Fragmento de la novela de Paula Jiménez España, editada por La Mariposa y la iguana
Capítulo 1
Me voy, dijo, tengo que reencontrarme conmigo misma. Quizás, pensé, para dar con su propio paradero volvería al bar de la calle Boedo al que dejó de ir cuando nos conocimos, y donde solía desayunar todas las mañanas, para sentarse en una de sus mesas, cafecito de por medio, a esperarse a sí misma. La imaginé expectante, como en otros momentos ante mi inminente llegada, mirando la hora ansiosamente, con los ojos fijos en la puerta o en las caras de los clientes que irían entrando, con la esperanza de verse en alguna de ellas. Me la figuraba diciéndose: Llegué, como si se lo dijera a otra; inventándose una excusa tonta para justificar la demora que casi siempre se debía a una nadería, o en el mejor de los casos a una panadería donde solía comprarse alguna factura, o un churro o una tortita negra. Una excusa doméstica que podría ser: perdón, pero estuve esperando al plomero hasta último momento y no apareció, o: no sabés lo que tardó el colectivo, tanto que me tuve que tomar un taxi y el chofer me habló hasta el cansancio y yo solo pensaba en verte. Una excusa que por supuesto no serviría en absoluto porque por tratarse de ella misma sabría perfectamente que era un invento. También me la imaginé tocando el timbre a la hora de la cena en la casa de unas amigas suyas, ilusionada con encontrarse a sí misma junto a las otras, brindando (tomaban mucho, como la mayoría de las lesbianas) y charlando de esto o de aquello o de más allá. O incluso del más allá, considerando que una de ellas, Silvia Gómez, era espiritista. Llegué a pensar que la cosa se solucionaría con la intermediación de un psicólogo que la ayudara a darse cita con su otra yo en una especie de sesión de pareja que deberían pagar mitad cada una (de igual manera que lo habríamos hecho ella y yo en caso de que hubiéramos decidido recurrir a una terapia). En esta misma línea un hipnotizador, haciendo buen uso de sus talentos, también podría lograr – me esperanzaba entonces – traer de regreso esa parte suya perdida que, según afirmaba ella, no huía de sí misma sino de mí, siempre agobiándola con mis costumbres, amigos y salidas que la apartaban de sus asuntos personales. Personales y difusos, agrego ahora, ya que volvería a enfrentarlos una vez que se concertara la reunificación de sí misma, dijo en la última charla, como si fuera los dos ex Berlín, el federal y el comunista. Y probablemente, cuando eso ocurriese, cuando el muro que la dividía se derrumbara por la fuerza de su capitalismo interno, yo ya no formaría parte de uno de ellos, porque se sentía muy resentida conmigo y eso la hacía no tolerar la manera en que riego las plantas o atiendo el portero eléctrico. Hábitos que hasta el momento de sus reproches yo había considerado anodinos o al menos inofensivos y que aún sigo sin entender qué tienen de malo para ella o para “ellas”. Lo cierto es que por h o por v, por esto o lo otro, yo siempre fui un elemento detonante de sus problemas. Es que, en su opinión, debí haber hecho no sé qué exactamente para que su otra yo no se fuera por ahí dejándola sola conmigo que “no era empática y nunca me fijaba en nada”. A mí no me parecía evidente que en ella hubiera dos o tres personas o las que fueran y tal vez mi falta de percepción de ese detalle, a ella, o a lo que quedaba de ella al lado mío, le hizo pensar que yo “nunca me fijaba en nada”. Podrán imaginarse que por esos días sentí una gran responsabilidad por todo este asunto tan complejo que sin querer yo había ayudado a generar, aunque también una gran sospecha, porque si ella se había desencontrado consigo misma hasta podría llegar a ser que esa otra ella, la huidiza, por llamarla de algún modo, se hubiese enredado en amoríos con alguien. En el caso de que su yo perdido me hubiese engañado a mí, que era una sola o eso creía, resultaba claro que ella, de la que me enamoré, debe haber pretendido ignorarlo o al menos negarlo y hasta ayudar a la otra a ocultar sus aventuras, para que yo, la zonza, no me enterara. No es justo. Y era más que evidente que ellas corrían con ventaja para conspirar contra mí que además de haberlo ignorado todo – desde la infidelidad o las infidelidades hasta la división de su persona y de la mía–, era (o me creía) minoría.