Incendio mineral

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Poemas de “Incendio mineral”, libro ganador del Premio de la Crítica de España. El miércoles 06 de julio, a las 19 hs, en la sala Osvaldo Pugliese del CCC. Av. Corrientes 1543, su autora, María Ángeles Perez López, de paso por Buenos Aires, ofrecerá una lectura de poemas y dialogará con el público.

 

[DESCIENDO HASTA TU CUERPO Y ME OSCUREZCO]

 

Desciendo hasta tu cuerpo y me oscurezco. Me pierdo en tu penumbra, en la apretada maraña de tu boca.

Han desaparecido las huellas de enfermeras y de antílopes, de pasajeros sombríos en el atardecer del metro. Los flamboyanes son promesas rojizas que nada quieren saber de la ciudad. Gotea, sobre los túneles también sombríos, la perlada e infame desmesura del sudor. La grasa de los motores recalienta la tarde hasta asfixiarla.

Entonces, agotado ya el día, entro en ti como en una cueva fresca y sibilante. Atrás quedan las horas insulsas, los platos de comida precocinada que se adhieren al plástico, los teléfonos que suenan sin que nadie conteste. Atrás queda, al fin, la expoliación carnal de las mañanas, fibra en la que los músculos se tensan hasta abrirse en puntitos de sangre que no se ha dejado domesticar por completo.

Cuando entro en ti, todo se borra: palabras que aprieto contra el paladar hasta volverlas de agua; archivos de memoria que no encuentro; proteína que pierde su estructura en la embriaguez extrema del calor.

Cuando entro en ti, la noche me posee.

El cuerpo pertenece a su placer.

 

 

*

[LÓPEZ, HIJO DE LOPE, HIJO DE LOBO]

 

López, hijo de Lope, hijo de lobo.

Camada de palabras en la boca. La madre las arrastra por el cuello, protege en la piedad de sus colmillos cada cría que nace hacia lo oscuro.

Lobeznos cuya piel, también oscura, señala que aún son tránsito y progenie. Cuando nacen, sordos y ciegos durante muchos días solo intuirán el cuerpo de la madre, la tibia exhalación de sus mamas agrestes. Corre un hilo muy blanco por su hocico. El mismo que alimentó a Rómulo y Remo. El que fundó después Roma la eterna. Todas nuestras ciudades erigidas sobre esa leche montaraz y sorda.

Plazuelas y estaciones de tren que chapotean, sin saberlo, en el líquido indómito que brotó de madre. Luego Remo lo teñirá de rojo cuando sea asesinado por su hermano.

El fratricidio mancha los días, las glorietas, los obtusos semáforos que gesticulan en la noche temible de la sangre. ¿Dónde está tu hermano?, le pregunta la loba a cada hijo.

Pero ahora, cuando las palabras son todavía muy niñas, en la extrema piedad de lo salvaje solo un líquido blanco moja el mundo.

De las mamas dolidas y valientes surge la llamada a alzarse sobre el suelo, a ser lobatos. Vendrán las piezas dentales a colmar a cada cría. Le enseñarán el rumbo de la caza. El perfume sangriento de vivir.

Cuando dejan la cueva de la boca no olvidan su patronímico, su condición audaz de brote y descendencia en relación con la camada y con la especie. Llevan su apellido en la cerviz, animales domésticos de pronto, sometidos por esas palabritas a la deuda imperiosa de su clan. Perfectos alfiles del tablero, piezas para el servicio del señor que, tras la levita azul de los domingos, no olvidan que en su origen fueron lobos.

Canis lupus.

Parientes del aullido de la noche bajo la tosca malla de metal. Cubiertos con chapa repujada, adorna su violencia el guantelete, el yelmo, el ristre, la armadura. Gritan como animales acosados. El caballo cae vencido contra el suelo.

Sin embargo nada dura la roja euforia de contemplar a Remo vencido contra el suelo. Hombre y presa bajo la misma piel. Quien hoy venció es mañana derrotado. Se nubla la memoria del combate.

En el furor extremo de la Historia solo brilla la primera dentición, vagido de la vida que no tiembla. A los pechos de loba se dirige, a su reguero blanco, a su osadía.

Cuando llega la noche y tengo miedo, reconozco en mi nuca la correa con la que estoy atada al apellido. Pero en la sombra suenan mis hermanas. Su aullido me permite levantarme de mi propia estatura, de la legislación de lo real. Casi a tientas, entonces, sacudo mi pelaje y, olisqueando la leche, subo a madre. A la inocencia extrema en sus colmillos y el fervor derramado de la luz.

 

 

 

*

[EN LA LOMBRIZ DE TIERRA, NADA ES TIERRA]

 

En la lombriz de tierra, nada es tierra. ¿Acaso a ella le importa su apellido? ¿La prudente certeza de las taxonomías? ¿La sucesión arbórea de nombres en latín que hunden sus raíces en la tierra más blanda?

Cuando se mueve, avanza en lo invisible. Anélido vibrante, conjetura, coágulo de tiempo entre lo oscuro. Su traslación es blanda y sinuosa, no acepta ni la línea ni el triángulo ni ningún mecanismo de lo rígido. No puede imaginar que otras especies reñimos violentamente con nuestros huesos. Que los soportamos con la resignada obstinación de quien carga todo el peso de la ley.

En el dócil cilindro de su cuerpo, entra y sale la tierra sin parar. Pero en ella hay tan solo ondulación. La insólita respuesta a los cambios de luz. El flujo en que persigue su deseo como si fuera un pez brillante bajo el agua al que no puede ver ni atrapar con las manos.

Sin embargo no siente ninguna desazón. En ella nunca cabe la sospecha, solo el tenaz empuje de lo vivo hacia todas las formas de lo vivo, la ebullición inquieta en lo ilegible.

Cuando baja hasta el mundo sin temor, ¿tropieza con la sangre derramada? Por ejemplo en Magenta o Nagasaki, en El Cairo y Alepo, en Srebrenica, ¿se empapa, pegajosa, de esa sangre? ¿De su alarido hirviente? ¿Del cauce enardecido con que el odio moja la piel oscura de los campos como ácido que mana sin ceder? ¿También de las ciudades, que se hincan de rodillas sobre sus edificios más humildes?

Cuando entran en el mundo sin temor, las lombrices conocen lo baldío, lo seco, lo atrapado en la intemperie. Pese a ello, descienden a la luz. Bajan por ascensores de cristal en los que entra pastoso el territorio y trasladan la dicha a todas partes. Sacramento y unción de la materia.

Después serán tomadas como cebo. Igual personas, campos y ciudades servirán como cebo y como espita. Agitarán temblando su temor en la boca arrasada de la muerte.

Pero antes, siempre antes de ese instante, es suya la hipótesis feliz de los anillos que unen cada parte de su cuerpo como se une el todo con el todo. Por eso conspiran y eclosionan hacia el barro, la tierra primordial. Por eso no aceptan venir hasta aquí y convertirse en línea y armazón, en verso empobrecido de esta página.

¿Cómo haré para entrar en su abandono, en la respiración concéntrica de lo que no se sabe?

Eslabón prodigioso en lo fugaz.

La alegría, impasible, invertebrada.

 

con Claudio Rodríguez

 

 

*

[EL FUEGO ALGUNA VEZ FUE UN ANIMAL]

 

El fuego alguna vez fue un animal. Un músculo violento que saltaba abrazando cada hoja. Un lengüetazo extremo de calor en la altura voluble del bejuco. La imperiosa fricción de lo invisible con los órganos blandos de la luz, como boca que todo lo mordiese.

Para atraparla hay lanzas, alaridos y el estupor que nunca dimite de sí.

Hay sangre entre los huesos y las hachas.

Se movilizan piedras y animales, estirpes y cuchillos hacia la cacería de lo incierto.

Pero ¿quién es quien domestica a quién? ¿A quién le pertenece ese fluido? Espécimen borrado por la lluvia, por la memoria húmeda del mundo, es también su raíz y su inocencia. No es cierto que ya esté domesticado. Siempre somos su piel y su carnaza.

 

El fuego alguna vez fue un animal. Hoy es tigre y es cueva, es tiempo y es techumbre, la escisión de lo denso y ligero en dos mitades que luego se besan y derrochan.

Le entregaremos lo que acaso fuimos: las largas ceremonias de los bosques en su ritual de nudos y de tallos, la cicatriz del viento, la ceniza, el pánico de las muchachas que caminan solas en la noche, la infancia con su escritura de humo.

Y nosotros ardiendo en esa pira, ¿seríamos también un alfabeto roto? ¿Caligrafía impropia y displicente?

Pero decir nosotros es pensar en ¿qué? en ¿quiénes? ¿Las viudas del ritual sati, en el norte de la India, que se ofrecen a las mismas llamas de las que brotó la unción animal con el esposo? ¿Los que arrojan en la noche de San Juan hasta la última rama del olvido? ¿Los que soplan las brasas de los basureros y golpean sus dientes contra lo tumefacto por si de ellos rezuma un grumo intestinal? ¿Los que queman banderas ante las embajadas y luego creen que un colibrí bebe en su pecho? ¿Los que se apellidan Ramos y saben que habrán de entregarse a cada hoguera? Entonces alguien te regala otro apellido. Si has quedado tan huérfano, podrían entregarte otro cualquiera: Escudero, Expósito o Vasallo. Tal vez Lerner, el que vino de muy lejos. El médico inglés James Parkinson también puede regalarte el suyo.  Pedirás, con angustia, con los brazos atados a la enfermedad, que te devuelvan quien habías sido: una ramita verde de avellano que solo conocía lo flexible. Pero antes o después, todos los nombres bajan hasta el fuego. Bajan las lanzas, las manos perfumadas de resina, los códices que Diego de Landa quemó en Yucatán, la Biblioteca de Alejandría con su despiadado recuento de volúmenes perdidos y el año 33 en la Plaza de la Ópera en Berlín (quemar cuerpos y libros termina pareciéndose, alguna vez el fuego fue un cuerpo insólito, como el de un animal).

Sin embargo, contra todo pronóstico, contra la ignición del todo y de sus partes, alfabeto y fulgor también se funden en la abrasada extensión de los campos para que en los brotes vuelva a inventarse el nitrógeno, la estampida, la unión de lo vivo y lo muerto que se muerden, se succionan, se enlazan como si no hubiera entre ellos nada más que el amor. Su combustión.

 

 

*

[¿Y SI ERES NADIE?]

 

¿Y si eres nadie?

Miras dentro de ti y solo hay un inmenso páramo en el que nada se oye. Ni siquiera la respiración agitada en el incendio de aquello que fuiste. ¿Adónde irás cargando tu vacío?

Nada pesa lo que no tienes, pero no hay ligereza posible para ti porque el vacío te arrastra hacia sus pies. Ha arrasado con toda la flora, los días sin viento, las reservas de agua y de pardales. Quedan muchos más pájaros atrapados contra las vallas: vencejos, cormoranes, petirrojos. Un viejísimo albatros sacude su cabeza como si se hubiera atragantado con un mal verso. Entre ellos se disputan las raspas del sol y todos los poemas sobre ruiseñores o palomas que han sido capaces de digerir. Disputan también con quienes han quedado crucificados contra esas vallas, atrapados en la larga migración del hambre, de la guerra.

Y mientras, tú sobre tu páramo vacío.

Te asomas con miedo al brocal de la boca y solo se ve un espejo negro que parece saludarte desde el fondo. También alguna mano de gente difusa tras tantas pantallas entreabiertas. Nada se oye sino la frugalidad de la desgana.

A lo lejos, tal vez el agua pida que abras la puerta de tu cuerpo. ¿O vas a conformarte con ser páramo? ¿Eriazo que no habilitan las hormigas? ¿Pedregal que golpea con su sed?

¿Y si nadie somos todos? Pájaro perro, pájaro persona, población y polluelo enardecido. ¿Qué harás en el tránsito de las taxonomías?

En ti están los cien mil caracteres hereditarios que te atan dulcemente a los demás, los tres mil millones de letras del genoma humano que has aprendido sin esfuerzo y silbas con felicidad al levantarte, veinticuatro de los noventa elementos químicos, todas las maletas que quedan extraviadas frente a las aduanas y las noches de Ítaca y Caronte.

En ti, partículas lejanísimas de estrellas y otros parientes, piedras, peces, patronímicos, banderas deslucidas y otros trapos del dolor. Incluso meteoros en el festejo de la luz.

Todos ellos te bendicen y completan.

Bendicen cada una de las capas freáticas que alimentas con tu desesperación y tu amor radical a esta extrañeza que llamaron vivir, estar viviendo.

Porque tú no eres suficiente para ti.

Desconoces quién eres y no importa.

De pronto apremian la vida y los tendones. De pronto estallan granos rojísimos de luz sobre la superficie torpe de tu lengua. Algunos estorninos los disputan y te besan con su canción de alambre.

¿Cómo dejar entonces que el día colisione? ¿Que haya personas aparcadas como muebles mientras viajan las mesas en primera?

Alguna vez recibiste en herencia un baúl y una silla de esparto pero hoy todo ha sido arrasado en el fuego, hasta el flequillo que desordenó los días y la expiación y nota a lápiz del convenio laboral, mientras hay personas aparcadas como muebles y están dentro de ti, son tu apellido. Con el agua que mana de sus letras humedeces tu frente y te levantas.

 

con Fernando Pessoa

y Antonio Machado

 

María Ángeles Pérez López (Valladolid, España, 1967). Es poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca. Antologías de su obra han sido publicadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey, Bogotá y Lima. Obra suya ha sido editada bilingüe en Italia, Portugal, Brasil y Estados Unidos. Su libro Incendio mineral ha ganado el Premio Nacional de la Crítica en 2022. Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, académica honoraria de la Academia Nicaragüense de la Lengua, miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros e hija adoptiva de Fontiveros, el pueblo natal de San Juan de la Cruz.

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