por ende para sus fieles, no existen.
No sabemos cuál de las múltiples ofertas, en el momento de su propia muerte, eligió el soldado de la historia. Pero hay una posibilidad muy sólida de que haya sido ese Dios bonachón de barba blanca que es el Dios de los cristianos, que es uno y trino pero trino de sí, no con los otros, y ostenta infinita misericordia según dicen.
Por lo tanto — llegada ya su hora– el joven soldado de marras, quizá ya no tan joven o ya viejo, se acercó confiado ante Su presencia, y el Padre Eterno lo increpó:
– Cómo osas presentarte ante mí, tú que has colaborado con la matanza de tantos pero tantos humanos.
– Eran judíos, Padre.
– ¿Y a Mí qué me dices? Judíos… eso no existe. Todo ser que deambula en el universo es obra mía, todo ser es Mi creación y tú has andado por allí destruyéndola.
– Padre mío, Tú que eres la misericordia misma, el alma del perdón, debes reconocer que he sabido perdonar al último, siguiendo Tu enseñanza.
– ¿Perdonar? ¿A eso lo llamas perdonar? Él no te pidió nada y el perdón se otorga como un don, tras el arrepentimiento, y él no tenía de qué arrepentirse. Además, lo trataste de cerdo, que es como mandarlo al mismísimo carajo aunque por supuesto la palabra carajo nunca ha salido ni saldrá de mis misericordiosos labios y de todos modos qué importa, si labios no tengo.
Y tras estas sabias palabras el Padre Eterno castigó al soldado con la condena eterna.
Pero supongamos que no exista Dios Nuestro Señor Padre de Cristo. Y los judíos, ese pueblo tan antiguo y sufrido, tengan razón y allí está Jehová, la Zarza Ardiente, esperando al soldado. Y lo increpa:
– Tú, tú. Tú aquí, desvergonzado, traidor, que has colaborado con la más cruel tortura y extermino de millones de los míos.
– Señor, yo sólo fui el engranaje de una rueda que supo arrastrarme.
– La única rueda con poder de arrastre soy Yo, y tú ni me reconociste.
– Señor, os reconocí a último momento, en los ojos radiantes de ese hijo tuyo a quien le di el perdón.
– Mucho perdón, sí, y lo llamaste cerdo… Cerdo, ese animal impuro, prohibido, execrado por nuestra religión que es la única religión verdadera.
Y fue así que el soldado no tuvo escapatoria a la condena eterna.
Pero nada indica la primacía de Jehová, ni su existencia o inmanencia. Con otro fondo de pantalla muy diverso, el soldado se encuentra frente a Alá, el Dador y Originador de la Razón. El soldado no sabe cómo dirigirse a Alá pero sabe –lo ha leído en los periódicos de los últimos tiempos– que en ese paraíso lo esperan 111 huríes para él solo porque ha matado herejes. Y se relame, y Alá le lee el pensamiento y se indigna:
– Alá no tiene herejes, eso es imposible. Es un infundio inventado por los canallas que se hacen llamar fundamentalistas cuando el único fundamento es Alá y su profeta Mahoma, y aquellos que tú mencionas son los verdaderos herejes de mi Fe que es la Única y están condenados por toda la eternidad y tú te unirás a ellos. Sin contar que pronunciaste la palabra cerdo en pleno Ramadán, maldito.
Todos los intentos pueden ser considerados legítimos ya que de ninguno tenemos confirmación alguna. Entonces todo vale. Hasta buscar acercarse a Aquél que sólo es definido por la vía negativa. Se trata del Deus Absconditum de los cabalistas que ocupa todo el espacio posible y también el imposible y hubo de aspirarse a Sí Mismo en el Tsimtsum para darle cabida al universo. Ése Deus no lo registra al soldado, ni a nadie: está demasiado lleno de Sí Mismo.
Del Olimpo ni hablemos, aunque quizá convenga recordarlo porque si bien sólo los helenistas trasnochados hablan hoy del Olimpo, cabe suponer que un Parnaso concebido con tanta dedicación y esmero perdurará in aeternum donde sea, y entonces el Zeus iracundo de los rayos que devendrá Júpiter Tonante en su momento quizá sepa perdonar la agachada final del soldado y lo reciba en su seno. Será entonces Palas Atenea quien se oponga a tamaña afrenta y convocando a las musas sacará al soldado del Olimpo con cajas destempladas.
Y si, por esas cosas de la poca información globalizada, quienes reinan en el Más Allá son los dioses hindúes que asustarían a la madre de la escritora, qué duda cabe de que algún avatar de cada uno de ellos desaprobará de lleno la conducta del soldado, se la mire por donde se la mire, y si Kali la aplaude, verbigracia, Durga no tendrá para con él miramiento alguno. Y condenado quedará el soldado nazi para siempre por los dioses hindúes, no por ambivalente –ellos saben mucho de esas cosas y hasta crearon milenios atrás la svástica- sino por inconsistente y lábil.
Y si se apuesta a la más antigua antigüedad, ¿por qué Ra o Bastet o Anubis, o pongamos por caso las posibles deidades sumerias, habrían de preocuparse por ese despojo que despreciables dioses y deidades novatas condenaron?
Con multiplicidad de Protagonistas Celestes la cosa se complica. Ante cualquier Dios unívoco todo se hace más claro y definido aunque no por eso menos severo. El (joven) soldado nazi a esta altura ya nos está dando cierta pena porque en su deambular por paraísos animistas o politeístas siempre se fue topando con algún ente o kami o espíritu u orixá que no encontró forma de perdonarlo. Xangó dios de la guerra muy probablemente lo perdone, pero entonces Oxumaré y Iemanjá unirán sus aguas en incontenible torrente para expulsarlo y en su accionar ultraterreno el África entera y toda la africanidad del mundo, candomblé, macumba, santería y demás, no querrán saber nada de él. Por profano; y tan blanco para colmo.
Pero el Mas Allá no tiene por qué ser religioso ni estar regido por una o muchas Conciencias Superiores. Puede muy bien ser budista. Y Buda no fue un dios ni nada parecido, tan sólo un Maestro que no propagó una fe ni un dogma sino una enseñanza simple: este mundo es dolor y sufrimiento, podemos escapar al dolor si aprendemos las leyes del bien, del amor, de la impermanencia y el desapego. No es fácil. Para aprender a fondo debemos someternos a la rueda del eterno retorno antes de alcanzar el Nirvana, y a ella responderemos hasta liberarnos del todo de nuestras ataduras y de los llamados “fantasmas hambrientos”. Mientras tanto, volveremos y volveremos a la Tierra en forma de seres superiores o inferiores, según nuestra conducta en la vida anterior y nuestra capacidad de aprendizaje. En cuyo caso, el soldado que nos concierne reencarnó, sí, y reencarnó en un cerdo que habita el matadero, condenado a asistir al sufrimiento de sus compañeros que preanuncia el suyo, hasta que lo alcance la muerte y una nueva condena.
Ahora bien. Hay muchas formas y muy variadas de budismo en oriente, aunque todas apuntan a la misma meta. Y mucha propagación del budismo en occidente en estos últimos tiempos tan aciagos. Pero no hay pruebas de que nos encontraremos con la posibilidad de reencarnarnos cuando pasemos al otro lado.
Por ende, no desesperemos por el soldado. Hay otras posibilidades en esta trama, ya que son todas conjeturas. La escritora ha empezado a tomarle cierta simpatía tras haberlo acompañado a lo largo de páginas y de tantas vicisitudes (nunca juzgar, recuerda) y trata de ayudarlo.
Indaga entonces, la escritora, en el paraíso de los filósofos a ver si por allí encuentra algún apoyo. Spinoza o Pascal no tendrían miramientos con el joven soldado. Nietzche quizá; se promete estudiarlo más a fondo pero con pocas esperanzas; Superhombre, lo que se dice superhombre, el soldado no fue. Todo lo contrario.
Y ni hablemos del paraíso de los músicos: condena eterna a este mequetrefe sordo que no supo oír la música del genial sordo en los ojos y la mente del violinista. Este mequetrefe que le escupió su desdén en plena cara cuando el otro estaba frente a él, iluminado por el fulgor de una revelación: esos acordes sublimes.
Y en el universo de los lógicos el soldado se da con un palmo de narices. Los lógicos se enfurecen con él. La crueldad del msimo o su posterior ejercicio de perdón los tienen sin cuidado, lo que no toleran es la imbecilidad. A la salida del campo el infeliz creyó que aún era alguien, que tenía atributos para perdonar a una “víctima” cuando la verdadera víctima era él que ya había perdido la batalla, la guerra entera. Estaba del lado de la sombra, de la condena, ¿qué hacia entonces empuñando un fusil y sintiéndose magnánimo? Huye, le dijo al otro, cuando quien debía huir era él. Y Huye cerdo, le dijo, cuando en realidad era él el más cerdo y despreciable de todos, no sólo por perdedor: por no saber reconocerlo.
Como último recurso hay otra posibilidad de paraíso que quizá tiempo atrás lo habría dejado pasar cuando el joven soldado alegó haber obedecido órdenes superiores y cumplido por lo tanto con su deber, que no era un deber elegido por él pero así es la guerra y eran órdenes inapelables. Se trata del Paraíso de los Defensores y Defensoras de Derechos Humanos, el PDDH, donde después de juzgarlo lo condenan por alegar en su defensa obediencia debida que ya no es causal de perdón o de amnistía. El libre albedrío prima por sobre las vicisitudes si se es verdaderamente humano. Y el soldado no lo fue, en su momento, humano en el sentido de profundo humanismo.
Como nada indica que algo de lo anterior exista o pueda haber ocurrido –son sólo conjeturas, recordemos, sobre las múltiples propuestas celestiales– la escritora decide conducir a quien es ya su soldado a lo que ella piensa o espera sea la última morada: la nada, la desaparición total y definitiva en la energía cósmica. Para su propio infortunio el ex joven soldado nazi se resiste. Le queda una ínfima partícula de conciencia y es una conciencia que, durante aquel intensísimo intercambio de miradas con el violinista judío, contrajo la Torah –por contagio, por ósmosis, por algo parecido– y ahora sabe demasiado de la culpa. Del peso de la culpa. Y él mismo, es decir esa partícula ínfima que es él en el Más Allá ignoto, se condena para siempre por idiota: por no haber completado su trabajo matando de inmediato al infeliz violinista que ahora por toda la eternidad habrá de recordarle sus pecados.
para María Teresa Medeiros y Walther Lichem