Compartimos un cuento incluido en Cuentos blancos, el último libro de la escritora bonaerense Marina Arias, publicado por ediciones Desde La Gente en 2018.
Cinco minutos después de la estación de Moreno, el loteo se terminaba de golpe y el campo empezaba a ser terreno de algunos pocos viejos quinteros que parecían sobrevivir gracias a una docena de hileras de lechugas.
Apenas la Lujanera pegaba una curva de noventa grados y empezaba a andar en paralelo a las vías, Maru se levantaba de un salto y pedía permiso a los cuatro o cinco desafortunados que no habían conseguido sentarse y que gracias a la estrechez del pasillo viajaban con la cintura apoyada en el perfil de algún respaldo y agarrados del portaequipaje opuesto. Esa curva era la única señal de que venía su parada y Maru tenía terror de pasarse.
Por eso, sin esperar la reacción a su pedido, avanzaba apurada, casi a los empujones, de perfil, con el estómago hundido en un intento inútil por no rozar ningún cuerpo. Cuando lograba llegar a la puerta bajaba la cabeza y sin mirar al chofer, decía solamente “en la próxima”. Siempre dejaba la frase en suspenso. El año anterior, en uno de sus primeros viajes al colegio, le había dicho al chofer “parada” y el tipo le había contestado “ya la tengo”. Entonces entendió de golpe por qué su mamá usaba siempre aquella frase incompleta: era una manera ingeniosa de escaparle a un incidente como ése. Maru no podía explicar por qué aquella respuesta la había hecho sentir una culpa infinita por sus aún casi imperceptibles atributos femeninos.
Siempre que Maru avisaba que se iba a bajar, el chofer soltaba el acelerador. La parada era una estructura de hormigón descascarado en la que abundaban inscripciones a fuerza de trazos de birome. Aquellos todavía no eran años de aerosoles o stencils. Mucho menos de grafitis tumberos. La mayoría eran declaraciones de amor. A lo sumo podía leerse algún “bosteros putos”.
Que se quedara tres días como mínimo, le había dicho Florencia cuando llamó por teléfono para invitarla por primera vez a la quinta. Maru consiguió permiso y preparó su mochila. Florencia Dimarco había sido su compañera de banco todo el año y su mejor amiga los últimos tres meses. Era ella la que decidía qué ropa le quedaba bien y qué chicos podían gustarle. Florencia estaba noviando con Juan Cruz, un amigo de sus hermanas. Pero él se había ido con dos amigos a Brasil por todo el mes. Saber que él no iba a estar en la quinta fue un alivio para Maru. La incomodaba que su amiga anduviera con alguien tanto más grande. Hasta ese momento ella sólo había salido durante dos semanas y media con Matías, un compañero de división, y a lo máximo que habían llegado era a que él en un recreo intentara tocarle una teta por arriba del guardapolvo. El preceptor los pescó en el rincón del pasillo y amenazó con pasarles un parte de amonestaciones. Maru sintió tanta vergüenza que esa misma tarde pateó a Matías. Por el lado de Florencia, una considerable diferencia de edad entre el hombre y la mujer parecía ser lo más lógico del mundo: sus padres se llevaban quince años y sus dos hermanas también habían tenido novios mayores. A los Dimarco la experiencia del hombre no parecía resultarles algo peligroso o moralmente reprobable sino todo lo contrario.
Maru necesitó hacerse grande para poder entender que el control en esa familia era más estricto que en cualquier otra, porque descansaba en una formidable hospitalidad que lo hacía pasar desapercibido.
La única indicación que Florencia le había dado era que después de Moreno prestara atención porque era justo pasando la primera curva. Así aprendió Maru a bajarse del micro y así lo hizo todas las veces que fue invitada durante aquel mes de enero: con urgencia y a los empujones. A esa edad no podía ocurrírsele algo tan racional como averiguar a la altura de qué kilómetro de la ruta se encontraba la quinta de los Dimarco.
La primera vez que avanzó apurada por el pasillo eran las dos de la tarde. Florencia la estaba esperando en la Zanelita metros antes del refugio, para no desaprovechar siquiera esos minutos de bronceado, acodada sobre el manubrio, detrás de un mechón de su pelo oscuro y rebelde. Movía los labios en forma rara y Maru adivinó que estaba escuchando algún casete en el walkman. Un pareo de colores fluo era lo único que cubría parte de su cuerpo y en algunos tramos se adhería a la malla húmeda que llevaba debajo. Cuando el micro derrapó en la banquina Maru la vio abrir los ojos, levantar la cabeza como un sabueso y sacarse los auriculares.
Todavía hoy le parece ver su sonrisa cómplice mientras el micro terminaba de frenar y ella bajaba eufórica los tres escalones hasta el suelo. Y piensa qué hubiera pasado si no hubiera conocido nunca la quinta. O si aquella noche cuando enero llegaba a su fin, Tonio no hubiera propuesto jugar a la escondida. O si no hubiera sido testigo de lo que pasó esa misma madrugada.
Cinco minutos después Florencia frenó en un portón de hierro abierto y Maru entendió que habían llegado. Florencia apagó el motor y le explicó que tenían que entrar la Zanelita a mano porque la madre le había dicho que si la despertaba una vez más de la siesta se la regalaba al jardinero. Maru miró hacia adentro del terreno. La casa estaba rodeada de árboles. Era blanca y lo suficientemente grande como para que Florencia y sus dos hermanas, Roxana y Gabriela, tuvieran cada una su propio dormitorio para alojar a cuanta amiga quisieran.
Al avanzar un tramo por la huella de los autos, Maru vio que tras la casa había un gran parque en el que refulgía el sol y una pileta casi tan larga como la del club de su barrio. Al fondo se alcanzaba a ver una cancha de cemento y mucho más lejos, casi diminuta, lo que dedujo era la vivienda más próxima.
Después de detallarle todo lo que le había dicho Juan Cruz, que ya la había llamado tres veces desde Brasil, Florencia le contó que finalmente habían tenido que pasar la fiesta de Año Nuevo en su casa. “Los rompehuevos insistieron con que este año les tocaba acá a ellos y mi viejo les dio el gusto”, dijo. “Igual les vinieron cuatro gatos locos”, aclaró satisfecha. Maru nunca terminó de saber si la quinta era una herencia o el fruto de alguna sociedad familiar que no había terminado bien pero la cuestión era que la familia de Florencia compartía la propiedad con la de la hermana del padre. Alguna que otra vez las Dimarco se referían a ellos como “los Rufino” pero generalmente los mencionaban con algún epíteto que daba cuenta del fastidio que les provocaba su mera existencia. Maru nunca se los cruzó ni tampoco escuchó que se hubieran comunicado por teléfono. Eran sólo una presencia que fatalmente se iba a apropiar de la quinta cuando el mes terminara y los Dimarco se vieran obligados a volver a su chalet de ladrillo a la vista en Ramos Mejía.
La huella terminaba junto a un porche. Maru reconoció la cupé Sierra roja del padre de Florencia y unos metros más lejos, vio, junto a una hilera de álamos, otros dos autos también último modelo prolijamente estacionados. Supuso que eran el de la madre y el que compartían las dos hermanas de Florencia desde que la segunda también había empezado la facultad en la Capital. Delante de la casa y cruzada en diagonal, como si el conductor se hubiera bajado en medio de una emergencia, había una Trafic blanca. Florencia levantó la vista e interrumpió la descripción del estado en el que los Rufino les habían entregado la quinta:
–Están Tonio y Migue –gritó mientras apuraba el paso y Maru se vio obligada a seguirla–. Te van a encantar.
Tonio y su hermano Migue eran los primos por parte de la madre. Y funcionaban como la antítesis de los Rufino. La Trafic blanca siempre era recibida con gritos de alegría. Si Florencia o cualquiera de sus hermanas estaban en la pileta, salían rápido, manoteaban una toalla y corrían a recibirlos. Si la madre estaba acostada, no pasaban diez minutos antes de que apareciera por el pasillo que llevaba a las habitaciones peinándose con los dedos y acomodándose la ropa. Los abrazaba, les daba dos besos a cada uno y se metía en la cocina. Fuera la hora que fuera. En una oportunidad llegó a prepararles un estofado a las cinco de la tarde. Tonio y Migue siempre eran capaces de comer. Y lo hacían con la voracidad que sólo se puede tener a los diecinueve años. Eran mellizos. Aunque Migue era rubio, y Tonio, morocho como Florencia y bastante más alto. Eso para Maru lo volvía mucho más atractivo. Aunque nadie en la familia parecía darse cuenta. O quizá no querían hacerlo notar. Como para que nada alterara su amor fraterno. Bastante tenían con haber perdido a los padres a los seis años. Los había criado la abuela. Eso le contó Florencia la primera noche que durmió en la quinta y Maru no exigió ningún detalle. No quería que su amiga notara que Tonio le había gustado: algo le decía que la noticia podía no caerle bien. Por eso nunca supo por qué al quedar huérfanos Tonio y Migue no habían sido adoptados por la madre de Florencia.
Apenas pisaban la quinta, los mellizos se ponían en cuero y sólo volvían a necesitar sus remeras cuando se daban cuenta de que se les había hecho tardísimo. Sus visitas siempre eran aprovechando algún hueco en el trabajo. Nunca recordaban dónde las habían dejado tiradas, y entonces toda la familia se ponía a buscarlas por la casa, el parque y la zona de la pileta. Maru trataba de no mirarlos mucho pero no podía dejar de notar los músculos de los dos. Trabajaban desde chicos y ese verano ya lo hacían en su propia camioneta. Maru no entendía bien qué repartían ni cómo habrían hecho para comprarse un vehículo costoso como ése siendo tan jóvenes. Hasta que la madrugada de la noche en que Tonio propuso jugar a la escondida cayó en la cuenta de que el verdadero propietario del vehículo tenía que ser el padre de Florencia. Y de que en realidad trabajaban para él. Era por eso que los mellizos siempre estaban dispuestos a llevar Florencia adonde fuera. No importaba la hora. Si Florencia y su amiga necesitaban ir a alguna parte, cualquier compromiso de la Trafic podía esperar. Durante sus estadías en la quinta Maru incorporaba esa comodidad como algo natural. Pero cuando llegaba el momento de volverse a su casa, nunca le ofrecieron ni siquiera acercarla hasta la ruta. También en parte por eso debía ser que los mellizos trataban al padre de Florencia con cierta distancia respetuosa. Le decían “Tito”, como Maru y como todos menos sus hijas, pero Maru notaba en ellos una tenue rigidez cuando el padre irrumpía en el living recién levantado de la siesta o cuando los saludaba con la mano desde la cupé si llegaba mientras estaban disfrutando de la pileta.
Con el resto de la familia los mellizos eran muy demostrativos. Dos por tres, Tonio abrazaba con fuerza a Florencia desde atrás y levantaba su cuerpo obligándola a apoyarse en él. En la pileta Migue siempre jugaba a ahogarla o se sumergía y le tironeaba de las tiras de la malla. Lo de Migue a Maru le resultaba más indiferente pero que Tonio siempre estuviera encima de su amiga le provocaba una sensación extraña. En cualquier otro contexto, hubiera pensado que los mellizos eran unos manolargas. Pero en la quinta todo parecía estar permitido: los primos se divertían así y así divertían a toda la familia. Ni siquiera se salvaban las hermanas mayores. Gabriela exageraba su eterno malhumor y siempre terminaba mandándolos a la mierda. Roxana prefería dejarlos hacer sin acusar recibo. Después se revolvía el jopo del pelo y seguía en lo suyo. Era parecida a Florencia, aunque sus facciones resultaban más armoniosas y su cuerpo mucho menos voluptuoso, como si los ocho años que le llevaba hubieran gastado su sensualidad. Iba a casarse en abril, un mes después de rendir las dos últimas materias de abogacía. Se pasaba el día dando vueltas por la casa, alternando una lectura dispersa del Código Civil con el estudio detallado de una pila de revistas sobre bodas. Roxana y Gustavo noviaban desde los quince de ella y daba la sensación de que hacía mucho que ya no sabían por qué. Él trabajaba en un estudio del microcentro y llegaba a la quinta todos los días para la hora de cenar. Tres veces a la semana se quedaba a dormir. Recién ese verano el padre de Florencia había accedido a que lo hiciera en el cuarto de Roxana. La segunda noche de Maru en la quinta, cuando la pareja anunció que se iba a dormir, intentaron, conteniendo la risa, escucharlos con un vaso entre la oreja y la pared. Pero fue en vano: lo único que se sentía eran los ronquidos de Gustavo.
Con Gabriela, como toda la familia, Florencia se llevaba pésimo. Si se dirigían la palabra era para insultarse y Maru sabía que alguna vez hasta se habían ido a las manos. Por eso a Florencia nunca se le hubiera ocurrido correr el riesgo de espiarla cuando estaba con Fernando, profesor de gimnasia y primer novio en entrar a la casa después de su escandalosa ruptura con Adolfito, el mayor de los Tolosa. Ya hacía más de un año desde que Gabriela, en un acto que le había resultado estúpido hasta al propio Adolfito, le había confesado un romance fugaz con un compañero de facultad y le había devuelto el anillo. Pero la madre no perdía ocasión para recriminarle que hubiera echado a perder su naciente amistad con Pipa y los negocios de Tito con Adolfo padre. Además la infidelidad de su hija había sido la comidilla del Rotary y ella había tenido que tomarse un mes de licencia en las Damas excusando un pico de estrés. Gabriela había tenido que renunciar a la Juventud Rotaria. “Por supuesto”, no se cansaba de repetirle la madre. “O qué te creías, que se iban a bancar así nomás que hayas hecho cornudo al presidente. Si él te había perdonado, no entiendo por qué tenías que contárselo a todo el mundo. Pajaritos en la cabeza, tenés”. Gabriela se encerraba en su cuarto y la madre seguía gritándole a la puerta. Incluso delante de Fernando. En realidad ningún miembro de la familia parecía reparar demasiado en él. Ni siquiera Gabriela.
Ese verano, el centro de atención para todos parecían ser Roxana y Gustavo. Florencia y los mellizos constantemente hacían chistes sobre la noche de bodas y la luna de miel. Y hasta la madre se reía. El padre en cambio siempre simulaba no haber escuchado y con gesto grave preguntaba sobre alguna cuestión doméstica: si la madre se había acordado de comprar Cinzano, o cuándo pensaba Florencia lavar ese ciclomotor. Ésa era la única manera de expresar su consentimiento. Tito era un verdadero jefe de familia. Hasta verlo moverse en la quinta Maru no había sabido del todo qué significaba ese título. Su propio padre no era más que un empleado con aguinaldo, quince días de vacaciones pagas y un gerente con el que tenía que quedar siempre bien, cosa que hacía que Maru no le tuviera demasiado respeto. Eso y todas las barbaridades que le gritaba su madre cuando se enojaba. Maru necesitó empezar a trabajar y tener su propia familia para entender la valentía de su padre para ir a esa oficina cada mañana durante tantos años.
Pero durante aquel enero, y hasta la madrugada de la noche en que jugaron a la escondida, Maru había idolatrado al padre de su amiga. Secretamente había deseado ser una hija más.
Siempre con un cigarrillo calzado entre los dedos, por las mañanas Tito podía partir raudo en su cupé hasta diez veces. La madre de Florencia lo seguía hasta el auto mientras recibía todo tipo de indicaciones, le daba un beso a través de la ventanilla baja y seguía al auto con la vista mientras se alejaba hacia el portón. Que su marido tenía hormigas en el tujes era la explicación que a continuación desplegaba para cualquier testigo involuntario de tanto ir y venir. Maru no podría asegurar que la madre de Florencia estuviera al tanto de lo que más tarde ella sospechó eran los verdaderos asuntos del marido. Era una mujer orgullosa por haber salido de pobre y siempre dispuesta a ayudar a todo aquel que no se lo recordara. Para ella la caridad y el consumo eran lo mismo: una prueba de que estaba del otro lado para siempre. Tito había hecho la mayor parte de la fortuna algunos años después de estar juntos. Pero la casita que había comprado para ellos apenas pusieron fecha de casamiento debió haberle resultado un palacio, acostumbrada como estaba al departamento al fondo de una casa sin revocar en las afueras de San Justo. De todo eso le hablaba Florencia. Incluso le contó la historia de amor de sus padres. No parecía preguntarse cómo era posible que su padre hubiera hecho tanto dinero con una simple distribuidora de productos de limpieza. Porque eso era lo que increíblemente parecía mantener el status de vida del clan Dimarco: cientos y cientos de bidones de detergente que viajaban por el conurbano en camionetas.
Cerca de la una del mediodía, Tito estacionaba la cupé en el porche por
última vez y se instalaba en la cabecera de la mesa, bajo la glicina de la galería. Inmediatamente, la madre de Florencia le llevaba un vermut y un plato con quesos. Si Florencia y Maru estaban en la pileta o en el parque se reclinaba en la silla y un brillo en sus ojos daba cuenta de lo divertido que le resultaba escuchar la conversación de dos adolescentes. Florencia era su hija preferida y se notaba. Quizá por eso había accedido a que hiciera la secundaria en el Nacional en lugar de ir al estricto colegio de monjas que habían padecido las mayores. Al parecer las tres, cada una a su tiempo y todas apoyadas por la madre, habían intentado convencer al padre de las bondades de una escuela mixta. La única que había conseguido un silencioso consentimiento para el pase había sido Florencia. Gracias a eso Florencia y Maru habían resultado compañeras de banco. Por lo demás, pertenecían a mundos que nunca hubieran entrado en contacto. A los catorce años la amistad es una cuestión de azar más que de afinidades. Pero para fines de aquel enero, cuando ya había pasado casi tantos días en la quinta como en su propia casa, Maru sentía que nadie en el mundo la entendía ni la quería más que Florencia. Los días se sucedían entre pileta, algún que otro llamado de Juan Cruz desde Brasil y partidos de tute cabrero bajo los árboles. Las cenas eran somnolientas, con buzos sobre la piel caliente y ruido de grillos de fondo.
Hasta que en una sobremesa Tonio propuso jugar a la escondida.
El padre se había instalado en el living a ver un partido de fútbol y la madre ya estaba en la cocina lavando los platos. Florencia, entusiasmada con la idea de su primo, insistió para que participaran todos los que habían quedado en la mesa. Eso incluía a Roxana y Gustavo, y a Gabriela, esa noche sin Fernando. Gabriela la insultó con desgano y se metió en la casa. Pero Roxana y Gustavo finalmente aceptaron. Florencia fijó una sola regla: no valía salir a la calle. Cualquier otro lugar estaba permitido. Después, mediante un método infantil de sorteo estableció que primero contaría Migue. Maru respiró aliviada: siempre le había dado terror tener que ser la que buscaba a los otros.
Migue caminó hacia una columna de la galería y avisó que les daba tiempo hasta cincuenta. Apenas apoyó el brazo y la cabeza todos salieron disparados en distintas direcciones. Maru encaró para el lado del vecino y corrió mucho más allá de la cancha de cemento. Se detuvo y mientras recuperaba la respiración miró hacia la casa: ya era sólo un punto de luz entre los árboles. Más adelante y bajo un pino había un gran tronco arrumbado. Pensó que era un buen lugar donde sentarse a hacer tiempo hasta que cualquier otro fuera descubierto primero. Eso era lo único importante para ella cada vez que se veía obligada a jugar a la escondida: no tener que contar. Había empezado a caminar cuando escuchó unas zapatillas rápidas sobre la cancha y con una sonrisa apareció Tonio. Ella también sonrió y le señaló el tronco. Se sentaron sigilosamente.
De golpe la boca de Tonio estuvo sobre los labios de Maru y la lengua contra sus dientes. Su propia lengua, paralizada, y casi inmediatamente ansiosa. Las manos de Tonio seguras por debajo de su ropa. Un palpitar en la boca del estómago y después más abajo. No sabría decir cuánto pasó hasta que escuchó gritos y reconoció la voz de Florencia. Estaba diciendo “sangre”, lo que significaba que Migue la había confundido con otro y había que empezar todo de nuevo. Maru apartó a Tonio con una fuerza excesiva y salió corriendo hacia la casa. Cuando llegó a la galería dijo que tenía que ir al baño y entró derecho. Alcanzó a escuchar las protestas de Florencia porque Migue, Roxana y Gustavo se negaban a volver a jugar. Desde la cocina, la madre de Florencia ofrecía café.
Abrió la canilla y se mojó la cara varias veces. Miró el espejo y se apretó las sienes, como si así pudiera borrar las imágenes de lo que había hecho con Tonio. Dos golpes impacientes contra la puerta: Florencia diciendo que era ella y que le abriera. Maru respiró hondo y abrió. Que al final eran todos unos forros, dijo Florencia mientras se bajaba el jean junto con la bombacha y se sentaba en el inodoro. Maru la miró y pensó que contarle lo que había pasado con Tonio era lo único que podía aliviarla. Florencia le encontraría el lado gracioso, como cuando bromeaba acerca de lo que hacían Roxana y Gustavo las tres noches por semana en que él se quedaba a dormir.
Una hora después se daría cuenta de cuánto se había equivocado.
Salieron del baño juntas. Florencia seguía despotricando contra su hermana y su cuñado, porque los amargos al final se habían ido a acostar. También se reía de su primo, porque era un salame, cómo la iba a confundir con Roxana si una estaba de amarillo y la otra de rosa, y además tendría que haber pensado que ella nunca hubiera elegido un lugar tan obvio como detrás del gabinete del filtro de la pileta.
Maru sintió que la amistad entre ellas era más indestructible que nunca.
Migue buscaba las llaves de la Trafic por el living. Cada vez que pasaba frente al televisor el padre de Florencia se inclinaba hacia los costados para no dejar de ver la pantalla ni por un segundo. Maru escuchó a Tonio en la cocina despidiéndose de su tía. En medio de un bostezo le dijo a Florencia que no daba más y deseó un buenas noches general: sentía que si se cruzaba con la mirada de Tonio se moriría.
Buscó el camisón en su bolso. Mientras se lo ponía alcanzó a escuchar un rumor de voces en el parque y varias carcajadas de Florencia. Finalmente sintió el motor de la Trafic.
Florencia entró sin mirarla y puso un casete en el grabador. Después se dejó caer boca arriba sobre su cama. Maru tomó aire y de un tirón le preguntó si alguna vez había dejado que Juan Cruz la acariciara. Florencia preguntó qué quería decir con “caricias” y se dedicó a ponerse el piyama. La vergüenza de Maru hizo que sólo lograra articular palabras sueltas y frases incoherentes. “Eso no son caricias”, la cortó finalmente Florencia. Y que no se gastara porque Tonio ya le había contado lo que se había dejado hacer.
Se metió bajo las sábanas y le dio la espalda.
A veces Maru piensa que la dureza de su amiga debió haber sido por celos de su primo. Otras, sospecha que el objeto de los celos en realidad pudo haber sido ella. Porque al dejar atrás la adolescencia tomó conciencia de lo extraña que es la amistad entre dos mujeres a esa edad. De lo único que está convencida es de que si hubieran tenido otro día para perder juntas en la pileta, las cosas podrían haber sido diferentes. Imagina la cara fruncida de Florencia hacia el sol. Una pregunta suya aparentemente casual. El estallido de risas cómplices. Entonces su corazón se habría aliviado. Hubieran podido seguir asegurando que iban a ser amigas para siempre. Aunque en el fondo las dos supieran que eso era una mentira.
Pero no hubo oportunidad para que aquella amistad tuviera siquiera un buen epílogo. A la madrugada, cuando hacía apenas un rato que había logrado dormirse, Maru se despertó por el motor de la cupé de Tito. Los pasos de la madre yendo desde el dormitorio hasta el parque. Un grito involuntario de la madre. Corto y agudo. Después fue una seguidilla de preguntas ahogadas que entraban en la casa. Para entonces Maru cruzaba el pasillo detrás de Florencia.
La madre estaba en el living con el tubo del teléfono en una mano. A su lado, Gabriela ojeaba nerviosa la agenda de cuero del padre. Un hilo de sangre cruzaba el piso de mosaicos desde la puerta hasta la cocina.
Maru no alcanzó a ver demasiado porque Roxana y Gustavo, alertados por Gabriela, entornaron la puerta, pero la herida no podía ser muy grave porque Tito estaba de pie y con la otra mano se apretaba el brazo con firmeza. En realidad lo que más la impresionó fue escucharlo: como un perro rabioso repetía “ya va a ver, desagradecido hijo de re mil puta”. La madre de Florencia dijo dos frases que Maru no entendió pero que sonaban a órdenes. Después cortó el teléfono. Mientras marcaba otro número le dijo a Florencia que volvieran a la cama. Maru estaba segura de que Florencia no iba a obedecer sin que le explicaran qué había pasado.
Se equivocaba.
Florencia dio media vuelta y se limitó a señalarle el pasillo con el mentón. La situación no había hecho que se olvidara de su enojo.
Con el primer canto de pájaro Maru se dio cuenta de que la madrugada se estaba terminando y no había logrado volver a dormirse. Al principio había seguido atenta los ruidos que llegaban a través de la puerta cerrada de la habitación. Un auto entrando por el parque. Después el motor que se apagaba. La puerta de la casa al cerrarse. Una voz masculina pausada yendo hacia la cocina en compañía de la madre. Casi en seguida, otro vehículo. A pesar de que el sonido externo le llegaba ahogado, el timbre de una de las voces le había resultado inconfundible y saber que Tonio era parte de eso que no terminaba de entender la había dejado sin aire por un momento.
No podría haber dicho cuánto más tarde los autos se marcharon y un silencio que poco a poco comenzó a resultarle ensordecedor ganó la casa.
Se vistió y metió sus cosas en la mochila evitando hacer ruido. Abrió la puerta conteniendo la respiración como si de algún modo eso pudiera ayudar a que la bisagra no crujiera. Cruzó el pasillo en puntas de pie. La casa estaba impecable, como si la noche anterior hubiera sido igual que cualquier otra. Salió a la galería y apenas pisó el césped corrió con todas sus fuerzas hacia el portón de hierro. Ahora se alegró de que los Dimarco no fueran amantes de los animales: el resto del mes había lamentado que no tuvieran un perro guardián para ayudarla a diferenciar un ruido extraño de los sonidos normales de la noche.
Diez minutos después, en el horizonte de la ruta, Maru distinguió un punto que para su alivio se convirtió en una Lujanera que la llevó de regreso a su casa.
El resto del verano pensó a menudo en Florencia y su familia. Al principio, asustada por haber sido un testigo indeseado del incidente que había sufrido el padre. Pero, al pasar los días y comprobar que nadie la estaba buscando, el miedo se convirtió en curiosidad. De todos modos, no se animó a llamar por teléfono. Después empezó a sentir vergüenza por haber desaparecido ingratamente como lo había hecho aquella mañana. Esa vergüenza hizo que la escena con Tonio fuera perdiendo importancia en su memoria.
El primer día de clases descubrió que Florencia ya no era parte de sus compañeros. El preceptor que les tocaba ese año tenía sólo la lista de los alumnos a los que debía controlar la asistencia: no tenía la menor idea de quién era la chica por la que le estaba preguntando. Así que le tocó una nueva compañera de banco. Para cuando llegaron las vacaciones de invierno ya se había convertido en su mejor amiga.
Marina Arias creció en Haedo. Publicó las novelas Bondi (Club Hem, 2017), Mochila (Club Hem, 2014) y Para qué sirve un traje de neoprene (EDULP, 2005), y el libro de cuentos Hacia el mar (EDULP, 2008). En 2016 Malisia Editorial reeditó la novela Neoprene. Relatos suyos han sido publicados en medios gráficos e integran diversas antologías. Es Doctora en Comunicación, Profesora de ficción escrita en la Facultad de Periodismo y Comunicación de la UNLP, y Codirectora del Laboratorio de Ideas y Textos Inteligentes Narrativos (LITIN). “Enero con los Dimarco” forma parte de Cuentos blancos (Desde la gente, 2018).
Fotografía: cortesía de la autora.