A continuación, un fragmento de la última novela del poeta y narrador Ricardo Añez Montiel: Botella imposible (Luba Ediciones, 2024).
BOTELLA IMPOSIBLE (fragmento)
1
El niño siempre quiere huir. No soporta estar demasiado tiempo en un solo juego. Por eso no tolera las largas noches de los adultos, a la sombra de los adultos, lejos de sus juguetes. Le desespera la prolongación de esa seriedad, de esa estructura edificada en torno al ocio adulto… Por eso, el niño va afuera, pide retirarse a inventar algún juego lejos del salón y de lo solemne, ahí entre los grillos y los árboles misteriosos de su imaginación.
¿Por qué bebo? Porque busco al niño en mí.
Hay quienes prefieren la abstinencia, y buscan a su niño en los otros adultos, o corrompen al niño que es niño: su descendencia. Por lo general, es gente que compite por tener la razón. Raras veces divaga o alienta la deriva, y se comporta más como un evangelista televisivo que como una personalidad auténtica que no bebe, que ha sabido convivir con su niño, que no necesita vociferar (rasgo distintivo de este tipo de abstemio: la vociferación de una supuesta ejemplaridad. Y de creerse blindado a las recaídas, con el favor de Dios).
“Y, como muchos bebedores, vivía del azar” (Joseph Roth).
¿Por qué bebo? Para vivir del azar. Y porque la mayoría de la gente no entiende cuando expongo a mi niño en sobriedad, ni yo los entiendo a ellos cuando se esmeran en callarlo, y yo he bebido para ver si de ese modo lo escucho. El azar. El abstemio que compite por tener la razón rehúye del azar; es decir, no deja salir a su niño. En ese sentido, el abstemio (o este tipo de abstemio) está doblemente perdido: es un adulto sin infancia prolongada y sin botella, un pedazo de carne sin ternura, un cuerpo sin máquina del tiempo.
Sólo cuando sepa convivir con mi niño sin callarlo, dejaré de beber. Pero eso no significa que me cure, porque “nada en el mundo da tantas ganas de tomar whisky como contar sueños o evocar la infancia” (Abelardo Castillo).
La culpa
La culpa es del recuerdo, dijo una vez un borracho.
La culpa es del recuerdo que viene sin mi voluntad, dijo una vez otro borracho.
La culpa es que el recuerdo que me viene está intacto, es presente hambriento, espinoso y feroz…
La culpa es que la acción sigue viva, o que no ha podido morir en el recuerdo, o que no he podido matarla porque si la mato me quedo sin recuerdos, y sin recuerdos yo no podría beber.
La culpa —contestó la voz de una sombra— es la del ejercicio de recordar y proyectar al mismo tiempo, la de sostener en el tiempo la identidad propia y la ambición quizás no tan propia. La culpa es la del deber para no morir. La culpa es saber que estamos muertos y fingir sobrios que nos estamos salvando.
El borracho, por más hundido que esté en sí mismo, conoce su imposibilidad, sus frustraciones y sus heridas. En efecto, bebe porque reacciona. El borracho al menos reacciona; muchos abstemios no. Beber es una forma de huida, porque nos duele recordar y vivir. El abstemio, el sobrio que compite por tener la razón, dirá que no sabemos recordar y vivir. Implantar el concepto de “aptitud” en los que beben es típico lugar común de los que no lo hacen. También es lugar común el no reconocer las incomodidades insondables, el existir rodeado de materia oscura.
¿Por qué bebo? Para combatir el vértigo del tiempo, el que solo los niños saben ignorar.
El alcohol es el juego del niño ausente, es decir, del adulto que ha dejado de jugar como niño, y fuerza su soledad porque cree merecerla. Es más, quien bebe abusa de cierto hikikomorismo mental: las angustias se le acumulan como desechos irreconocibles (¿como juguetes averiados?), porque hay algo que le impide hacerse cargo del orden.
“Los niños nunca olvidan. Los niños nunca olvidan” (Virginia Woolf).
El alcoholismo, independientemente de su grado de afectación, es un estilo literario en sí mismo, quizás el más impredecible y el de mayor libertad: la borrachera confunde el día con la noche, funde la oscuridad y la luz, ronda la tensión en cada paso, ríe sin razón aparente, dice lo que pocos se atreven a decir. Y disgrega; como su tambalear errático y su balbuceo de lengua, disgrega reordenando el tiempo y el espacio, inventando un mundo nuevo que a los sobrios escandaliza. Quizás, para el bien de la literatura, lo ideal sería escribir siempre como borracho, como borracho que sabe que mañana despertará sin resaca, y de ese modo poder continuar. Pero, ¿es suficiente con escribir?
“Cuando la autodestrucción entra en el corazón, al principio parece apenas un grano de arena. Es como una jaqueca, una indigestión leve, un dedo infectado; pero pierdes el de las 8:20 y llegas tarde para solicitar un aumento del crédito. El viejo amigo con quien vas a comer de repente agota tu paciencia y para mostrarte amable te tomas tres copas, pero el día ya ha perdido forma, sentido y significado. Para recuperar cierta intencionalidad y belleza bebes demasiado en las reuniones, te propasas con la mujer de otro y acabas por cometer una tontería obscena y a la mañana siguiente desearías estar muerto. Pero cuando tratas de repasar el camino que te ha conducido a este abismo, solo encuentras el grano de arena” (John Cheever).
Yo no soy un alcohólico
¿Timidez general como consecuencia de tu desconfianza a los grupos? ¿Tu desconfianza a los grupos como consecuencia de la disolución familiar? ¿Desconfianza de lo que puede hacer un hombre sobrio con su vida sin considerar la de los otros? ¿Que el niño perdido sea finalmente un monstruo perdido? ¿Que sea esta la única manera de forjar anécdotas? ¿Que te crees incapaz de forjar anécdotas, de forjar recuerdos, porque temes cagarla y cagar a los demás? Antes, cuando iniciaste, disfrutabas del trayecto. Ahora sólo te interesa el efecto (¿viene aparejado con la edad?). No bebes por la mañana (nunca lo intentaste ni lo hiciste), es en la noche la incontrolable sed. El día se termina y quisieras volver a empezarlo, pero de otra manera, recuperarlo de la manera en que recuperarías tu infancia, que quisieras que empezara ahora mismo con el efecto fulminante del exceso de vasos. Pero, momento, ¿no estarás embaucando al lector? Te repites: yo no soy un alcohólico, yo no soy un alcohólico… Pues los alcohólicos beben con el desayuno, en los baños ajenos, a toda hora y con todo el dinero que se requiera para saciarse.
En algún momento llegué a pensar que beber me hacía más elocuente, y más atrevido en la acción. Pero luego exageraba las acciones. Todo se volvía una pirueta desmedida que acababa en el ridículo, en la rodilla golpeada, en la cabeza fundida (¿es este un libro de autoayuda? ¿Es este un libro infantil?). ¿Hubo goce? Sí… Pero también oportunidades perdidas, como consecuencia de la cámara rápida. Y porque me bastaba con mi amigo imaginario que no era otra cosa que mi soledad. Beber hace que la soledad nos acompañe sin herirnos; nos amiga con nuestra solitaria soledad, es decir, con nosotros mismos. Pero es un desdoblamiento precario que demanda culpa disfuncional e ibuprofeno. Se bebe esperando el colapso equívoco. La venganza a la que se aspira es la del mártir.
¿Se puede escribir borracho? No. Al menos no materialmente.
¿Se puede escribir con resaca? Dicen que Cortázar podía. Yo no.
¿Qué se persigue al beber? Perderse. La libertad sin límites. La sensación de perderse y la libertad sin límites. La sensación…
¿Con qué habría que enfrentarse sin alcohol? La integralidad de la vida (¿?). El niño que siempre hemos sido. Lo irreparable que ese niño nos entrega para comprender y proteger. El ideal de todo lo anterior.
Se bebe también para distraer la pobreza, las desatenciones del Estado, el duro invierno en la intemperie. Diego, por ejemplo, se calefacciona con vodka. Duerme en un colchón en la entrada de un local de mamparas y herrajes, con una colcha delgada que no le llega a los pies. He oído de algunos vecinos: “Hay que llamar a la policía”. ¿Existe acaso la vereda radiante? ¿La estufa a gas en las vidrieras o fachadas? Ven la Nikov de litro, y nada más. ¿Reconocerán estos al menos su sistema, que contempla la limpieza y el orden y hasta una feria de libros que parece crecer con los días, que también consultan otros hombres de la calle? No es lo mismo la sobriedad que la lucidez. Yo vi a las mejores mentes de mi generación destruidas por la sobriedad. Aunque también por la lucidez, pero estos al menos bebían…
Gran parte del problema (diríase en general) son las vagas asociaciones. Como cuando era adolescente en Maracaibo y al tatuado se le asociaba a la droga. Hoy no me extrañaría ver monjas tatuadas, pero en aquel entonces había esos axiomas en la sociedad maracaibeña. Y era raro (o más bien evidente), porque al que bebía solo se le aislaba, se le condenaba al ostracismo, como a un criminal peligroso. En cambio, cuando se trataba de festejo burgués de whisky traído del puerto libre, aquello era pura clase, borrachera de la más distinguida. Este es un tipo de sobrio: el que, cuando bebe, bebe caro y con determinadas comodidades. Es el que bebe a todo dar para que lo miren y admiren. Es un tipo de sobrio, por demás, predecible, porque sus borracheras acaban siempre en lo mismo: bailoterapia y sospechoso homenaje a la mujer.
“La gente que no tiene sentido del humor debe tomar agua mineral, te lo digo por experiencia” (Abelardo Castillo).
Si algo me atrae poderosamente de los borrachos es su relación de no hobby con el alcohol. Es más, ¿por qué bebo? Porque detesto profundamente la noción de hobby. Por eso, en parte, me excedo, porque me tomo el alcohol como algo performático, una declaración de principios en contra del hobby (¿no juegan acaso los niños en serio?). Sobre esto, sobre juegos que son tiempos fuera del tiempo, y que la gente prefiere llamar hobby, indaga Mauricio Kartun: “¿Por qué hobby? Porque el sistema, el capitalismo (…) no te va a permitir nunca adoptar la hipótesis de que lo importante en la vida pasa en realidad por el tiempo abolido y no por el productivo: lo importante pasa por el tiempo productivo; el tiempo abolido para este sistema no es otra cosa que un premio, ese pequeño espacio que vos disponés para recuperar energía, tiempo, limpiar la cabeza, despejar…”. No recuerdo quién dijo que todos debiéramos escribir para dejar de beber. Pues, nada ocurrirá si lo hacemos como quien solo juega tenis los domingos, y si en la relación con el juego no media la pasión y el absurdo, sino cierto deber social de la actividad cumplida. Y de la vida ordenadamente compartimentada… Hay quienes beben la realidad en frasquitos separados: trabajo, amor, hobby… Y hay quienes vierten esos frasquitos en un vaso con hielo, lo mezclan y se lo beben de un sorbo una y otra vez hasta la total dilución. En parte, quien bebe es un ser abrumado, alguien capaz de oír el chirrido de cada pieza de lo real. Suele percibir simultáneamente; y suele admitir, como en la sesión de juego de un niño, la crueldad y la inocencia, el horror y la bondad. Por eso al borracho se le ensucia la ropa, habla y canta solo con furia y rebeldía, como un niño que finalmente puede permitírselo, que puede finalmente revolcarse sobre el mundo.
Ricardo Añez Montiel (Maracaibo, 1982) es un poeta, narrador, músico y arquitecto venezolano-argentino. Sus textos han sido publicados en revistas como Periódico de Poesía, Latin American Literature Today, Casapaís, Prodavinci y Fundación Cultural Esteros, entre otras. Es autor de Ciudad blanca sobre fondo blanco, Agonía de los días terrestres, S, M, L, El rezo de los chatarreros, Los regalos y las despedidas y Botella imposible. Su libro El rezo de los chatarreros ganó una Mención de honor en el VIII Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero. Forma parte de la antología El puente es la palabra: antología de poetas venezolanos en la diáspora. Textos suyos han sido traducidos al inglés. Fue editor de literatura de la revista Muu+ Artes y Letras y coeditor general de Merece una reseña. Vive en Buenos Aires.