El Páramo, diario de viaje
Por Alicia Lazzaroni
Mi primer viaje a El Páramo, en diciembre y con amigos fue un fracaso. Había ráfagas de 90 kilómetros por hora, no encontramos el lugar donde estuvo el lavadero de oro de Julius Popper y se rompió el vehículo en la mitad de la península.
Por eso, un sábado de fines de marzo partí nuevamente rumbo a la bahía de San Sebastián. Aunque no confiaba mucho en mi resistencia a la soledad, esta vez no invitaría a nadie. Estaba muy emocionada, con la ilusión que despiertan las tierras casi vírgenes, el tiempo que nos pertenece por completo. Llevaba una carpa liviana, más apta para una playa veraniega que para una zona chata atormentada por los peores vientos, dos bidones de agua, la cámara de fotos, una biografía de Julius Popper que me sabía tan de memoria como mi propia vida, ropa de abrigo, una pala y alimentos para tres días.
El Páramo está envuelto en un halo de misterio debido a la legendaria figura del austriaco Julius Popper, que a fines del siglo XIX intentó crear un imperio en medio de la estepa fueguina. En su lavadero de arenas auríferas trabajaron ochenta extranjeros con moneda, estampilla y ejército propios. Me intrigaba descubrir el promontorio en el que levantó su casa con torre, desde donde desafiaba las noches silenciosas tocando el clavicordio. Sin embargo no era su figura la que más me interesaba, sino la de su hermano Máximo, que a la edad de veintitrés había cruzado el mundo para enredarse también en la locura, y a los pocos meses de llegado fue a poblar tuberculoso el cementerio de mineros.
En el viaje anterior el administrador de la estancia Cullen, en cuyas tierras se ubica el paraje, nos había hablado sobre las características de esa extraña espiga de grava de apenas 18 kilómetros de extensión, formada por la deriva litoral. Su ancho más estrecho es de 150 metros en bajamar y durante las mareas extraordinarias suele desaparecer bajo el agua por unas horas. Los pescadores construyeron allí tres casas que abandonaron cuando se creó la reserva costera de aves migratorias y se prohibió la actividad comercial. El hombre también hizo alusión al viejo faro de hierro y a la alucinante punta de Arenas, el extremo de la península, que parece enfrentar como un navío la bravura del océano.
En el viaje me entretuve juntando leña, ya que en la estepa es un milagro hallar un árbol y más difícil aún que se haya venido abajo. Liberé a un chulengo atrapado en un alambrado y tomé algunas fotografías de esa hora en que el sol parece nacer entre los coirones y alumbra desde abajo el cielo plomizo. En la loma donde se ve por primera vez la bahía, bajé a mirar la península que intenta cerrarla por el norte, internándose brumosa e irreal en el agua, como si fuese un espejismo.
Al salir de la Ruta 3 para tomar el desvío a El Páramo, anochecía. La que se avecinaba parecía ser una noche sin estrellas. Cuando finalmente alcancé el mar, cerca del comienzo de la península, decidí cruzar la camioneta en el camino a fin de protegerme del viento y usar los focos para alumbrar el sitio. No se veía mucho. El ruido del Atlántico, que estaba alcanzando la pleamar, me acompañó durante el tiempo en que intenté infructuosamente armar la carpa en una zona de zanjas angostas. La lona flameaba y no había forma de asentarla en el piso, situación que terminó por alegrarme porque desde que llegué tuve la incómoda sensación de que alguien me vigilaba. Los ojos que me miraban terminaron siendo los de una oveja, pero mi ánimo ya se había echado a perder para dormir sola en un lugar desconocido, al lado del mar que sonaba con estruendo.
Cargué todo en el vehículo y decidí abandonar la base de la península para avanzar sobre ella hasta donde sabía estaba el primer rancho de pescadores, con la intención de hacer base allí dentro, encender un fuego y acostarme. La marcha se hizo lenta, estaba obligada a conducir a diez kilómetros por hora por la huella de piedras contenida entre el Atlántico y la bahía. Cada tanto descendía del vehículo y trataba de ubicarme. Durante una de esas oportunidades pude ver muy a lo lejos la lucecita del faro. Me sentí un poco más tranquila. El camino llevaba entonces a algún lugar, no era una boca oscura que me transportaría hasta el vacío. En contra de mis presagios, se estaban retirando las nubes de tormenta, aparecían las primeras estrellas y hasta se distinguían las luces de los establecimientos petroleros asentados en el semicírculo de la ribera marina.
Fue durante el silencioso trayecto que se me ocurrió la idea. Pasaría una noche en cada una de las casas de la península, como si hubiese reservado diferentes hoteles. Y llevaría un registro de mis impresiones. Seguramente Máximo había recorrido esa lengua pedregosa infinidad de veces antes de morirse en tierra fueguina. De él nunca había podido encontrar ningún retrato ni siquiera una descripción física. De Julius, en cambio, circulaban varias imágenes, algunas donde se veía su cabeza tempranamente calva, los ojos claros; otras en el campo junto a su gente, o las polémicas tomas en las que exhibía un arma de fuego junto al cadáver de un selk’nam. No tuve más remedio que imaginar a Máximo parecido a su hermano, pero más dorado, flexible como los juncos de la orilla, con todo el pelo y los ojos curiosos, las manos muy blancas, de dedos largos, indecisos.
Dos kilómetros más adelante llegué a la explanada donde se levantaba la primera vivienda, forrada con chapa. Preparé el farol y busqué la puerta, sin apagar aún las luces del vehículo. Como suponía, estaba abierta, así que entré. Había dos habitaciones y hasta un baño en el que no me animé a entrar. Estaba sucia, desordenada, con cosas tiradas por todos lados. Alcancé a vislumbrar unos platos de plástico gastados, papeles de diario, un overoll manchado de pintura, una vieja heladera que servía de armario, en el piso un block de cartas humedecido. Encendí unos tacos de leña en una salamandra oxidada. Al poco tiempo logré caldear el ambiente principal y cocinarme una sopa de verduras. El resplandor del fuego me permitió apagar el farol y las luces de la camioneta. Se veía todo muy extraño, como si se tratara de un espectáculo teatral. El rojo encendido que salía por los agujeros de la estufa iluminaba el recinto y el contorno de los objetos. El exterior, en cambio, se perdía en la oscuridad. Mientras armaba mi carpa en el interior de la habitación, noté que se llenaba todo de humo. No hubo forma de arreglar el tiraje y tuve que usar la salamandra de ese modo, aunque cuando se me dificultaba la respiración tenía que abrir la puerta para que entrase un poco de aire.
Tomé café, comí chocolates, di dos paseos más hasta el mar. Ya casi no había nubes, la enorme luna iba despejando el misterio del paisaje y dibujaba una estela triangular sobre el océano. La noche se veía hermosa y estrellada. El viento había desaparecido. Las olas acumulaban espuma en la playa, que se veía muy blanca, como ornamentada con bordes de escarcha. Desde la orilla podía admirar mi casa más arriba, en medio de la penumbra, iluminada por un cálido resplandor. Cuando me acosté traté de leer usando mi linterna, pero no me pude concentrar. A través de la tela casi transparente de la carpa tenía que vigilar la intensidad de las llamas y más tarde, cuando ya casi se había desvanecido la luz que destacaba los bordes de las cosas, unos ruidos desconocidos empezaron a concitar mi atención. Traté de no prestarles atención y seguí pensando en Máximo, en el joven e inexperto Máximo, nombrado primer jefe de la comisaría de San Sebastián. Nadie le había advertido que en las tierras australes lo importante no era pasar el invierno sino sobrevivir a la primavera, cuando se desatan fuerzas tan primitivas y esenciales que sólo resisten los mejor preparados, los más fuertes, como Julius que era como las yemas del ruibarbo, una verdura importada por los ingleses que se afincó en los jardines fueguinos con sus tenaces tentáculos rojos. Máximo había sido muy endeble. De chico había sufrido enfermedades inclasificables que hacían posible la lectura del mapa de sus venas bajo la piel. Un día en Punta Arenas lo confundieron con su hermano, por la pinta de gringo, y casi lo matan. Lo salvó Monseñor Fagnano, que también estaba en la ciudad, y les gritó a todos que ese no era Julio, como le decían los argentinos o Julius como escribían los poetas, sino su hermano menor que acababa de llegar de la Romanía, y entonces todos dejaron de pegarle y lo miraron bien y no pudieron creer lo que vieron, un pobre muchacho traslúcido y callado, que aceptaba resignado las magulladuras y bajaba la espléndida mirada clara como dándoles el perdón.
A la mañana siguiente apenas escribí en mi diario. Quería seguir viaje, aunque antes di una vuelta por los alrededores. Unos metros más allá había un galpón con unos piletones para la limpieza de los pescados. El olor fuerte aún persistía. Como mi viaje continuaba a pie, dejé la mitad de mis pertenencias en el vehículo y partí con una mochila con lo indispensable. Llegué a la segunda casa, que estaba alejada del mar, caminando hasta donde pude por la playa. No había ni una sola nube en el cielo celeste y hacía tanto calor que a cada paso me iba sacando ropa. Durante el paseo me crucé con infinidad de gaviotas cocineras que esperaban que me acercase para levantar vuelo. La playa era larga, no muy amplia porque la marea había crecido nuevamente, con arena fina y oscura. Hallé una vieja pala de minero. El vaivén del oleaje había blanqueado el mango de madera; la pieza de chapa se desarmó apenas la alcé.
El rancho parecía hecho con restos de otras viviendas y tenía una antena de televisión. Me costó encontrar la puerta de entrada, que estaba en la parte trasera. Había muebles, cortinas rojas, mantel de plástico, un jarrón con flores de terciopelo y hasta una muñeca sin pelo sentada sobre una de las cuchetas. Todo se encontraba en muy mal estado. Se notaba que allí había vivido una familia que seguramente se había marchado a pasar el fin de semana a Río Grande y nunca más había podido regresar. La sensación de estar allí dentro cada vez me gustaba menos, era como invadir la intimidad de alguien a quien ni siquiera conocía. Sentía pudor, no quería ni mirar ni tocar nada. No podía dormir en ese sitio, aunque tampoco estaba dispuesta a abandonar mi idea.
Mientras resolvía qué hacer almorcé al sol una ensalada con aceitunas y huevos duros y tomé cerveza para envalentonarme un poco. Ya no me sentía tan sola, un enjuto zorro gris iba y venía frente al bote medio desfondado que me servía de asiento. Vi guanacos que merodeaban por los alrededores, el macho acercándose para observarme y descubrir mis intenciones, las hembras más atrás, expectantes. Llegaron aves, entre ellas unos caranchos atraídos por los restos de un vacuno. Aproveché la tarde en comunidad para sacar fotos, leí más sobre la energía casi maníaca de Julius Popper, caminé, hice conjeturas acerca del extremo de la península, cuya forma no podía ni siquiera intuir desde mi punto de vista.
Según los hombres que trajo la fiebre desatada en la isla de Tierra del Fuego, en su mayoría aventureros dálmatas, Max era más tratable que su hermano. El mal carácter de Julius había cruzado el Beagle para asentarse hasta en las islas Lennox, Picton y Nueva y ni hablar de Punta Arenas de donde los pobladores lo echaron. Pero con Max, habían dicho, era imposible enojarse. Los mineros se reían de él, ya que causaba lástima verlo avanzar disfrazado con su uniforme de policía, arrastrando las botamangas entre las piedras de la península, ayudándolos en sus momentos de ocio a cargar las zorras del Decauville, como un chico disfrazado de adulto, fuera de ámbito, atravesado por la sombra de una muerte prematura. Para colmo de males se le había ocurrido usar un tocado selk´nam que encontró junto a un cadáver, consistente en un triángulo de piel de guanaco que se ataba alrededor de la cabeza. Julius lo recriminó por ello. Sin embargo Máximo no dio el brazo a torcer y todas las mañanas, cuando vestía el uniforme gris de policía, los botines engrasados con cuidado maternal, completaba con el adorno velludo el atuendo de máxima autoridad estatal de San Sebastián. Le gustaba por su calidez y porque lo hacía más alto. Julius decía que de lejos se confundía con los indios y que no se enojara si terminaba con un tiro entre las cejas. Todos sabían que a Julius no le gustaban los asuntos de los naturales, aunque a veces los defendiera en sus discursos ante la Sociedad Geográfica Argentina. Son como animales decía; no saben escribir, ni leer, sólo vagan por la planicie tratando de robarle a los blancos. Por eso, para esa época, ya no iban mucho por la península, pese a las fáciles presas que quedaban encerradas por las mareas.
Tal vez por el efecto del alcohol decidí pernoctar en la casa, después de haber cenado a la intemperie, aunque entré cuando ya estaba oscuro. Inflé una colchoneta, me introduje en la bolsa de dormir para tratar de separarme un poco de la angustiosa sensación que me causaban los objetos y subí a la cama próxima al cielorraso veteado de humedad. Pronto bajé a buscar otra cerveza, aunque el miedo no cedió. No tenía sueño y mis oídos amplificaban los ruidos externos. Por momentos estuve totalmente convencida de que había un hombre encadenado en los alrededores, hasta sentía el sonido de los eslabones al chocar contra las piedras, lo escuchaba respirar, imaginaba también que el sitio se llenaba de pájaros que me venían a lastimar con sus enormes picos rojos. Fue la peor noche de mi vida. Y tuve tanto, pero tanto miedo que ni siquiera pude bajar de la cama. No dormí nada. A las siete, cuando amaneció, me fui a descansar afuera. Desperté a eso de las once, recuperada y feliz, junto a un pingüino enfermo y desplumado. Yo sabía que Max no era quien Julius pensaba, ese a quien había llamado para luchar contra el gobernador de la Tierra del Fuego, su mayor enemigo. Ya con sólo verlo, cuando bajó con su bolsa de libros del transporte nacional Villarino, se dio cuenta. A pesar de que Julius leía mucho y poseía conocimientos diversos, al embarcar primero acomodaba la carabina, las balas, los mapas y más tarde la lectura. Era ante todo un guerrero, un cartógrafo y geógrafo, si escribía era para redactar proyectos y describir accidentes geográficos, en cambio supo, y no le quedaba la menor duda, que Max garabateaba poemas y que hubiese bastado un leve soplo de viento para tumbarlo. Se maldecía por haber pensado lo contrario, ahora tendría dos problemas, el gobernador y Max, fuera de otros no menores, como sus trabajadores que se enfurecían por el escaso oro con que les pagaba o los indios o los salesianos que también tenían proyectos para esa parte de la isla.
Seguí viaje. Torcí el rumbo para investigar la costa de la bahía, donde hubo una lobería y un antiguo puerto lanero para servir al comercio de las estancias. Cada hueso amarillento y poroso que levantaba del piso, entre el verde brillante de las matas de Salicornia, se desgranaba. Todo era así en esa región desolada, apariencias que se desintegraban apenas ponía una mano sobre ellas. Más adelante ni siquiera había huella. A esa altura la península estaba formada por olas pétreas que subían y bajaban, después de las cuales se alcanzaban a divisar nuevas ondulaciones de piedras redondas de todos tamaños y colores. Nunca había visto un lugar así. El calor aumentaba por la caminata y el esfuerzo cada vez más grande de caminar sobre un suelo tan accidentado. Por la playa ya no era imposible avanzar, pues la marea la había cubierto en toda su extensión. ¿Se habría preguntado Máximo alguna vez qué hacía en medio de la nada? ¿Era comisario? ¿Comisario de quiénes, de unos hombres sucios, con olor a alcohol, que se mataban unos a otros por una pizca de oro? ¿Y para qué servía ese metal? ¿Compraría acaso la admiración? ¿Alcanzaría para eso? Máximo se había ofrecido a cruzar medio planeta hasta recalar en San Sebastián, un territorio ignoto que le daba miedo, sólo para conquistar a Julius, que nunca lo había considerado un hombre. Pero sabía que la batalla estaba perdida y que tenía el semblante exacto de los que mueren por amor. Sólo era cuestión de tiempo.
La tercera casa, ubicada muy próxima al extremo de la península, consistía apenas en cuatro paredes de madera abiertas al mar y a los vientos del sur. Por una de las aberturas donde antes hubo marcos de ventanas se veía el océano Atlántico, verde y transparente; otra daba a la bahía de San Sebastián. La puerta estaba abandonada entre las rocas, a unos metros. Más que casa parecía un cortaviento. Era muy pequeña. Adentro había una mesa, dos sillas y unos estantes de madera tan descolorida como la de la fachada. Me gustó por lo despojada, por su comunicación con el exterior, pero más que nada por ser la última. No acumulaba recuerdos ni ausencias; todas las huellas habían sido barridas por las frías lluvias. Fui a buscar la puerta y la apoyé contra la pared, pensando que más tarde podría asirla con algún alambre de esos que siempre se encuentran en el campo, junté unas siemprevivas ya secas que puse en un frasco y coloqué sobre la mesa el mantel a cuadros que siempre llevaba en la mochila.
Cuando terminé de instalarme, como en cada una de las anteriores paradas me puse a pensar en Máximo, muerto en El Páramo durante la primavera de 1891. Esa última noche me quedé despierta hasta tarde al calor de un pequeño y desvencijado tacho, sin poder alejar al muchacho de mi cabeza, si es posible pensar en alguien que carece de rostro y que nunca conocí. Sin embargo, el lugar, donde reposaban sus huesos, conservaba algo de su esencia. A veces recordaba párrafos leídos, otras imaginaba instantes de su vida en el campamento a partir de los pocos datos que tenía, como, por ejemplo, su noche inaugural en San Sebastián. Máximo se había despertado y sumido aún en los desvaríos del sueño vio por la ventana una loma oscura. Lo primero que le vino en mente, aunque no quería recordar nada, ni donde estaba, ni cómo y por qué había venido, fue Filaret, un nombre de su tierra, familiar, que luego Julius agregaría a su propio mapa. Fue el único topónimo creado por Máximo y la denominación que recibiría la comisaría de San Sebastián. Esa noche en Filaret, que en ese momento aún carecía de nombre, Máximo tuvo ganas de llorar. Era el mes de abril y la noche demasiado solitaria. Se despertó transpirando a pesar del frío que trajo la salamandra apagada, encendió el farol y se asombró porque la estepa también tenía sonidos, como los tenía el bosque. Era un silbido que se arrastraba por lo bajo. Lo imaginaba zigzagueando entre los coirones, ampliándose en los gritos de los coruros y el respirar de los zorros.
A la mañana siguiente me desperté temprano y antes de emprender el regreso a Ushuaia salí a inspeccionar los alrededores. Llegué al faro, apoyado en un esqueleto metálico que parecía haber perdido su antigua solidez, y al que intenté sin éxito subir. Ante mi sorpresa vi que no emitía ninguna luz y que el vidrio que había protegido el receptáculo luminoso estaba completamente destruido. Di algunas vueltas, retrasando la llegada al final del recorrido, la punta de Arenas, magnífica y solitaria en pleno mar abierto. Cuando la alcancé, me senté sobre las piedras, rodeada por el agua que formaba pequeñas olas encrespadas. Y allí me quedé, con las plantas de los pies aún doloridas de tanto caminar, el estómago vacío, un poco mareada de respirar tanto aire puro, casi como si estuviese navegando en esa tierra de extraña morfología a la que Julius había dedicado algunas de sus páginas más floridas y Máximo ofreció su vida breve, sin ganas de levantarme, sumida en una inercia a la vez reconfortante y desesperada, sabiendo que ya no habría nada más, como a veces sucede cuando uno no opone ninguna resistencia a cumplir sus sueños.
Alicia Lazzaroni Nació en la Plata, Bs. As., aunque vive en Ushuaia desde la infancia. Es licenciada en Turismo por la UNPSJB y escribe textos de divulgación histórica y turismo sobre la Patagonia, crónicas y cuentos. Publicó los libros Monte Susana. Historia del tren de los presos de Ushuaia, Gente de Montaña (en el cincuentenario del Club Andino local, y relativo al desarrollo de los deportes invernales en Tierra del Fuego) y Celdas. Textos de presos y confinados en Ushuaia (1896-1947), que fue reeditado este fin de año. Participó en investigaciones académicas sobre el imaginario austral. Actualmente trabaja en la escritura de una obra de recopilación de leyendas urbanas fueguinas, cuya investigación realizó en 2014 mediante una Beca del Fondo Nacional de las Artes, y realiza estudios de posgrado sobre gestión del Patrimonio Cultural Inmaterial.
Este relato obtuvo una Mención Honrosa en el Concurso de Cuentos Juan Bosch de la Región Chileno-Argentina Austral (2013), organizado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile, y fue publicado en un libro junto a los otros premios.
Fotografías: Alicia Lazzaroni