Compartimos los dos primeros capítulos de Los cuadernos de Gloria, novela de Hernán Schillagi que ganó el premio de la categoría en el Certamen Literario Vendimia 2017.
Los cuadernos de Gloria (fragmento)
Nota 1/El niño literal
Mi abuela murió no una, sino dos veces. La última, de muerte natural a los noventa años. Sé que esto resulta imposible, pero qué puede explicar un nieto cuando ha escuchado una y otra vez la aguda queja de la madre de su papá decir: «Cuando nos mudamos a La Posta me enterraron viva». Esa frase me enseñó a enfrentar, al menos, tres situaciones. La primera, cuando uno es chico cree todo de los adultos sin lugar a las dudas, con una literalidad pasmosa. La segunda, toda metáfora cotidiana tiene siempre una carga desequilibrada de realidad. La tercera, las historias familiares no deben contarse nunca. Salvo cuando estas han sido escondidas, ocultadas, enterradas –justamente– a propósito.
Cuando yo tenía unos siete años, mi vecino de al lado volvió de sus vacaciones en la costa. Traía como souvenir un tajo enorme en la pierna izquierda y una historia. Todavía estaba en proceso de cicatrización, aunque la mostraba como un rojo trofeo de guerra. Recuerdo que nos reunió a todos los pibes de la cuadra y nos llevó hasta un baldío cerca de la esquina. Hacía poco que se había estrenado una de las secuelas de Tiburón y todo lo referido al mar nos daba miedo, pero nos atraía como un poder oscuro. Niños cordilleranos al fin. Mi vecino aprovechó que era unos años más grande que nosotros y comenzó a narrar, sin ponerse colorado, que en una de las playas más allá de Punta Mogotes –aclaró– estaba haciendo la planchita lo más bien y, de golpe, sintió un soplido como de perro grande. Miró para los costados, pero no estaban cerca ni su papá ni su mamá. Quiso gritar y no le salían las palabras entre las olas. Hasta que sintió un fuego líquido que le quemaba la cara interna del muslo. «Me mordió un delfín», remató. El problema aquí es que jamás dudé de la veracidad de los hechos. Diez años después me lo encontré en la pileta del Club de los Bancarios, vi cómo le nacía desde la rodilla la costura de los puntos dados en su momento por la dentellada y tuve una revelación. Me le acerqué y, luego de preguntarle por la familia para disimular, le largué –con tono más de reproche que de interrogación– la duda de cómo se había hecho tremenda cicatriz. «Me clavé el freno de una bicicleta alquilada en la plaza Colón de Mardel», y se tiró al agua como un cetáceo feliz y descarado.
Una década entera estuve sin cuestionar un hecho tan poco creíble. Letra por letra había ingresado a mi cerebro para quedarse allí como una burla tan fascinante como tosca. Debo confesar que cambiar el tiburón por un delfín fue una jugada maestra.
Entonces, cada vez que alguien contaba algo exagerado, o, sin más rodeos, mentía; mi cabeza de niño lo tomaba literal. Así, mi papá gritaba con alegría que iba a patear la pelota hasta el cielo y yo me desilusionaba cuando la veía rebotar sobre la tierra. O cuando mi hermano me hacía subir al ciruelo del patio para escapar de los monstruos de la casa, las imágenes que se me formaban eran concretas, audibles y palpables. Por eso, cuando mi abuela Gloria decía aquello de haber sido enterrada en la finca de la calle La Posta, siempre pensé que era cierto. Por eso, también, cuando decidí a los trece años que mi abuela había muerto, nunca fue tan verdadero, tan real. Para mí.
Mi abuela, al parecer, no murió una, sino varias veces.
Nota 2/La abuela amplificada
La exageración siempre ha sido parte de mi familia. Mal que mal, todos los grupos de parientes se parecen bastante. La diferencia la hacen, sin duda, los grados de amplificación y resonancia con que se toman los hechos hogareños. Un labio roto por una caída, para unos puede ser una incómoda tarde en el hospital; pero, para otros, la tragedia de ver sufrir a su hijo en manos de un cirujano que hunde con frialdad aséptica una aguja como si quisiera coser el llanto que le brota de la boca. Además, existe un procedimiento de conversión de todo recuerdo en una épica suburbana: los primeros pasos de un bebé, las diferentes mudanzas, la construcción de una medianera; cada hecho podría ser cantado en una plaza pública ante un auditorio vigilante. Así y todo, mi familia era exageradamente común.
Sin embargo, Gloria, mi abuela paterna, tenía el poder profano de darle un tono a las situaciones y a las anécdotas que hacía de la hipérbole un modo de vida. Su voz, como dije, era aguda, de una caladura penetrante y una frecuencia a destiempo; como esos discos de pasta que, al ser pasados a diferentes revoluciones, pierden fidelidad, elocuencia: «Si el año que viene estoy viva, voy a tejerte una bufanda». Frases como esas permiten que la sombra de la desgracia tenga la consistencia de un mueble de cocina.
***
Un domingo, dibujábamos con mi hermano sobre las puertas de chapa del gabinete de gas. Gloria nos había dado unas tizas de colores que siempre le sobraban a mi tía de la escuela. «Yo, los platos; ustedes, garabatos», sentenció con su boca de flauta. Los rayones iban y venían amarillos, celestes y rojos. Una puerta para cada uno. Pero si mi hermano trazaba las paredes de una casa con las ventanas y la chimenea a la derecha, yo –como buen hijo menor– edificaba en espejo, invertía los colores y los detalles de mi casita. Al final, mi dibujo era más parecido a una estación espacial a la espera de ser abordada. En un momento, mi hermano se fue a lavar las manos a la batea. Se había gastado casi todas las tizas rojas en un tejado elegante a dos aguas. Volvió corriendo al minuto con una sonrisa extraña. «Mirá, Franco, parece sangre», me dijo, mientras extendía los brazos como una momia poseída. Al niño crédulo y miedoso que era yo le provocó casi un desmayo. No tuve tiempo de manifestarlo, porque enseguida me agarró de la mano y, mientras la tironeaba, me hablaba al oído: «Vamos a asustar a la nona antes de que se me seque». Entramos a la cocina a los gritos, mi abuela soltó un vaso que estalló contra el suelo. Esto no detuvo a mi hermano. «Me corté, me corté», repetía con lágrimas en los ojos. Gloria comenzó a tirarse de los pelos y afinaba la voz como una especie de chillido animal. El plan había sido un éxito, pero no contábamos con el factor amplificatorio de las reacciones de la abuela. En un solo movimiento se abalanzó sobre mi hermano, lo alzó como si fuera un bebé, mientras trataba de detenerle la hemorragia con besos frenéticos en cada una de las manos. Nos quedamos mudos, porque la sangre verdadera era la que se nos había congelado. Cuando descubrió el engaño, la boca de Gloria era la de un payaso. No obstante, con esos mismos labios, nos contó que se había asustado mucho, porque una vez a su madre también le había brotado sangre de las manos. «Ahí mismo, donde nacen», aclaró, aunque no pude entender mucho. No sabía si reír o llorar. ¿Acaso las manos no vienen al mundo junto con el resto del cuerpo?
Hernán Schillagi nació en 1976 en la ciudad de San Martín (Mendoza, Argentina). En 2002 publicó con Libros de Piedra Infinita, editorial que dirige junto a Fernando G. Toledo, su primer poemario: Mundo ventana. En poesía, por la misma editorial publicó Pájaros de tierra (2007, en la Colección de Poesía Desierta), Gallito ciego, selección de poemas 2007-2013 (2013) y Ciencia ficción (2014, por la Colección El Desaguadero). En 2011 publicó la edición digital de su primer libro de relatos breves, El dragón pregunta; en 2013, el ensayo La visión del anfibio y la novela De los Portones al Arco (ambos en formato electrónico). Obtuvo la primera mención en poesía en el Certamen Literario Vendimia 2000, el Primer premio en el Certamen Literario Vendimia de poesía 2008 con el libro Primera persona (Ediciones Culturales de Mendoza, 2009), y el premio en la categoría Novela del Certamen Literario Vendimia 2017, con Los cuadernos de Gloria. Es profesor de Lengua y Literatura en escuelas secundarias y publica sus textos en el blog Ciudadeseo y la revista de poesía y reflexión El Desaguadero.