Poemas del libro de Julieta Lopérgolo (Rosario, 1973), publicado recientemente por Postales japonesas (2018)
He decidido perdonar
la muerte de mi padre
cuando suceda.
Lo que extraño
no tiene nombre,
no existe.
Aún no sucede.
Sin embargo,
con qué amabilidad
ronda
a veces
lo imperdonable.
Estoy en viaje.
Nunca amanece.
Nunca llego.
Mi padre está muy lejos
de mi viaje.
Estoy en ir,
en un estado que no admite
el tiempo.
Te hablo.
Apuesto a que mis palabras
te despierten,
se ablanden dentro de tu cuerpo,
pacifiquen el aire,
el líquido que infla tu sueño.
Te hablo
y cuando me voy no quiero
ni una sola de las palabras que te dije.
Imagino que flotan protectoras
a tu alrededor,
vendadas con suspiros.
Son fuerzas delicadas,
salmos entonando tu nombre
a la altura de mi corazón.
Todo intento es pequeño.
Así imagino yo
que te defiendo
con un ejército de palabras.
Lejos
una paz aparece.
Por última vez
había que subir a la terraza a destender
tu ropa.
Había que ver cómo algo tan simple
nos hería.
Esa mañana contraria a las demás
la forma de tu cuerpo ondulaba en la soga,
el aire envejecido,
empastado de nada,
todo lo que no.
Queríamos decir mañana y no,
cielo celeste no,
ni vamos,
ni en un rato.
Lo único importante era esa ropa paralela
a la certeza enorme de tu muerte
en los oídos.
Podríamos haber velado directamente
la ropa tendida,
abrazados,
mientras soplaba ese viento desacostumbrado de junio
sobre el techo inocente de tu casa.
Antes de que la enfermedad
que se hizo de tu cuerpo
te impidiera la escritura,
lo escribías todo,
como quien sabe que el deseo
tiene un límite,
o mejor dicho: que el deseo
no tiene cura.
Quieren volver los perros
lastimados,
la jauría incompleta.
No sé qué pierden por los ojos,
si acaso es su desesperación
lo que supuran
y trae un olor dulce y triste
al aire descompuesto.
Buscan a uno
en esa soledad peor que nunca,
en el paisaje equivocado
donde falta.
A una distancia presentida
cierran los ojos,
son puro olor que grita
huyendo de un dolor
para resucitar en otro.
Mitigamos la belleza con nombres,
como si nos curara enfermarnos de eso.
A la espesura de los bosques
la llamamos verde,
oscuridad,
mitos de casas de los árboles;
al polvo de la tierra, humo.
Decimos nervaduras
a las venas quebradas de las hojas,
sangre al color de la respiración.
Llamamos mar
a la deriva persistente del agua.
Llamamos a lo que no habla
con este miedo.
Julieta Lopérgolo nació en Rosario en 1973. Es Licenciada en Letras y en Psicología. “Para que exista esa isla” (publicado por Postales Japonesas) es su primer libro. Actualmente vive en Montevideo.